Giorgio
Lo que soy capaz de escribir sobre Giorgio no corresponde a lo que he vivido junto con él. Lo que hemos vivido juntos es único como cada uno de
nosotros es único e irrepetible. La nuestra no ha sido una experiencia mesurable o cuantificable, ha sido una vida de amistad que con el tiempo y con la madurez se ha transformado en una compañía al destino que cada uno debía seguir. Hemos compartido momentos de alegría como el nacimiento de nuestros hijos y los muchos eventos familiares en los que hemos participado mutuamente, así como momentos de dificultad como cuando debíamos decidir si pagar impuestos inesperados o dar de comer a nuestra familia. Hemos visto crecer a nuestros hijos y hemos compartido muchos juicios.
La novedad entre nosotros estaba siempre al orden del día: bastaba una llamada de teléfono para que nuestra jornada cambiase de rumbo y decidiésemos seguir el imprevisto. Fuese una excursión, un gesto de CL, un plan de ocio o participar en algún acto religioso. Todo nos interesaba y no éramos capaces de censurar nada en esta relación. Juntos hemos hecho y decidido todo incluso cuando las decisiones eran diferentes. Juntos hemos visto y nos hemos alegrado por el comienzo de la vida del movimiento. Juntos participábamos en charlas del ayuntamiento o de la Generalitat sobre temas que considerábamos fundamentales. Juntos comenzamos un centro cultural. Juntos viajábamos recorriendo miles de kilómetros para participar en ejercicios espirituales. Juntos vivíamos relaciones y cenábamos con personalidades que encontrábamos a lo largo de nuestra vida. ¡De mi amigo Giorgio he aprendido a tomar en serio mi vida! A descubrir que Dios tiene que ver con todo; lo que recibía en el movimiento se me hacía más fácil entenderlo estando con él. ¡Cuánta gente hemos encontrado! Cuántas veces nos han confundido: Giorgio, Giordani, los italianos del movimiento, siempre juntos excepto cuando jugábamos al futbol, que teníamos que estar en equipos contrapuestos para poder discutir como verdaderos italianos.
Amigos unidos por el encuentro con Cristo; una amistad fecunda para transmitir al mundo el Acontecimiento que nos ha alcanzado. La dimensión misionera coincidía con nuestra amistad; cómo no recordar los largos años de la Pregaria per la Pau en San Agustí, lo único que nos movía era la conciencia de que la paz que todos anhelamos no la puede construir el hombre sino que debemos pedirla a Dios. No coincidíamos en muchos aspectos y esto hacía más grande nuestro camino, arriesgábamos juicios sin renunciar a nada pero teniendo en cuenta el juicio del otro. ¡Cuánto he crecido!
Cuántos Via Crucis hemos vivido con nuestros amigos y nuestras familias: desde los más bucólicos en Collserola, en el raval con las hermanas de Calcuta, en la sagrada Familia y luego en el Park Güell.
Durante años la Sagrada Familia ha sido nuestra casa, donde trabajaban amigos y donde acompañábamos a miles de personas que se unían a nuestras visitas y de donde han surgido amistades, viajes y exposiciones. En los últimos años, con su jubilación, en lugar que descansar empezó a trabajar más para la Iglesia (COF, Iglesia necesitada, cursos afectivo sexuales, e-cristians, etc, etc). ¡Cuánta inteligencia y cuánto talento dedicado a esto! ¡Hoy me siento lanzado a la vida más que nunca! Mirándole he aprendido que es imposible jubilarse de la vida y de la tensión por cooperar con Cristo en la edificación de Su reino. Haber compartido tanto tiempo con él me llena de orgullo y agradecimiento: ha sido la compañía que Cristo me ha dado para caminar. A poco más de dos meses de su muerte, yo y muchos de sus amigos y familiares podemos tocar físicamente con nuestras manos la fecundidad de su vida y de su muerte.
Nos está transmitiendo una energía de vida inesperada y está aclarando nuestro viaje, nos está tomando de la mano diciéndonos: ¡este es el camino! Vivo un desafío y ¡espero aún mucho más!
Tu amigo Diego
De celebración con Bocatas
La noche del 26 de diciembre nos juntamos para cenar tanto voluntarios como beneficiarios de los que participamos en Bocatas. Algunos llevamos tiempo encontrándonos todos los viernes cuando salimos a repartir bocatas, otros vinieron por primera vez. Lo fascinante de lo que sucedió fue la sobreabundancia que recibimos. Es un hecho paradójico que cuanto más nos damos (en tiempo, en recursos, en esfuerzos) más nos desborda lo que sucede. Podría pensarse que las personas que viven en situación de calle no vendrían al tener que desplazarse, podría pensarse que han perdido la atención o el cuidado, podría pensarse que están acostumbrados a que todo les venga hecho... pero en absoluto es así. Todos los invitados ayudaron de alguna manera: preparamos la mesa, compartimos, cantamos y recogimos juntos. Abundaban las sonrisas y el agradecimiento.
En el momento final, antes de irnos, algunos beneficiarios expresaron que no venían por la comida sino por la compañía que encuentran en nosotros. A mí se me caen todos los esquemas al suelo. Reconozco en ellos una sencillez a la hora de reconocer la belleza que me supera y me educa; reconozco un donarse enorme también en las personas que sin poder venir prepararon una comida de picoteo riquísima; reconozco también el valor de la compañía que viene y comparte conmigo. Estoy segura de que ninguno pensaba entonces en el mal que ha hecho, en lo limitado de su acción, en las heridas del pasado... y es que esto solo sucede cuando uno reconoce, incluso inconscientemente, que desea algo más grande que la propia medida, que tampoco está hecho para vivir solo ni encerrado. Es la búsqueda de un amor infinito el que se cuela. En caritativa se me permite descubrir esta dimensión inmensa del ser humano y de nuestro corazón, y se me permite descubrir también que es Otro el que responde.
El nacimiento del Hijo de Dios que celebramos en Navidad nos acompaña en este reconocerle, cosa que a la que el papa Francisco nos invita una y otra a vez a mirar. No somos nosotros, es Jesús a través de la Iglesia quien nos pasa por delante. Así de extraordinario, sencillo y humilde.
Irene, Barcelona
«Jovane, está el sol»
Querido Carras, viví contigo casi un año de mi vida, el año 2000. Fue un año durísimo para mí, en el que todo parecía muy difícil e insuperable. Llegabas al Centro Internacional –donde tú eras el director y yo el responsable de relaciones externas–, abrías la puerta de mi despacho y me mirabas como si me quisieras de verdad, daba igual lo que pasara, y me decías con tu típico itagnolo: «¡Jovane, te veo un poco probado!». Empezabas a contarme todo lo que estabas haciendo, que la mayoría de las veces eran cosas absolutamente normales. Pero lo hacías como si fueran hazañas de Piratas del Caribe. ¡Era como ver una película! Contigo era así literalmente. Hasta ir a comprar pescado a tu pescadero de confianza era como estar preparando lo más importante del mundo. Yo estaba preocupado, asustado por lo que iba a ser de mi vida. Tú no te preocupabas tanto, lo que me dejaba perplejo, me invitabas a tu casa. «Jovane, esta noche vienen algunos periodistas a nuestra casa y quería invitarte porque tendrás que hablar con ellos de trabajo». Yo, siguiendo tus indicaciones, llegaba un poco antes y te encontraba cocinando con una copa de vino al lado, ¡bueno, dos! Porque una era para mí. Me decías: «¿Qué haces en la puerta? ¡Pasa!». Yo entraba y tú me decías que te contara las cosas que me preocupaban. Me escuchabas y yo decía: «¿Lo entiendes? ¡Es muy complicado!». Tú, mientras cortabas un poco de ese fuet español (una de las muchas cosas maravillosas que he saboreado contigo), levantabas la mirada y asentías. Luego me mirabas y respondías: «Sí, sí, sí... entiendo. Come, que así se te aclaran las ideas y si no, pesan demasiado». Comiendo fuet, yo seguía con mis preocupaciones. Y tú: «Corta esta cebolla». Me ponía a cortar y seguía con mis preocupaciones. Y tú: «¡Prueba este vino! ¡Eres un ignorante! No conoces las cosas buenas de la vida y luego te quejas». Te reías, y yo también. Y fiándome de ti saboreaba un buen vino. Llegaban los invitados. A veces las discusiones eran duras, los ánimos se agitaban. Era mi primer trabajo, tú me mirabas y mientras la gente hablaba distraída, me guiñabas un ojo sonriendo. Entonces todo parecía más fácil. Una de aquellas noches, antes de volver a casa, me dijiste: «Jovane, está el sol. Cuando está nublado no lo ves, pero el sol está aunque no lo veas. Cuando hay nubes nos comportamos como si no estuviera, pero sabemos razonablemente que está. De hecho, ¿qué ves cuando pasan las nubes?». «El sol». «¿Ves? Está, y no porque lo digamos nosotros». Durante un año me abrazaste hasta el tuétano, enseñándome a mirar el mundo de una forma más humana y sin miedo, una forma que ya no me la quito de encima, aunque tampoco el miedo. Pero creo que tú también lo has sentido, solo que no te avergonzabas de ello. Estos años, en los que he estado viajando continuamente por trabajo, nos hemos visto poquísimo, pero cada vez que nos veíamos era como si no hubiera pasado un solo día. En realidad, siento esta “distancia” como una de esas muchas pausas entre un encuentro y el siguiente. Volveremos a vernos, en ese lugar donde la palabra “Padre” tiene una profundidad definitiva y tú, para mí, “solo” eres el inicio de una grandísima aventura de amor en la que, junto a tantos otros, me has arrastrado.
Dennis
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