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Huellas N.04, Abril 2024

PRIMER PLANO

El hermano mayor Alzheimer

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Una enfermedad que tiene mucho de condena también ha sido la ocasión de volver a acercarse a su padre «disfrutando de su sencilla presencia día a día, en una modalidad que yo no había conocido antes»

Recientemente murió nuestro padre. Pertenecía a esa generación tradicional donde la vida consistía, fundamentalmente, en sacarla adelante con esfuerzo y trabajo. En esa generación la autoridad era un dato incontrovertible, real, que se hacía respetar y acoger aun en los casos en que hubiera posiciones más razonables a la vista. Esta educación, lejos de haber sido una maldición, nos ha servido para caer en la cuenta de que dejarse llevar de modo instintivo por lo deseable –y aparentemente razonable– muchas veces no es el buen camino. La ascesis y el sacrificio de uno mismo abren a un espectáculo: la maravilla de la presencia de Dios, de Algo-más-grande que uno mismo para lo que está hecho todo corazón humano. Por esto no puedo menos que estar agradecido a esta educación, mal llamada tantas veces “autoritaria”. Nuestro padre tenía un temperamento y una voz muy fuerte. No era de trato fácil e inmediato. Acercarse a él costaba. Cuando empezó a dar síntomas del Alzheimer, la situación dio un vuelco de 180 grados. Se fue haciendo totalmente accesible a medida que avanzaba la enfermedad. Esta enfermedad tiene muchas desventajas –tengo amigos que no lo ven para nada como una buena forma de morir– pero tiene una ventaja mayúscula: te permite despedirte progresivamente de la persona día a día, no de manera abrupta y accidental, sino lenta y parsimoniosamente, disfrutando de su sencilla presencia día a día. Como si de un muñeco de goma se tratase, en una modalidad que yo no había conocido antes, no cesamos de darle abrazos, le agarraba de la mano mientras paseábamos y cuando le ordenabas, cada dos por tres, que te diera un beso, lo hacía siempre riéndose.
Hay una petición tradicional, recogida en la letanía de los santos que dice así: «A subitanea et improvisa morte, libera nos, Domine – De la muerte súbita e imprevista, líbranos, Señor». Hasta para morir fue el padre tradicional. Después de estar en lucha denodada en medio de las vicisitudes de este mundo, acabó la vida como un niño, asistido para todo. ¿No es acaso una bendición, una preparación para el momento final, una educación a dejarse ir? Estar con un ser querido así permite hacer memoria de este Domini, Señor de la vida, como si se tratase de un perfume exquisito cuyo aroma te acompaña a lo largo del día. 
No nos hemos dejado nada en el tintero, ninguna reserva o algo que nos carcoma el corazón. El mal, que sin duda también se comete en el ámbito familiar, lo hemos visto quemarse y evaporarse gracias a la ternura que inspiraba el padre con el hermano Alzheimer en los últimos años.
En un principio pensé que sacrificar las mañanas de los domingos para acompañar a mi padre iba a ser algo costoso y fatigoso pero se convirtió, sin duda ninguna, en uno de los momentos más bonitos de la semana. ¡Qué gusto poder caminar cada vez más lento, cantar las pocas canciones de misa que le quedaban en la mente hasta casi su muerte! Era tanta la ternura que expedía mi padre junto con el hermano Alzheimer que algunos de mis amigos empezaron a acompañarme los domingos por la mañana en el paseo y la celebración de la eucaristía. La escena que tengo grabada en la mente, antes de ingresarlo por neumonía, es en el sillón de casa, el día de Reyes. Su mirada se asemejaba a la de un niño en el país que toda alma sueña. Ya en el hospital, donde parecía los primeros días que tiraba adelante, he sido testigo, por primera vez en mi vida, de cómo mis hermanas le decían a su padre  lo mucho que le querían. En una familia tradicional como la nuestra exteriorizar los sentimientos no se destilaba, era mejor reservarlos para adentro. Este imprevisto fue un reclamo, de nuevo, al gran Imprevisto, a la Belleza, a la Ternura que nos acompañaba de modo discreto y potente.
Unos días antes de que muriese afirmé frente a mi familia, algo temeroso, que el padre nos había dado ya todo lo que tenía que darnos. En especial, los últimos años de bendita enfermedad en los que tanto habíamos disfrutado de él. Concluí que había cumplido a la grande su vida. Rápidamente mi madre y mis hermanas asintieron. Era evidente. Ahora tocaba, con mucha paz de corazón, dejarle partir a la gran casa del Padre.
Tal vez fuera profético que algunos días antes de su muerte, en un momento de frescura y lucidez increíble que no se puede entender si no es por la gracia del Creador, andando por el pasillo de casa se parara en seco y le dijera a Cuchi, la persona que lo cuidaba: «¿Sagrado Corazón de Jesús?». Y ella respondió: «En vos confío».
¡Qué fiesta de lo humano el tanatorio y funeral! ¡Qué sobreabundancia! Ríos de gente que apenas podía saludar, la sorpresa de rostros a los que hacía tiempo que no veía, otros con los que apenas tenía relación e incluso algunos hacia los que sentía cierta antipatía. ¡Qué sorpresa! ¡Qué potencia tienen los hechos incontestables! Nos recuerdan que la vida que tenemos entre manos es de la misma naturaleza y por eso qué educativo y bonito este momento. «¡Qué bien hecha está la vida!», me repetía constantemente los días de funeral.
Me he dado cuenta de que tengo una familia de fe. En el funeral muchos amigos nos lo han comentado: «en casa de los Alba siempre se ha respirado la fe». Y lo hemos verificado los últimos días de vida del pater familias. Saber vivir con fe, dejando espacio en el día a día a Dios –alguien más grande que uno mismo–, se nota cuando llegan los momentos más comprometidos de la vida. Queda cero de nostalgia. Predomina paz, alegría y serenidad profunda que es lo que resuma la foto del recordatorio.
Una vida cumplida. La vida está bien hecha.
Bendita vida, bendito Alzheimer, bendito Dios

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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