Conocí a Sara de forma “casual” el 7 de julio de 2018 en el cumpleaños de un amigo. Al principio no lo sabía, pero ella padecía una enfermedad hereditaria, fibrosis quística. Solamente en dos ocasiones pude verla fuera del hospital, el día que la conocí y meses más tarde en una fiesta de fin de año. El resto de nuestra relación de amistad se desarrolló entre las cuatro paredes de la habitación de un hospital.
La primera vez que fui a visitarla, las dos nos encontrábamos un poco incómodas. Teniendo en cuenta que, salvo aquellas dos veces que nos habíamos encontrado y algunos mensajes intercambiados, no teníamos ningún otro tipo de relación. Ella me miraba tímidamente y apenas pronunciaba palabra, mientras que yo, nerviosa, trataba de llenar los silencios con alguna broma. Al salir del hospital, me preguntaba: «pero, ¿qué estoy haciendo yo aquí?». Con el tiempo, se fue desvelando la respuesta.
Quizás, en un principio, fue la compasión que sentí lo que me hizo acercarme a ella; sin embargo, a medida que fue evolucionando nuestra relación, me iba dando cuenta de que había algo más que me hacía querer volver a esa habitación cada vez que la visitaba, incluso viéndola en las peores condiciones.
Cuando la conocí, sabía que era católica y que pertenecía a un movimiento, yo por el contrario me declaraba agnóstica. Para mí, la palabra Cristo no tenía ningún interés ni significado porque formaba parte de un cuento creado para censurar la búsqueda de la verdad, por lo que, cada vez que lo mencionaba, pensaba para mí: «pobrecita, vive engañada». Asimismo, me generaba cierto desconcierto cada vez que trataba de explicar que la alegría que sentía, incluso estando en una situación tan crítica como en la que se encontraba, no era generada por ella misma, sino por Alguien, que ella no se daba nada, sino que todo le era dado, y de nuevo pensaba: «pobrecita, dada la situación en la que está, es normal que trate de aferrarse a algo». No dudaba de su fe, estaba segura de que para ella había un Dios, pero simplemente me parecía que era consecuencia de una necesidad de consuelo.
Pero esa creencia mía se iba tambaleando a medida que observaba. Me sorprendía el hecho de que, a pesar de tener los dos pulmones y tracto digestivo afectados, ella siempre sonreía cuando yo o alguno de sus amigos íbamos a visitarla. A pesar de lo mal que pudiese estar, siempre tenía fuerzas y ganas de pasar tiempo con las personas que quería. A pesar de todo el dolor que tenía día a día, de las desilusiones que sufría porque se le alargaba el proceso de alta o volvía a estar ingresada en la uvi, cada noche me escribía un listado de cosas que le habían sorprendido del día y por las que estaba agradecida.
Incluso en su lecho de muerte, le decía a su padre que no quería morir. ¿Cómo es esto posible? Alguien que está en una situación tan devastadora, y que a sabiendas de que le espera toda una vida llena de sufrimiento y malestar físico que cada vez iría a peor, ¿cómo es posible que siga teniendo deseos de vivir? Para Sara, Cristo era la respuesta. Me insistía mucho en que nada de lo que sucedía era casualidad, en palabras de ella: «todo es por y para algo. El problema es que buscamos hasta debajo de las piedras, pero la respuesta está delante de nosotros y no sabemos interpretarla».
Muchas personas se sentían agradecidas porque acompañaba a Sara, pero la que estaba agradecida era yo. Jamás alguien, con tan solo mirarme, me había hecho sentirme tan querida. Siempre había recibido mucho cariño y amor por parte de mi familia y amigos, pero lo que experimenté con ella tenía otra magnitud, que cada vez que trato de expresar me encuentro con el límite de las palabras. Era una conexión inexplicable, muy bonita, ¡la esencia del amor en sí mismo! Sin juzgar, sin pretensiones, de manera completamente desinteresada. Ella me aseguraba: «¡es Cristo que pasa a través de nosotras! Yo no hago nada».
Disfruté mucho de la amistad con Sara, de las visitas en el hospital, de las video-llamadas durante las horas de las comidas o hasta las tantas de la madrugada, así como de las conversaciones que teníamos, desde las más banales hasta las más existencialistas. Quizás tengo la memoria un poco nublada, pero no recuerdo en ningún momento sentir tristeza o pena. Naturalmente había preocupación, sobre todo en los momentos más críticos. Sin embargo, siempre predominaba la alegría por verla y la gratitud por tener a alguien que me daba tanto amor. En su momento no lo entendí, pero ahora puedo afirmar con certeza que a través de Sara, de esa mirada que tanto me transmitía, vi por primera vez el rostro de Cristo.
El 9 de julio de 2019 tuve que enfrentarme personalmente con algo que siempre me había generado ansiedad y miedo. Para mí, la muerte era lo peor que le podía pasar a alguien y no comprendía por qué teníamos que morir, ya que tras esta llegaba el fin de la vida y todo lo que se había logrado quedaba reducido en la nada más absoluta. Sin embargo, me encontré con la sorpresa de que no podía tildar de “sinsentido” la muerte de Sara, porque ello implicaría también quitarle el propio sentido de su vida, y ¿cómo quitarle el sentido a una persona que supuso tanto para mí y generó tanto en los demás?
¿Por qué Sara tuvo que morir y por qué tuvo que sufrir por esa enfermedad? No lo sé, y probablemente nunca pueda contestar estas preguntas. Pero sí sé que ella se fiaba, confiaba en el “por qué y para qué”, y tenía la certeza de que Él estaba ahí, presente, a su lado, acompañándola a través de todos nosotros. Me decía con mucha convicción: «Algún día llegará la respuesta. No hay que entender ahora las cosas, solo fiarte y seguir». Y así fue que, a pesar de la resistencia, las idas y venidas, las numerosas preguntas sin respuestas y las dudas persistentes, finalmente decidí confiar y dar el paso de bautizarme el 19 de febrero de 2023.
La existencia de Sara me enseñó que cuando uno se deja acompañar la vida se hace más grande y que por mucho que me negaba a aceptarlo en un principio, uno no se basta a sí mismo. Su muerte ha generado el nacimiento de una nueva vida, la mía como católica y una lista enorme de amigos que ya se han convertido en un “para siempre”.
Sé que no tiene mucha calidad la foto, pero es mi foto favorita de ella porque ahí me es muy obvio ver esa mirada de la que siempre hablo, en la que siento que se condensa un amor infinito. Se la saqué una de las veces que hicimos video-llamada. Yo llegué tarde a casa y le escribí un mensaje para ver si seguía despierta y así poder hablar. Al cabo de un rato, me contestó y me llamó. Se había dormido (teniendo en cuenta que casi era la una), pero el mensaje la despertó y armó una gran escena luchando con los cables, la máscara que empleaba para dormir y las luces de la habitación para hablar conmigo unos minutos.
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