Cristiano Ferrario es oncólogo en Montreal, Canadá, el país del mundo con más solicitudes de eutanasia y suicidio asistido. Pero su trabajo le muestra que el problema «no es no morir, sino vivir»
«Mi trabajo es precioso porque me ayuda a seguir vivo». Las palabras de Cristiano Ferrario, 45 años, oncólogo en el Hospital General Jewish de Montreal, son una sorpresa. En el hospital le conocen por su risa sonora que de vez en cuando sale del despacho donde pasa consulta a sus pacientes, aunque suele dar malas noticias y tratamientos duros. Pero ante la angustia de las fases terminales, su trabajo no le asusta. La gente le pregunta cómo hace, al final de la jornada, para apartar todo ese dolor. «Fácil. No lo aparto. Llevo conmigo a los enfermos, sus preguntas y sufrimiento: en mis silencios, en mis conversaciones con amigos, en las cosas que hago. Dejo que me sigan interrogando. Mantener abierta mi herida es una gran ayuda para vivir».
Ser médico en Canadá se ha convertido en algo así como moverse en un cruce lleno de opciones desde que en 2016 la ley permitió el acceso a la eutanasia y al suicidio asistido a personas cuya muerte es «razonablemente previsible». Tras la evaluación de una comisión de dos médicos, el paciente que lo haya pedido, si cumple todos los requisitos, tiene acceso al Maid (Medical assistance in dying – asistencia médica para morir) en unos días. En 2023 la norma se amplió también a personas con enfermedades mentales, englobando de hecho en esa categoría a cualquiera que se encuentre en una situación de especial vulnerabilidad: indigentes, discapacitados, drogo-dependientes. «Siete de cada cien decesos proceden del Maid –cuenta Cristiano–. Son cifras que dan idea de un fenómeno endémico, que ya se ha incorporado al ADN de este país. Somos los primeros del mundo, por delante de Bélgica y Holanda».
El tiempo que pasa desde la solicitud hasta la ejecución es breve, suele ser inferior al plazo necesario para que un paciente tenga acceso al servicio de cuidados paliativos. «Para mí fue un shock lo que vi con un paciente que estaba esperando el Maid. Se pasó los últimos cinco días de su vida encerrado en la habitación. No quiso ver a nadie, ni a su mujer, para que nada interfiriera en su decisión. Todavía hoy me pregunto lo que tuvo que sufrir para dejar de sufrir». Pero son muchos los que buscan un diálogo. Cristiano los recibe en sus visitas de seguimiento cada tres semanas. «Es un momento fundamental, nada accesorio. Se revisan las pruebas, se evalúa la situación general, pero también se ponen sobre la mesa todas las necesidades que plantea una situación así». Un día se presentó en la consulta una paciente acompañada de su marido. Ambos estaban muy ansiosos y apesadumbrados por la quimioterapia. Desde el punto de vista oncológico la situación iba bien, pero ella estaba deprimida y en sus pensamientos se insinuaba una duda. «Doctor, ¿merece la pena pasar por todo esto? No sé si tengo ganas de seguir. Mi marido tampoco puede más…». A Cristiano le sorprendió la pregunta y se lo dijo. «Pero si está respondiendo bien y la enfermedad le permite hacer muchas cosas. Hay un montón de cosas que todavía pueden hacerles felices». Hablaron mucho de cómo se desarrollaban sus jornadas, de sus hijos, de la casa. Luego Cristiano añadió: «Claro que las cosas han cambiado, pero hay que distanciarse un poco de todas esas imágenes de nosotros mismos que tenemos en la cabeza. No hay que pensar tanto en cómo éramos antes, sino en las cosas que la vida nos regala ahora». A veces asoma un brillo de asombro en los ojos de sus enfermos cuando habla con ellos. «Siempre los puedo acoger pensando que son unos pobrecillos a los que la suerte les ha jugado una mala pasada o bien puedo asombrarme porque están aquí y esperan verme para recorrer juntos un tramo de su camino».
Un fin de semana de guardia, la situación de un enfermo ingresado se complicó inesperadamente. Ferrario no conocía mucho su historia clínica y quiso hablar con su mujer y con el médico que llevaba su caso. Los mandó llamar pero, siendo judíos observantes, no respondieron al teléfono por estar en el shabbat. Hubo que enviar a un empleado a llamar a su puerta. Cuando por fin los tuvo delante, Cristiano les describió la situación. «Estoy muy preocupado…», empezó. La mujer lo interrumpió: «Doctor, no debe preocuparse, ya se preocupa Dios. Usted haga todo lo posible». Cristiano estaba inquieto. «Me encontraba ante una encrucijada. Tenía que valorar, pensando en el interés del paciente, hasta qué punto intentar mantenerlo con vida, y a qué precio». Le suministró antibióticos y calmantes, pero viendo la gravedad de la situación se preguntaba si merecía la pena ponerle respiración asistida. «Sentía vértigo. Te gustaría tener una certeza matemática, pero no la hay. Tienes protocolos y años de experiencia clínica, pero te das cuenta de todo el riesgo que corres en esa decisión. Solo puedes mirar cada detalle atentamente para entender lo que está pasando y lo que puedes hacer tú, como médico y como hombre».
Las horas fueron pasando y Cristiano compartía cada paso y cada idea con la mujer del enfermo. La situación de su marido se había agravado tan repentinamente que no había tenido tiempo de prepararse. «Tuve que hacer con ella lo que suelo hacer durante meses y meses de visitas, en los que nos preparamos para afrontar ese momento sin caer en sentimientos de culpa o reacciones instintivas». La mujer iba cambiando, pasando de una posición intervencionista a otra más flexible. Esa noche decidieron no intubarlo. «La existencia de Dios dejó de ser el axioma que nos obligaba a salvar esa vida por todos los medios, sino el dato que nos colocaba en la posición de desear conocer lo que le estaba pasando a ese hombre y ponernos a su servicio».
Ese es un “regalo” que hace casi siempre la enfermedad. «Nos arranca esa falsa impresión de tenerlo todo bajo control. Tanto que muchas veces, cuando la gente se cura del cáncer, después de toda la “batalla”, se derrumban porque no quieren volver a su vida de antes de la enfermedad, cuando todos sus esfuerzos se basaban en tener bajo control todos los aspectos de la vida. No quieren perder esa confianza con la que han aprendido a mirar las cosas, que les ha hecho sentirse libres, incluso en la enfermedad».
El primer diagnóstico de Sophie le llegó cuando solo tenía 27 años. Después de un tratamiento devastador, el tumor parecía haber remitido completamente. Pero al cabo de dos años volvió a ingresar por una recaída. Sophie se bloqueó, no quería volver a oír hablar del tratamiento. Aunque los médicos de la planta la animaban con datos y estadísticas, ella se sentía incapaz de volver a afrontar todo aquello: la pérdida del pelo, las náuseas, el agotamiento, la hinchazón por la cortisona. Los compañeros de Cristiano le pidieron que intentara convencerla. Era el día de Nochebuena cuando entró en su habitación. «Me presenté y nos pusimos a charlar. Por su ventana se veía la bellísima iglesia de San José, en lo alto de la colina del centro de la ciudad. Le dije que era afortunada por tener las vistas de la iglesia más bonita de los alrededores y ella me sonrió». Cristiano volvió a visitarla todos los días, a veces solo asomaba la cabeza o cruzaba un par de palabras con su madre. Hasta que un día fue ella la que replanteó la cuestión del tratamiento. «Quería entender las posibilidades que había y cuáles eran los efectos secundarios. Escuché sus miedos e intenté animarla. Le expliqué que si lo hacía podría volver a caminar. Para que se riera un poco le dije que si todo iba bien subiríamos juntos hasta la iglesia de San José aunque yo tendría que empezar a entrenar». Sophie decidió intentarlo. Funcionó y ahora está mejor. Al cabo de unos meses, Cristiano y ella subieron a la colina de Mountroyal. El cambio de Sophie sigue siendo algo inexplicable para él. «¿Por qué me dijiste que sí? En el fondo te propuse las mismas opciones que mi colega…». Ella no lo duda: «Porque cuando lo miraba a los ojos veía que no era feliz. No podía fiarme, tenía demasiado miedo. En el hospital radiografié a todos los médicos que vinieron a hablar conmigo, hasta que encontré a uno cuyo problema no era no morir, sino vivir».
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