Las dificultades en las relaciones afectivas vistas por la psiquiatra Mariolina Ceriotti Migliarese. «La familia es un precioso sistema imperfecto»
Las canciones que compiten por ir a Eurovisión celebran el amor de muchas maneras. Un amor que descoloca, que defrauda, que enloquece, que corroe, que genera. Letras que reflejan en parte la confusión y el entusiasmo, pero también los tópicos que acompañan un tema tan complejo como el afecto. «Hoy se tiende a confundir el amor con la emoción de sentirse enamorados. Pero las emociones, que son una riqueza enorme, no bastan por sí solas para que el amor perdure en el tiempo. Deben traducirse en pensamiento, proyecto compartido, pues de otro modo todo se vuelve frágil y efímero. Eso lo veo todos los días en mi trabajo, hablando con jóvenes y con muchas parejas de cualquier edad». Hablamos con Mariolina Ceriotti Migliarese, médico neuropsiquiatra con treinta años de experiencia a sus espaldas. Madre de seis hijos y abuela de siete nietos, es una mujer elegante y discreta que nos recibe en su luminoso despacho de Milán.
Ayúdenos a contextualizar la situación. Se habla mucho de analfabetismo afectivo, llueven los manuales sobre cómo ser los padres perfectos, pero los problemas permanecen. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ve en los padres y jóvenes con los que trata?
El problema más recurrente en los adolescentes de hoy es una gran fragilidad afectiva que se traduce en dolencias psicofísicas cada vez más evidentes y preocupantes. Hay un aumento exponencial de los casos de autolesiones, trastornos alimentarios, del sueño o dificultades para concentrarse o para estudiar. Son síntomas de un gran sufrimiento. También está la difusión masiva de la pornografía, que crea daños objetivos muy graves y que es un fenómeno todavía demasiado minusvalorado, cuando es una plaga terrible porque la sexualidad que nos presenta la pornografía provoca un estado de excitación y al mismo tiempo de pánico en los niños y pre-adolescentes, que no tienen herramientas para entender lo que ven. Al mismo tiempo, provoca una distorsión de la idea del sexo en los adolescentes, que se ven empujados a separar la sexualidad de la afectividad y de la capacidad de relacionarse. Por no hablar de los que, huyendo de sus ansiedades y miedos, recurren al aturdimiento del alcohol o las drogas. Todos los jóvenes que me encuentro, en todos los casos, lo que en el fondo necesitan es ser vistos, sentirse mirados, escuchados. Muchas veces a los padres, presa del ansia de su propia autorrealización o, al contrario, preocupados por no estar a la altura, les cuesta mirar verdaderamente a sus hijos. La familia es un precioso sistema imperfecto. No hay que asustarse por las responsabilidades que conlleva porque “responsabilidad” es una palabra buena, va unida al verbo “responder” que significa sencillamente ver una necesidad e intentar darle respuesta.
Ya no es evidente hablar de matrimonio y familia. Muchos jóvenes optan por la convivencia.
Porque el mundo de hoy nos lleva a concebir las relaciones como meros acuerdos afectivos: tú y yo estamos juntos porque y mientras nos queremos. Pero no es suficiente. El matrimonio es, en cambio, un pacto afectivo-social con un importante valor público. Es una alianza que transforma ese ser “tú y yo” (es decir, dos individuos) en ser familia. Es el acto fundante de algo que va más allá de las dos personas que se aman y que poco a poco se llenará de muchos bienes subjetivos, pero también objetivos, como los hijos. Hoy “formar una familia” da miedo porque significa aceptar vivir para siempre con alguien que es diferente a ti. Hay diferencias que son fundantes, inextirpables, y que forzosamente cuestan. Hablo de la diferencia sexual entre hombre y mujer, pero también de la familia de origen. Esas diferencias exigen desarrollar capacidades de mutua comprensión. Esta palabra también es muy bonita. “Comprender” implica un movimiento hacia el otro de escucha y de acogida. Y esto vale para los cónyuges pero también para los hijos, que para crecer psicológicamente sanos necesitan sentirse amados por sus madres y estimados por sus padres.
No es fácil mantener esos equilibrios familiares.
Cierto, es complicado. Pero hay tres cosas que, si lo piensas, pueden ayudar: respeto a la posición justa dentro de la familia, respeto al límite personal y respeto a la justa distancia relacional. La pareja es el eje central, una relación donde hombre y mujer son diferentes pero paritarios en su valor. Las diferencias entre la mirada materna y la paterna son un recurso único para los hijos. Necesitan una mirada materna que les ame no por ser buenos, guapos y portarse bien, sino por el mero hecho de haber nacido. Y necesitan un padre que los estime (y que sea estimado) y les empuje a mejorar, a caminar, a superar las dificultades con coraje y confianza. Hacen falta padres que se preocupen por la libertad de sus hijos para que puedan hacerse adultos y caminar en el mundo. Nuestros hijos están llenos de preguntas y eso nos da miedo porque no siempre somos capaces de darles respuestas. Pero eso no es tan importante. Lo importante es tomar en serio todas las preguntas, ayudarles a expresar lo que piensan, favorecer la reflexión y la formación de un juicio personal, autónomo. Esa es la verdadera ayuda que los padres pueden ofrecer a sus hijos: no darles unas bases ideológicas, que tarde o temprano caen bajo la presión del mundo, sino acompañarles en la búsqueda del sentido. El niño que construye su pensamiento a partir de sus propias preguntas, con la ayuda de sus padres, encontrará respuestas que lleguen a ser suyas de verdad. No hay que olvidar que cada hijo es diferente, único e irrepetible, con sus necesidades y deseos. Y debe ser acogido y amado por lo que es, pero también estimado. Incluso cuando se equivoca. La estima no se basa en afirmar “eres el mejor del mundo”, sino: “me alegro porque sigues adelante, porque caminas, porque cada día haces un poquito más”.
No es tan evidente.
Claro, porque educar en el afecto supone un trabajo. La relación educativa consiste en un continuo “ser y transmitir”. El verdadero crecimiento nace de la experiencia y de la reflexión sobre la experiencia. En cambio, a veces separamos la teoría de la vida. Hemos perdido el sentido de las cosas. Cada cosa que sucede, sea buena o mala, si queremos puede ser la ocasión de un pensamiento, de un juicio, de una reflexión, de un crecimiento. Pongo un ejemplo: si hay una riña en la familia, aparte de reflexionar sobre “cómo” resolver las cosas, es útil tratar de entender más a fondo las razones, por qué nos hemos peleado. Hay muchos manuales educativos que tratan de responder al “cómo hacer”, pero poca ayuda para reflexionar sobre por qué. Y otra cosa: no subestimemos nuestra creatividad.
¿Nuestra creatividad?
Sí. La posibilidad de realizar algo bueno que tiene su origen dentro de ti. Y eso lo puede hacer cualquiera: el que cocina bien, el que escribe novelas, el que cuida de los más vulnerables, el que pone toda su energía en arreglar una relación que cojea. Esa capacidad para hacer que algo nuestro florezca en el mundo y ver que lo que hacemos puede generar un bien nos hace felices.
Usted ve mucho sufrimiento pero se la ve serena, ¿qué le permite estar así?
Buena pregunta. Pienso en la primera carta de san Pedro, que nos invita a dar razones de la esperanza que tenemos. Como creyente, puedo decir que mi esperanza se funda en Otro que nos ama mucho más y mejor que lo que podemos hacer nosotros. Esa conciencia de ser amados ya es una pequeña revolución. En nuestras familias, tenemos la tarea de transmitir a nuestros hijos esa certeza interior, confiando en que el bien es más expansivo que el mal. La gente que vive cosas buenas es más feliz, aunque el mundo que nos rodea nos lleve a vivir ansiosos por el rendimiento y por tanto tristes, desconfiados. Ya no nacen niños, ya no se apuesta por la familia porque no se confía en la vida ni en su significado. Pero cuando alguien vive con positividad ante la vida, lo miran con curiosidad. Alguien feliz suscita preguntas. Y las preguntas siempre son buenas.
¿Hasta las preguntas tan complejas que le plantean a usted?
Sí. Cuando pienso en los jóvenes o en las parejas, en cada uno de ellos, en todos percibo el mismo deseo de bien y de cumplimiento. Solo que a veces sustituimos el gran Bien por bienes pequeños, efímeros, que no responden verdaderamente a nuestro deseo. A menudo los errores se deben a esa confusión. Tal vez los cristianos debamos recuperar la conciencia de esa gran riqueza que portamos para ser capaces de “dar razón”, no solo con la inteligencia sino también con el corazón, de los valores que queremos transmitir.
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