En el quinto mes de embarazo de su tercera hija, un diagnóstico anunció un cambio de vida. «Nunca habríamos elegido estos derroteros, pero tampoco cambiaríamos nada de lo que hemos vivido»
La vida de nuestra hija ha sido un verdadero regalo y no sentimos unos privilegiados por haber podido cuidarla estos casi 18 años. Ha sido un camino misterioso, con momentos muy bellos y también muy duros, que nos han hecho madurar y crecer en la fe. Sin duda nunca habríamos elegido que nuestra vida fuera por estos derroteros, pero tampoco cambiaríamos nada de lo que hemos vivido con ella.
Teníamos dos hijos pequeños y una vida bastante acomodada cuando llegó un nuevo embarazo. Ante la noticia de la malformación de la niña en el quinto mes de gestación comenzó un camino intenso lleno de preguntas. Junto al dolor y al miedo, aparecieron en nuestra mente los rostros de amigos que habían pasado por situaciones dramáticas y había sido un bien para ellos. Entonces se abría para nosotros una hipótesis a verificar. Y deseábamos que esta circunstancia se convirtiera en un bien para nosotros y para el mundo.
Tras el diagnóstico definitivo, nuestro mayor deseo era verle la cara, bautizarla y acompañarla en su vida el tiempo que el Señor permitiera. Y ciertamente lo que se nos ha dado es mucho más de lo que hubiéramos podido imaginar entonces.
Las inquietudes que teníamos antes de que naciera sobre cómo cuidarla y cómo sería nuestra vida se fueron aclarando cuando nació, porque ella estaba ahí, y entonces bastaba con responder en cada momento a lo que iba sucediendo. Desde los primeros meses, cada día era un regalo, aprendiendo a conocerla, sorprendidos de que estuviera con nosotros y agradecidos de poder cuidarla. En la pertenencia al movimiento de CL hemos aprendido a mirarla a ella como un don y a ver en la circunstancia misteriosa de su vida la llamada que un Tú nos dirigía personalmente, y como familia, para colaborar en su misión y cumplir así nuestras vidas. Ella tiene el mismo destino que nosotros, ha sido preferida y está hecha para la felicidad y la eternidad. A nosotros nos ha elegido como padres.
Ha sido un camino de dependencia y petición. Hemos podido aprender a quererla, a abrazarla a ella y a su sufrimiento, y el nuestro. Su padre, Javier, cuenta con ocasión del primer ingreso en el que estuvo muy malita cómo cambió su mirada: «Comencé a intuir que solo se hace experiencia en las circunstancias si se abrazan por completo, no intentando abrazarlas parcialmente como había pretendido, porque la estaba queriendo a ella sin sus problemas. Su positividad no consiste en que tenga una cara amable, sino en el hecho de que existe, es, me es dada. Lo único que tenemos que hacer es mantener un diálogo con un Tú que nos la da».
Además, descubrimos que nuestra hija lo era de alguna manera también de este pueblo al que pertenecemos por el encuentro con el carisma de don Giussani. Se hacían turnos en el hospital de forma que pudiéramos atender a nuestros otros dos hijos pequeños, dos amigas venían a casa a estar con ella una tarde al mes para que pudiéramos despejarnos un poco, nuestras amigas doctoras que nos aconsejaron en sus distintas etapas, la cercanía y el cuidado de tantos y tantos amigos, el continuo sostén en la oración sobre todo cada vez que sufría una operación o tenía un episodio delicado… Gracias a ella hemos conocido a muchas personas y hemos podido experimentar la comunión de verdad.
Desde pequeña María fue al centro Bobath, de atención integral al daño cerebral, donde su directora, una gran mujer, con una mirada muy humana nos introdujo en el mundo de la discapacidad, y ha sido siempre una referencia a la hora de tomar ciertas decisiones. Nos hemos sentido muy acompañados por todos los que la trataron. Vivíamos en una continua vigilancia, conscientes de que su fragilidad era total y en cualquier momento podría sobrevenir una situación irreversible, pero dentro de una relativa normalidad familiar y una paz interior que no podía venir de nosotros mismos. A veces, en el ritmo ajetreado de nuestra vida, por la tarde en casa nos sorprendía que, después de haberla dejado en su silla mientras hacíamos nuestras tareas, cuando por fin le hacíamos caso nos respondía con la mejor de sus sonrisas. Estaba siempre agradecida y eso lo contagiaba.
Ha sido una presencia silenciosa, pero su silencio era muy elocuente porque nos introducía en un diálogo con el Misterio.
Después de una operación de cadera, verla inmóvil y sufriente con la escayola en su cuarto era como entrar en un santuario. Contemplarla en silencio era una verdadera oración.
A los 12 años comenzaron a aumentar las dificultades respiratorias y se fue produciendo un deterioro de su situación general. Los ingresos aumentaban y durante casi seis años la vimos decaer y deformarse progresivamente. Nuestra nueva casa, a la que nos habíamos mudado para poder atender mejor sus necesidades y las de toda la familia, se fue convirtiendo en una especie de hospital-monasterio. A las 7 el desayuno con la sonda, la medicación, los cambios de pañal, la comida, las terapias respiratorias… En todo esto había un orden bello, con la sensación de que todo estaba en el lugar adecuado. También disfrutábamos de los paseos, que le encantaban, y de sus risas cuando la silla pasaba por una zona mal asfaltada. O del momento del baño con música incluida y sus hermanos ayudando por allí.
Por otro lado, el haber tocado el límite, el suyo y el nuestro, de forma tan clara y en tantas ocasiones, ha servido para conocernos más profundamente. Somos pura necesidad, somos relación con. El sacrificio ha sido siempre para recibir un mayor Amor.
En esta época, un par de amigas nos venían hablando de los servicios de cuidados paliativos infantiles en el hospital Niño Jesús de Madrid. Ciertamente la espiral de ingresos y medidas extraordinarias iban dejando mella en María y también en toda la familia. Así que un día decidimos conocer a este equipo del que nos hablaban y quedamos impresionados por la humanidad de los profesionales y por la nueva vía que nos ofrecían. Básicamente, con un enfoque que miraba a la persona de forma global teniendo en cuenta toda su trayectoria vital, y el contexto y situación familiar, proponían cuidados que mantuvieran a María con el menor sufrimiento posible y el mayor grado de confort, siendo atendida en casa por un equipo mutidisciplinar tanto con controles periódicos rutinarios como cuando sucedían episodios urgentes, aliviando de esta forma su sufrimiento y la tensión que estas situaciones provocaban en todos. Así pudimos integrar mejor en la vida familiar sus tratamientos y terapias, con la tranquilidad que nos daba que todo fuera supervisado por los excelentes profesionales con quien tuvimos una relación de plena confianza. Además, esta circunstancia ha fortalecido nuestro matrimonio. «Señalo –dice Mª José– especialmente la unidad vivida con Javier en la tarea de sus cuidados. Recuerdo una noche a las 3 de la mañana, cambiándola a ella y toda la cama, en que mirándole caí en la cuenta de que la promesa de fidelidad que nos hicimos en el matrimonio se había cumplido (en la salud y en la enfermedad) y miré a Javier con una sorpresa y gratitud inmensas. Estaba contemplando al verdadero Javier».
María se fue al cielo un 19 de mayo, rodeada del cariño de su familia y de algunos amigos, en su hogar y escuchando cantos y oraciones. Unos minutos después de su fallecimiento, los sanitarios comentaron que profunda.
Los cuidados paliativos han sido realmente nuestros cireneos en la etapa final haciéndose cargo con delicadeza extraordinaria del último detalle, incluidos los preparativos del velatorio y entierro, y nuestra gratitud al equipo del Niño Jesús y a las amigas que con discreción nos lo propusieron es inmensa. Realmente hace falta una cultura de los cuidados paliativos en nuestra sociedad porque la muerte forma parte de la vida y hay formas más humanas de vivirla.
En esos momentos tan especiales asistimos a un espectáculo de unidad entre nuestros familiares, amigos, médicos, compañeros de trabajo, culminando con la Eucaristía que fue un preludio del Paraíso. Entendimos que el centro de todo lo que allí sucedía no era María, ni éramos nosotros, sino que era la caridad de Dios con los hombres que se manifestaba en el signo de unidad que vivimos, y que va mucho más allá de la cercanía más inmediata. Los unos éramos para los otros testigos de su Presencia. Nos llegaron noticias de muchos corazones que fueron tocados y cambiados en esas horas. Esta unidad la experimentamos también en nuestras propias personas.
Ahora tenemos con ella una forma de relación diferente pero igualmente real, y se ha convertido en paradigma de todo lo demás. E intuimos que toda la vida transcurrirá en darnos cuenta de lo que nos ha sucedido.
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