Una infancia complicada, una huida y un abrazo. Giuseppe aprendió a querer mirando a los que lo acogieron. «Presencias que te provocan para que seas tú mismo»
Se oía su voz ya desde el pasillo: «¡Buenos días!». Y cuando su cara asomaba por la puerta, Giuseppe todavía recuerda la algarabía entre sus compañeros («¡ha llegado la profe Leila!») y la extraña sensación que le invadía, siendo aún un mocoso inquieto. Despertaba su curiosidad, su atención y sus ganas de ir detrás de esa gran sonrisa. La escena se desarrolla en una escuela infantil de la periferia de Milán. La profe, una de las Hermanas de la Caridad de la Asunción, que viven su vocación en medio del mundo, dedicadas a los que viven en los márgenes.
Él era el hijo menor de una familia como tantas, donde el afecto y los problemas se mezclaban con una historia sencilla pero de las que te hacen entender muchas cosas. A sus 36 años, Giuseppe Monaco sintió la necesidad de contarla en un librito que publicó en Amazon. Su protagonista se llama Pino y es él mismo, cuando era niño, y su experiencia de acogimiento. «Lo escribí porque necesitaba expresar mi gratitud por todo el bien que he recibido y por todo el pueblo que ayudó a ese niño», cuenta.
Ese «bien recibido» empieza con sus padres, que salieron de Nápoles «en un impulso de rebelión porque veían que no era un buen sitio para criar a sus hijos». Cuando llegaron a Milán «eran muy jóvenes y estaban un poco locos, no conocían a nadie pero deseaban un cambio». Sin embargo, aquel cambio «también sacó a relucir los límites. Mi padre se adentró cada vez más en el mundo de las drogodependencias y mi madre cayó enferma». Así fue como Pino y Antonio, su hermano mayor, tuvieron que crecer en una situación complicada.
El encuentro con Leila y sus hermanas supuso un punto de inflexión y de apoyo. Para su madre, que enseguida entendió que había encontrado a alguien con quien «compartir todas sus preocupaciones». Y para sus hijos, que empezaron a ir cada vez más a menudo al convento de Martinengo. «Llegó un momento en que la madre les confió a sus hijos. Las hermanas le daban confianza. Y ver que ella se fiaba hasta el punto de ponernos en sus manos nos permitió emprender nuestro camino con menos miedo». Paso a paso y curva a curva.
La primera era cerrada y no tardó en llegar. Cuando la situación se complicó, con un padre que iba de una comunidad a otra y una madre que necesitaba cuidados, Giuseppe y Antonio llegaron a Como, a una gran casa donde dos familias viven pared con pared y donde estaba naciendo una realidad de acogida fuera de lo común. Se llamaba Cometa y es un lugar que muchos lectores de Huellas conocen. Giuseppe entró a vivir con Innocente y Marina, «como un hijo, sin discriminaciones respecto a sus hijos biológicos». En su libro cuenta muchas cosas, como los partidos de fútbol, las excursiones al mar, un viaje a Tierra Santa. Una belleza atravesada por el dolor, «porque estaba muy bien pero pensaba: esta no es mi familia, tarde o temprano volveré con mis padres». Un día “Cente” le explicó con calma que su padre no lo había conseguido, que había vuelto a las andadas, y a él le sucedió algo extraño. «Sentí un dolor enorme, pero veía a una persona que te decía las cosas tal como son, sin intentar reducir tu dolor. Un padre, como una roca. Yo lo miraba y él estaba ahí».
Estaba ahí, estaban ahí, con él. Iban a estar siempre, firmes como rocas, también cuando el camino de Giuseppe volviera a torcerse. «Mi padre se había escapado de no sé qué comunidad y había vuelto. Cuando
nos enteramos, aquello pudo con todo». En cuanto acabó el curso, él y Antonio volvieron a su casa, y a sus problemas. «Entramos en una espiral bastante fea», recuerda. Dinero fácil, sin esfuerzo. Con el sueño de reunirse con su madre, que se deja convencer para volver con su padre.
Pero los problemas también vuelven. Dentro de él se abre un agujero que es incapaz de llenar, ni siquiera con fajos de billetes y coches deportivos. Entonces se abrió paso un deseo sorprendente. «Quería formar mi propia familia, creía que esa sería la solución».
Es entonces cuando Giuseppe se va a vivir con su pareja. En abril de 2009 llega el imprevisto: Angelo. «Cuando nació me derrumbé. Al verlo en la incubadora afloró de golpe todo el bien que había recibido y me surgió una pregunta: yo he visto un amor grande, ¿pero él?». Al cabo de unos meses, Giuseppe regresa a Como, con su hijo y con su pareja. Encuentra trabajo y el apoyo de los Figini, «que nos ayudaron con el alquiler y los muebles».
Pero no encontró la paz. «Una noche al volver a casa la encontré vacía. Había una nota en la mesa: “Volvemos a Nápoles. Si nos quieres, déjalo todo y ven con tu hijo”». Ahí, cuando a Giuseppe le falta todo, es cuando recuerda esa firmeza, esa mirada que le había acogido para siempre. «Fui a ver a Cente y Marina, que me provocaron mucho: “¿Qué buscabas cuando volviste? Y ahora, ¿cuál es tu decisión? ¿Seguir a tu hijo o seguir una experiencia verdadera para ti?”. Al día siguiente me fui a trabajar. Poco a poco, fui retomando mi rutina». Con un dolor enorme dentro porque la distancia de Angelo «sigue siendo mi lanza en el costado». Pero también con una libertad más grande y robusta. Porque ese abrazo tan esperado e inesperado a la vez, ese «sentirse extraño y luego acogido», también permite abrazarse uno mismo.
Así también crece –y se libera– la forma de mirar a los demás. Al mismo Angelo, por ejemplo. En los vaivenes de sentencias sobre la custodia, «me he dado cuenta de que para mi hijo no es tan decisivo cuánto tiempo estamos juntos sino cómo estoy con él: si estoy presente». ¿Algún ejemplo? «Él ha elegido un estilo de vida distinto, y cuesta. La última vez que fui a verlo, compartiendo una pizza, le pregunté: “¿Pero a ti te parece normal que no vayas a clase y que nadie te diga nada? Piénsalo”. No le dije “deberías hacer esto o aquello”, pero le lancé un signo, un indicio».
En esta trama de encuentros y libertades ha surgido un paso más: Anna. «Lo último en lo que podía pensar era el matrimonio». Pero se enamoraron, y se casaron en 2016. Y puesto que «estamos fascinados por la vida de estas familias tan grandes, enseguida quisimos dar un paso hacia la acogida». Así llegó a su casa Giovanna, que iba a pasar unos meses y estuvo año y medio. Luego Luca, que en seis años «ha demostrado ser una ayuda enorme porque cuando llegó yo todavía tenía sentimientos de culpa con Angelo y poco a poco me he ido liberando». Ahora está Andrea, un niño de dos meses que ha llegado a una casa donde mientras tanto han nacido Margherita, Caterina y Benedetta. Donde el bien se ensancha y contagia.
Su hermano Antonio también ha hecho un camino similar. «Al verme, sacó fuerzas para decidirse, volver a Como y buscar trabajo». Pero lo más bonito ha sucedido con sus padres. Después de tantos años de fatiga y desgarro, «viéndonos a nosotros, decidieron casarse. Cuando les pregunté por qué, me respondieron: queremos retomar el sentido de nuestra historia, de todo lo que nos ha pasado». Lo celebraron en la Basílica de la Virgen de las Nieves. «Mi padre murió al cabo de un año. De un infarto, no de sobredosis… Esa belleza que tanto pedí para él, la pudo saborear». Como la sigue saboreando Giuseppe, muy de cerca. Cuando le preguntas qué ha aprendido del afecto, responde: «No me vienen palabras, sino caras. Marina, Cente, mi mujer, los hijos… Esas presencias que te provocan para que seas tú mismo, te abrazan liberándote. Y te hacen crecer».
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