Fragmentos de la homilía de Ignacio Carbajosa tras la muerte de su padre (Madrid, 6 de marzo de 2024)
Creo que todos nos hemos preguntado en algún momento, tal vez ante un familia cercano, ¿por qué este último decaer (penoso) de la vida, en la ancianidad? ¿Qué sentido tiene un sufrimiento como este? A nosotros (a mis hermanos y a mí) se nos han impuesto algunas cosas que tenemos que reconocer y de las que estamos profundamente agradecidos. ¿Quién nos iba a decir hace años que en esta etapa final íbamos a acariciar a mi padre como lo hemos hecho en este tiempo? ¿Quién nos iba a decir que lo que él hizo con nosotros cuando éramos niños (¡todo lo que se le hace a un niño!), se lo íbamos a hacer a nuestro padre, con ternura, con caricias continuas? Era algo impensable para nosotros. Hemos recuperado a este hombre que es nuestro padre para nuestra biografía personal. Lo hemos conocido de uno modo íntimo. Ni en el mejor de los guiones podíamos habernos imaginado un final como el que ha tenido: toda la familia reunida alrededor de su cama en el hospital, asistiendo al sacramento de la unción y estando delante de él durante una hora y media, contado sus últimas respiraciones, acompañándole, acariciándole, hablándole, hasta el final.
En estos últimos años mi padre ha sido misteriosamente –siempre pongo delante este adverbio– incorporado a la cruz de Cristo. Él que era un hombre que siempre había estado interesado en la política, que hizo sus pinitos en la vida política universitaria, y más adelante nacional, no podía imaginar que iba a ser incorporado a otra política, a la política de hacerse cargo del mundo entero. Porque cuando uno sufre, únicamente lo puede hacer con un último significado si mira el acontecimiento histórico de la cruz de Cristo: la salvación del género humano, la salvación del mundo, la salvación del mal que vemos, de las guerras, del odio de las personas, del mal propio, esta salvación ha venido a través de la cruz. Solo mirando la cruz podemos abrirnos a este misterio. Jesús le dice al ladrón que sufría con él en la cruz: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Hay una puerta de entrada al paraíso que es la de la cruz, la del sufrimiento, el sufrimiento que es ofrecido, el sufrimiento que es consciente.
Del pesebre a la cruz, de la cruz al paraíso. Solo se desvela el misterio último de la vida (que para nuestra generación es más problemático y obtuso que para la de mi padre) en este acontecimiento histórico: el nacimiento, la pasión y la muerte de Cristo. Es solo la fe, en la compañía de la Iglesia, la que permite leer lo que sucede y la que permite –no se puede hacer trampas en estos momentos– una misteriosa alegría y certeza aun delante del decaer penoso de una vida. En estos últimos años, ¡cuánto he mirado a mi padre, cuánto he contemplado su humanidad, cuánto la he adorado y la he contempla-do en silencio! ¡Cuánto he contemplado en mi padre el misterio del ser humano que vibra con este latido: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti» (San Agustín)! Solo mirando a Jesús, y mirándole crucificado, se aclara definitivamente la vida y la muerte, hasta hacer posible de un modo misterioso –siempre es misteriosa la muerte de un ser querido– una última alegría, un gozo, una paz sostenida porque él, mi padre, ha alcanzado ya verdaderamente su destino. Nosotros queremos también hacer este camino de fe que nos hace entender el mundo y nos permite acompañar la vida de nuestros seres queridos.
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