Cuando en un pueblo las palabras más serias e importantes de la vida - deseo de bien y felicidad -, que expresan aquello por lo que vale la pena vivir e incluso ofrecer la vida, se vacían reduciéndose a meras formas de hablar, es la señal de que ese pueblo se ha vuelto esclavo, esclavo en su corazón. La esclavitud del corazón se llama «alienación» e indica siempre una acción de constricción ejercida sobre la libertad de la persona. Y, efectivamente, vivimos en una sociedad invadida - a través de los medios de comunicación - por una cultura que considera la felicidad y el bien como sueños o momentos efímeros; al máximo, como algo que experimentamos con nostalgia estéril.
Todos estamos alienados y precisamente en la concepción de lo más querido para el hombre. No es casualidad que la nuestra sea la época de mayor esclavitud: un hombre al que se le impone una concepción de la felicidad se adapta muy fácilmente al poder y a lo que la mentalidad dominante presenta como simulacro de la felicidad.
En una cultura así -que se impone por medio de la costumbre-, todo aquel que todavía confiere significado a determinadas palabras y persigue lo que éstas señalan resultan extraño, un poco loco, y como tal se ve aislado y, a ser posible, se le expulsa.
El cristiano es el hombre que recuerda al mundo el valor verdadero que tienen esas palabras y entra en polémica con el mundo porque recuerda lo que todos, por la alienación que sufren, querrían olvidar. No tiene intenciones polémicas: la Iglesia, en los Coros de "La Piedra" de Eliot, no aparece en escena polemizando, sino tomando en consideración y compartiendo «la infinita fatiga de ser hombres». El mundo, en cambio, plantea los términos inevitables de una polémica, al tratar de imponer al cristiano - como ya hizo con Pablo en el Areópago - que deje de lado ciertos discursos y que no toque ciertas cuestiones. Nietzsche arremetía todavía contra «ese ardiente deseo de lo verdadero».
No se trata de una polémica ideológica: el cristiano no opone al mundo cierta "idea" de felicidad, ni organiza mesas redondas para ponerse de acuerdo sobre un discurso; al contrario, propone una experiencia de bien y de felicidad que se ha vuelto posible para él gracias al encuentro con la presencia de Cristo, una presencia que se mantiene viva hoy en personas que tienen la estatura de nuestros deseos. Es un encuentro que libera de cualquier esquema del mundo sobre el bien y la felicidad, precisamente porque en él se registra, razonablemente, una correspondencia inédita con lo que el corazón, a pesar de estar sepultado bajo una imposición, no deja de desear. Así, incluso una madre en la discreción de su casa y un chico tímido en su clase, por el simple hecho de haber encontrado a Cristo y de haber repetido en la penumbra de su corazón el mismo «sí» de Pedro, llevan a cabo una rebelión contra la esclavitud del mundo y constituyen un punto de rescate para la libertad. Se trata de un rescate que puede extenderse hasta los confines últimos de la tierra -desde Argentina hasta Siberia- y abarcar los aspectos más capilares del vivir personal y social.
En una época en la que el odio del mundo no cesa de atacar -cada vez con mayor y más astuta obstinación- la presencia viva del Dios hecho hombre, la alternativa cotidiana ante la que nos encontramos es una alternativa entre imposición y libertad. Y haber sido elegidos para una experiencia de libertad no es un alzarse en combate contra el mundo, sino más bien el ejercicio de una piedad inagotable, de una batalla, aunque llena de límites y carencias, a favor del mundo.
El mundo es un escenario donde la certeza hace posible «la infinita fatiga» de ser hombres.
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