Fragmentos de una conversación entre Juan José Gómez Cadenas, físico y escritor, y Guadalupe Arbona, profesora de literatura y escritora, en Encuentro Castellón
Guadalupe Arbona– Hace unos meses, en el Meeting de Rímini, recordaste una noche en Japón, estabas allí trabajando, acababas de cumplir 44 años, con una niña de cuatro años y otro recién nacido; acababa de morir tu amigo Paco Salinas con 50 años. Esa noche te diste cuenta de que la tristeza no la puedes controlar y tú te habías hecho físico para “controlar” la realidad. ¿Cómo se pasa del afán consolador de la ciencia a esa dramaticidad, de estar siempre delante de una indefensión, digamos, de una herida?
Juan José G. Cadenas– Lo relevante de esa historia particular es que en ese momento yo tenía que procesar sentimientos extremadamente contradictorios. Paco Salinas era una persona a la que yo me agarraba, un poco como un hogar, una de esas amistades que no necesitan verse todos los días para saber que existe un hilo que te une… su muerte me dejó frito. Y a la vez mi hijo recién nacido y yo intentando dar sentido a aquella cosita tan pequeña y a mi niña de cuatro años. Todo de golpe. En ese momento me pongo a escribir y utilizo los neutrinos como elemento poético: me imagino el gran detector de neutrinos en el que estaba trabajando en Japón como un bebé. Yo me imaginaba en ese momento tratando de darle sentido y empiezo a construir dando sentido a lo que la ciencia dice, no niego lo que la ciencia dice. Estaba trabajando con un gran detector, en Japón, en la oscuridad absoluta. De vez en cuando pasaba un neutrino como una chispita de luz que el detector identifica. Imaginaba el detector como un niño ciego y lo único que ve de vez en cuando es una chispita. Esos neutrinos que son como chispitas son el equivalente al amor humano que para mí tuvo un efecto de consolación en el sentido de que, por naturaleza o convicción, no soy una persona que pueda referirme a la existencia de una divinidad revelada, enfrentarme a estas cosas es difícil. Pero tampoco soy capaz de caer en el nihilismo, y entonces buscas una solución que tiene que estar en algún lado y para mí la solución siempre ha estado en la visión poética del mundo, donde esa visión intenta crear metáforas que dejen un espacio de percepción, con la famosa palabra que a mí no me gustaba y que me descubrió G. y compañía: misterio. Realmente hasta ese momento nunca había jugado con el misterio, con el misterio de la vida humana, con el misterio que encierra el hecho de que estemos aquí y no entender del todo por qué estamos aquí. Esa era la primera vez.
En 2017 diste una lección sobre lo que te maravillaba del mundo y las preguntas que te planteaba ese estupor, abordabas cuatro realidades y sobre ellas formulabas cuatro preguntas. «¿Por qué hay 100 millones de estrellas en una galaxia y 100 millones de galaxias en el universo? El Dios de lo visible creó un cosmos gigantesco, sobrecogedor, que nos pone en nuestro sitio nada más alzar la vista a las estrellas. Yo no creo en este Dios, ¿pero entonces por qué tanta inmensidad? (…) ¿Por qué por tu uña pasan cada segundo 100 billones de neutrinos? El Dios de lo invisible creó esas partículas minúsculas, pedacitos de casi nada, ángeles o fantasmas a los que he dedicado toda mi carrera. Si el Dios de lo invisible no los hubiera creado, no existiría el universo. Yo no creo en ese Dios, ¿pero entonces por qué tanta sutilidad? (…) ¿Por qué 100 billones de neuronas convierten al cerebro en la maquina más prodigiosa del mundo? El Dios de lo complejo creó esa máquina que percibe el universo y se asombra ante todo lo visible y lo invisible. Yo no creo en este Dios, ¿pero entonces por qué percibo tanta belleza? (…) ¿Por qué 100 millones o aproximadamente la suma de todos los vivos y todos los muertos, todos nosotros, el Dios redentor anota cada una de las almas que han pasado por este planeta? Si somos solo sombras que pasamos, ¿por qué tanto amor?».
Las preguntas de ese texto son muy acertadas porque realmente resumen mi situación frente a la vida y creo que la situación de cualquiera que tenga los ojos abiertos. Tú cuando ves el universo dices: este universo gigantesco no lo necesitaba, y si no te haces preguntas te da igual, todo queda ahí. ¿Pero por qué tiene ese tamaño descomunal? ¿Y por qué 100 millones de estrellas? ¡Tengo que saber esto! ¿Por qué me asombra tanto? ¿Para qué todo esto? Y esa pregunta se repite una y otra vez. No hay forma de que te escapes de ahí. Lo que quería decir es que, si la razón quiere insistir en no creer en Dios, la misma razón vista de otro ángulo te dice: eh, ¿y cuál es tu respuesta a todo esto? La razón me mete en un callejón sin salida, me lanza al extremo de un abismo y me deja solo, me pone en una cuerda floja y me dice: apáñatelas. Me llena de angustia y no me da respuestas. Pero bendita sea la razón que me hace todo eso porque esa es la razón que me hace estar vivo. Yo no quiero vivir una vida en la que me sienta cómodamente, encantadamente feliz con respuestas que otros han dado por mí.
¿Me dejas que te interrumpa?
Sí.
Lo prodigioso de ese texto es la conciencia que tienes.
Incluso más.
La pregunta.
Exacto. Es la pregunta.
Fantástico porque yo, al menos como cristiana, agradezco muchísimo precisamente esta pregunta tuya y este límite de la razón que reconoces, porque tú ya has llegado a ese punto donde la razón lleva más allá porque el hombre religioso pensante es el que hace todo este recorrido de la razón y en el vértice dice: hay un creador. No para tranquilizarme, por eso digo que bendita incomodidad y benditas tus preguntas que precisamente nos sacan de la tranquilidad. Yo necesito de tu manera de preguntarte precisamente para salir de mi zona de confort, que es lo que has dicho desde el principio. Y para no conformarme con las cosas que ya sé, sino que mi razón sea precisamente esa fuerza, ese chorro, como el chorro del lago de Ginebra –el Jet d’Eau, que tan bien conoces– que sube hasta el infinito. Y las preguntas en cierto modo me parece que pueden ser… que son la huella existencial de algo que no nos deja tranquilos, ni a ti ni a mí.
Lo que a mí me gusta de mis amigos es que son muy preguntones y se preguntan, y el ejercicio de preguntarnos juntos es un ejercicio intelectualmente satisfactorio y moralmente necesario. En la vida de cada día, uno está trabajando y no piensa, tiende a embrutecerse, y sin embargo todo lo que me ha pasado, estoy seguro, es que sales una mañana de casa y la luz de la primavera en una mañana especial hace que te acuerdes de cuando tus hijos tenían cuatro años y hay algo ahí rarísimo que se abre bajo tus pies literalmente, y te caerías en el abismo, pero al mismo tiempo algo te tiende un puente… todo eso puede ser. No sé qué es, pero buscar el equilibrio entre lo que sé y lo que no sé es lo que creo que me mantiene lúcido.
Te veo siempre en marcha, en acción, buscando las razones de las cosas, es algo verdaderamente admirable. Lo que siempre me ha sorprendido en ti es que tu atención no deja nunca de estar en marcha, cuando generalmente veo que la atención decae, me adecuo a las cuatro cosas que conozco, me aburgueso… y sin embargo tú siempre estás con los ojos abiertos de par en par, intentando buscar la verdad que hay en cada cosa. ¿De dónde nace esa mirada?
Hay dos cosas. Yo era un niño solitario, muy solitario. Mi padre era marino y cada cinco años cambiaba de destino y por tanto mi niñez fue danzando de un puerto a otro. Como niño solitario hacía dos cosas: leía y miraba. Leía todo lo que caía en mis manos y miraba. La otra clave son mis hijos. Si no hubiera tenido hijos no habría sido nada de lo que soy. Para mí hay como dos etapas en mi vida: antes de tener hijos y a partir del momento en que llegan mis hijos, que yo me empiezo a definir como persona de verdad. Mis hijos me obligan a pensar, a crear, a mirar y a ver las cosas con sus ojos desde que nacieron. Tener a mi hija primero y a mi hijo después, en la cuna, intentar entender qué era aquello. Una simple anécdota: cuando Irene tenía unos dos años, me invitaron a mí y a mi mujer a una conferencia a Venecia y allá que nos fuimos. Yo iba por Venecia pensando «yo soy el padre de esta niña, ¿qué os parece?», y con la sensación de que toda Venecia decía: «¡oh, oh, oh! Aquí está pasando el padre». Y luego me dije: «pero si esto le pasa a todo el mundo». Alguien que me lo explique porque ese sentimiento es real. Es real. Me pasaba a mí. El mundo lo redescubres, es nuevo otra vez. Cuando tienes hijos hay este potencial de esperanza que se levanta y entonces tus ojos se levantan como un zarandillo.
Es estupendo porque por un lado es la educación en el mirar y leer y, por otro lado, lo que cuentas de tu hija en Venecia: es el método natural de la preferencia. Tu hija es la mejor y eso también es una dinámica del conocimiento, ¿no? Que a cada uno se nos ha dado una parte de la realidad, a ti los neutrinos, a mí la literatura, pero se te da un ámbito, un terreno concreto para descubrir, para maravillarte de él.
Una percepción inmediata.
Sí, pero que sigue siendo particular, ¿entiendes lo que quiero decir? Tu hija, tú sacabas pecho porque Venecia se tenía que morir de envidia al verte con tu hija.
Y a la vez la sensación de darte cuenta de que es un sentimiento universal.
Exacto.
Ahí es donde captas algo que se te escaparía de otra manera. Por un lado, como tú dices, tú has sido beneficiado, los ángeles te han bajado a esta niña para ti, ¡es toda tuya! Y a la vez darte cuenta de que eso es verdad y también es verdad que todos los hombres y mujeres del mundo que se han parado a pensar cuando han tenido una hija y han estado paseando con ella lo han notado, ¡han sentido lo mismo! Esa universalidad de lo especial es eternamente inexplicable y te obliga otra vez, te mete en directo en el espacio del misterio sobrecogedor. No encuentro otros términos más adecuados.
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