Me han impactado las lecturas que la liturgia ambrosiana proponía el lunes de la tercera semana de Adviento. Qué desconcertados debieron quedarse los miembros del antiguo pueblo de Israel frente a las palabras del profeta Jeremías: “Devorará tu cosecha y tu pan; devorará a tus hijos e hijas; devorará pueblos y ejércitos; destruirá tus plazas fuertes, en las que tienes puesta tu confianza” (Jer 5,17). Les anunciaba que otra nación iba a destruir el reino en el que habían puesto su confianza. “Y cuando digan: ‘¿Por qué el Señor nuestro Dios nos hace todo esto?’, tú les responderás: ‘Así como vosotros habéis abandonado al Señor y habéis servido a dioses extranjeros en vuestro país, así serviréis a extranjeros en un país que no es vuestro’” (Jer 5,19).
Es como si nos lo dijera a nosotros. Hoy vemos señales que nos preocupan a todos, da la sensación de que lo que ha sostenido nuestra historia no pudiera resistir el paso del tiempo: un día es la economía, las finanzas y el trabajo, otro día es la política y la justicia, otro día la familia, el comienzo de la vida y su fin natural. Y así, como el antiguo Israel, frente a una situación preocupante, nosotros nos preguntamos: “¿Por qué sucede todo esto?”. Porque también nosotros hemos sido tan presuntuosos que hemos arrancado, después de haberla cortado, la raíz que sostenía el edificio de nuestra civilización. En los últimos siglos, de hecho, nuestra cultura ha creído que podía construir el futuro abandonando a Dios. Ahora vemos a dónde nos lleva esta pretensión.
Y frente a esto, ¿qué hace el Señor? Lo indica el profeta Zacarías, hablando a su pueblo de Israel: “He aquí, yo mandaré”, atención al nombre, “a mi siervo el Renuevo” (Zc 3,8). Es como si, frente a la crisis de un mundo, el nuestro –los profetas usarían para describirla una imagen que les gusta mucho, la de un tronco seco-, despuntase un signo de esperanza. Todo el peso del tronco seco no puede evitar que en medio del pueblo, humilde y frágil, despunte un renuevo, en el que está puesta la esperanza del futuro.
Pero hay un inconveniente: también nosotros, cuando vemos aparecer este renuevo –como los que estaban delante de aquel niño en Nazaret-, podemos decir escandalizados: “¿Es posible que algo tan efímero pueda ser la respuesta a nuestra espera de liberación?”. ¿De una realidad tan pequeña como la fe en Jesús puede venir la salvación? Nos parece imposible que toda nuestra esperanza dependa de nuestra adhesión a este signo tan frágil. La promesa de que, a partir de ese signo, se pueda reconstruir todo es motivo de escándalo. Sin embargo, algunos hombres como San Benito o San Francisco así lo hicieron: comenzaron a vivir perteneciendo a aquel renuevo que se había transmitido en el tiempo y en el espacio, la Iglesia. Y se convirtieron en protagonistas del pueblo y de la historia.
San Benito no afrontó de un modo exasperado el fin del imperio. No se quejó porque el mundo no fuera cristiano ni se lamentó porque todo se derrumbara. No se dedicó a acusar la inmoralidad de sus contemporáneos. Lo que hizo fue testimoniar a la gente de su tiempo una plenitud de vida, una satisfacción que atrajo a muchos. Y fue el albor de un mundo nuevo, pequeño si se quiere –comparado con el todo que se desmoronaba en todos sitios-, pero real. Aquel nuevo inicio fue tan concreto que la obra de San Benito y San Francisco ha durado siglos y ha transformado Europa, la ha humanizado.
“Él se ha mostrado. Él personalmente”, ha dicho Benedicto XVI hablando del Dios-con-nosotros. Y don Giussani: “Aquel hombre de hace dos mil años se oculta, se presenta, bajo el velo, bajo el aspecto de una humanidad diferente”, en un signo real que suscita el presentimiento de la vida que todos esperamos para no sucumbir a nuestro mal ni a la nada que avanza. Es la esperanza que anuncia la Navidad, por la que gritamos: “¡Ven, Señor Jesús!”.
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