Cuando estaba en mi pueblo sufría mucho, hasta mi cuerpo olía mal. Pero el Señor me trajo aquí, a Kampala, donde conocí a Rose en el Meeting Point International, y encontrarme con ella me cambió la vida. Ya no soy la misma de antes, cuando me miraba y me daban ganas de llorar, no podía parar, ni siquiera tenía ganas de hablar. Todos me preguntaban qué me pasaba y les decía que no lo sabía. Me engañaba a mí misma diciendo que alguien me había echado mal de ojo, pero uno también se puede morir a fuerza de pensar lo desgraciado que es. Y yo lo estaba perdiendo todo. Hasta la esperanza. Con Rose volví a encontrarme conmigo misma y empecé a esperar de nuevo. Me di cuenta de que yo tenía un valor que era más grande que cualquier cosa que pudiera poseer.
Tengo un pequeño puesto donde vendo cassava (yuca, ndr) frita, pero yo no solo soy eso, la cassava no lo es todo para mí. Yo soy Sarah, no la cassava que vendo… Un día, estando en el Meeting Point con otras mujeres, la policía destruyó mi casa. Cuando volví mis hijos me dijeron: «Mamá, no nos queda nada, se han llevado hasta la cassava...». Yo les respondí: «Nosotros no somos nuestra casa, ni la cassava que vendemos». Poco a poco logré retomar la actividad. Pero por poco tiempo. Llegaron unos ladrones que se volvieron a llevar todo lo que tenía. Estaba triste, dolida. Pero no perdí la esperanza porque lo que sucede hoy es de hoy, mañana será otra cosa. Y hay que volver a empezar, no rendirse, porque estamos hechos para ser felices. Aunque, como me pasó a los pocos días, te atraquen para quitarte el teléfono. Un teléfono que funcionaba regular, que estaba medio roto. Ellos pensaban que era bueno: «pues que se lo lleven», pensé. No pedí ayuda. Se fueron con ese teléfono que no valía nada. «Yo conservo todo mi valor». Ahora, aunque estoy afrontando una situación complicada, no tengo miedo. Estoy aquí con vosotros y me mantengo aferrada a mi corazón.
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