Los debates científicos, éticos, legislativos y políticos fragmentan una de las cuestiones más dramáticas de nuestro tiempo, como es el “fin de la vida”, que solo se puede abordar mirando a la cara la experiencia única e irrepetible de cada enfermo, de su familia y de quienes lo cuidan. Una situación que no admite abstracciones, sobre todo cuando nos encontramos con alguien que pide que se ponga fin a tanto dolor.
«Tras el deseo de morir está la sensación de inutilidad, la imposibilidad de encontrar un significado al dolor», decía hace poco Davide Prosperi en una serie de encuentros con médicos, enfermeros y juristas que todos los días se enfrentan a situaciones así. «Las decisiones médicas, asistenciales y también jurídicas tocan la necesidad de la utilidad de la vida, a la que no pueden dar una respuesta completa. Cristo no nos evitó el desierto, se hizo compañero de camino en el desierto. Se trata de un juicio que se fundamenta en una tradición, una visión de la vida que somos responsables de saber ofrecer al hombre de hoy, dándole razones que partan de la experiencia».
Como fruto de un camino juntos, el Primer Plano describe con ejemplos concretos una presencia que se hace compañía a través de los que viven en primera persona situaciones de sufrimiento y enfermedad incurable. Una revolución, escondida casi siempre, que acontece cada día en casas y habitaciones de hospital, silenciosa pero capaz de quebrar cualquier ideología dispuesta a restar humanidad con tal de eliminar el sufrimiento. «Y eso es lo que deseamos en secreto –decía sorprendentemente el cardenal Ratzinger en 1978–. Sí, ser hombres es demasiado pesado. Pero Dios no actuó así. Él no nos ha quitado nuestra humanidad, sino que la comparte con nosotros».
El cuidado de la vida, del gran misterio de la persona, con toda su dignidad en cada momento, es lo único que puede dar espacio a ciertos interrogantes, a veces atroces, o a un silencio indecible y sagrado. ¿Qué es la libertad? ¿Cuál es el valor de la existencia? ¿Quién lo decide? ¿Qué significa honrar la vida? ¿Hasta dónde llegar? En el momento de la muerte, ¿todo acaba en nada?
Entrar en estas cuestiones tan delicadas que se abren en el ámbito del “derecho a morir” es ante todo responder al problema del significado de la vida. «La mayor dificultad que tiene el hombre es aceptar y reconocer la positividad de su vida –decía don Giussani–. Por eso la eutanasia es como un símbolo, el símbolo actual de la absoluta desesperación que gobierna toda la cultura humana (...). Un símbolo del planteamiento desesperante de la respuesta que el hombre da al vivir».
En estas páginas vemos a una paciente que, después de resistirse mucho, acaba aceptando un duro tratamiento cuando ve que se lo propone un médico para el que «el problema no era no morir, sino vivir». Vivir hasta el fondo, incluso en los últimos instantes, o en los más oscuros. Y poder adentrarse en el rostro de ese amor que nos da la vida y el aire que respiramos, en esa compañía originaria, más radical que cualquier soledad. Como decía el propio Giussani, ya gravemente enfermo, a quien le preguntaba si se sentía solo cuando sufría tanto: «Yo nunca estoy solo porque Cristo es el compañero indivisible de mi yo».
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