Soy médico. La vida en los hospitales, como en la sociedad, ya muy deprisa. Según un estudio clásico americano, desde los años 70 hasta nuestros días, el número de médicos que ve a un paciente desde que ingresa desde Urgencias ha pasado de 2 a 17. Esto, que sucede por el alto nivel de especialización, tiene un peaje importante de despersonalización. A veces he intervenido a pacientes a los que he conocido minutos antes de la intervención, y esto es algo que me persigue y que no siempre consigo resolver.
Conforme pasa el tiempo, cada vez me interesan menos los nuevos derechos, los debates vacíos, y mucho menos la política. Me dedico a tratar de mejorar la vida de mis pacientes, porque tengo claro que no puedo salvarlos ni, en última instancia, en el plano material, ni mucho me-nos en el espiritual.
Comienzo la mañana en un comité de tumores, en el que surge una discusión acalorada sobre la conveniencia o no de administrar una quimioterapia agresiva a una mujer de 86 años sin solución posible, y sin garantías sólidas de poder mejorar la vida que le quede. Además de suponer una fortuna para el sistema sanitario, puede ser para esa mujer un sufrimiento mayor que el que el cáncer le va a infligir. Pero los oncólogos me miran con ese moralismo moderno que coloca al que lo practica en el bando de los justos, enviándote con la mirada al infierno de los genocidas. No obstante, ni por esta mirada rindo la libertad de decir lo que pienso cuando veo el encarnizamiento terapéutico que los protocolos, los múltiples profesionales que se relacionan con el paciente y la estructura sanitaria han desencadenado. No es infrecuente que el que presenta al paciente en el comité no lo conozca personalmente.
Entro a mi quirófano de endoscopia avanzada y trato de resolver, mejorar o paliar problemas serios a diferentes pacientes. La sucesión de ‘casos’ hace que uno tenga dificultades para no sentirse parte de una cadena de montaje, y por eso los miro a los ojos antes de que el anestesista actúe, y les pregunto en voz alta, para que todo el equipo los escuche, de dónde son, cuántos hijos tienen, si tienen miedo o están nerviosos… A veces, cuando la cosa se tuerce durante la intervención, la respuesta a esas preguntas me acosa, pero no puedo renunciar a ese reducto último de humanidad. No soy un mecánico, ni un operario. No necesito las tan de moda comisiones de ‘humanización’ porque esto debe ser algo intrínseco a mi vocación.
A última hora de la mañana, en una reunión con la unidad de Participación Ciudadana, sale el tema de la compleja burocracia de la ley de eutanasia. Todos los reunidos hablan de la pertinencia y conveniencia de la ley. Al borde de la náusea, afirmo quizá con cierto ardor, y puede que también con la ventaja del respeto que me tienen en el hospital, que no quiero ser convocado a reuniones en las que el planteamiento sea suicidar a pacientes, que soy médico, mi vocación es la de Hipócrates, «aliviar la enfermedad, curar cuando se pueda y consolar siempre». Aparece otra vez la misma mirada moralista, pero si algo tengo claro después de 25 años dedicado a la medicina es que la energía motriz del ser humano es la esperanza. Si algo tenemos que hacer por nuestros pacientes es acompañarlos en el sufrimiento, curarlos y llevarles una esperanza cierta, en la curación, en el alivio y también en un horizonte en el que el sufrimiento y la muerte no tienen la última palabra, y por eso transitarlos no es renunciar a nada, porque la Esperanza no se agota con la muerte, y vence a la desesperación. En los hospitales necesitamos menos ‘profesionales’ y más médicos, más enfermeras, más Personas. Necesitamos reaprender a acompañar, a mirar a los ojos, a consolar. Necesito reconocer cada día al que me puso, hace muchos años, esta vocación en el corazón, el que es la Esperanza: «Curad a los enfermos» (Mt 10, 8). Porque soy médico.
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