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Huellas N.03, Marzo 2024

RUTA

En medio de los suyos

Alessandro Rovetta

Jesús irrumpe en una sala cerrada venciendo el miedo de los apóstoles. Así representa Duccio al Resucitado en un detalle de la “Maestà” del Duomo de Siena que es la imagen del Cartel de Pascua


El 9 de octubre de 1308, Duccio di Boninsegna recibió el encargo de realizar un retablo para el altar mayor de la catedral de Siena, al que se conoce con el título de Maestà. Antiguamente se usaba ese término para referirse a la representación de Cristo en el trono (Maiestas Domini), pero en el siglo XIII el incremento de la devoción mariana otorgó a la Virgen con el Niño los honores del trono real. El contrato de la obra lo dejaba bien claro. Se establecía el pago de un salario que no dependía del valor de la obra, los materiales los pagaría directamente la empresa y el pintor no aceptaría otros encargos hasta la entrega definitiva del retablo. Eran las condiciones habituales de los contratos con artistas, pero dejan resonar el eco de ciertas diferencias con Giovanni Pisano, el mayor escultor de su tiempo, que solo diez años antes había dejado inesperadamente la obra de la fachada por presuntos retrasos e incumplimientos. Era mejor cubrirse las espaldas a la hora de prepararse para configurar lo que sería el corazón de la catedral y de la ciudad.
Duccio rondaba entonces los sesenta años de edad. Años cargados de experiencia y de fama que vivió bajo la estela de la tradición bizantina, pero con la mirada siempre vigilante y receptiva ante los protagonistas de su época. Primero Cimabue, con el que mantuvo un diálogo más intenso y duradero, y luego con el Giotto. Este último acababa de desmontar los andamios de la Capilla de los Scrovegni, donde había desplegado todo un relato visual que revolucionaría, no solo en la pintura, las formas de memoria e identificación del acontecimiento cristiano. Este retablo del Duomo de Siena también incluía, bajo el título de Maestà, las historias de la Virgen y de Jesús. Duccio las pintaría al estilo “sienés”, incorporando esa tradición que ya había hecho suya, sumándola a todo lo que había recibido de otros maestros y contextos. Eso era lo que esperaban sus contratistas y sus vecinos: reconocer su propia historia y vocación en el retablo que ocuparía el centro de la catedral.
Después de tres años de trabajo, esas expectativas se cumplieron totalmente. El 9 de junio de 1311, toda Siena –con el obispo a la cabeza y las principales autoridades del gobierno, seguidas por todos los ciudadanos y una multitud de niños detrás– acompañó al gran retablo desde el taller del artista hasta la catedral, obviamente atravesando el campo, y con todas las tiendas con sus persianas bajadas “por devoción”. Una devoción festiva, animada por los «trompetistas, fanfarrias y castañuelas de la ciudad». El valor cívico de la Maestà se declara en la inscripción que puede leerse en la base del trono de la Virgen: «Santa Madre de Dios, da razones de paz a Siena y da vida al Duccio, que así te pintó».

La Maestà del Duccio, pintada por ambos lados, tiene unas dimensiones inusitadas: poco menos de cinco metros de ancho y de largo, incluida la coronación de las cúspides. El lado orientado al pueblo presenta en toda su superficie a la Virgen en el trono con el Niño –la Maestà, propiamente dicha– acompañada de una «imponente y dulce recepción de ángeles y santos» (Luciano Bellosi). La enmarcan, por encima y por debajo, episodios de la vida de la Virgen. El lado orientado hacia el clero presenta el relato evangélico, desde las Tentaciones hasta Pentecostés, y se extiende por una intensa secuencia de imágenes. En el centro, la más grande, la Crucifixión. Dos siglos después de su ascenso triunfal al altar mayor, la Maestà dejó sitio a otros objetos decorativos y se colocó en la pared del Duomo. Lo que siguió fue una historia de traslados y recortes por la que muchos paneles se dispersaron. Algunos acabaron en museos de todo el mundo, a otros se les perdió el rastro. La tabla principal y otras menores se quedaron en Siena y hoy se exponen en el Museo dell’Opera. Entre ellas, la Aparición de Cristo resucitado a los apóstoles con las puertas cerradas.

La Aparición ocupaba la primera cúspide a la izquierda del lado posterior. Una colocación elevada y de apertura. Allí comienza la última secuencia narrativa del retablo, cuya coronación tiene como hilo conductor la relación entre Cristo y los apóstoles durante los días que van de la Resurrección a Pentecostés. Es decir, la secuencia de hechos con que la presencia del Resucitado en la tierra se une inseparablemente al inicio de la vida de la Iglesia. El arranque de este relato cuenta en esta Aparición con una especial solemnidad icónica, de herencia bizantina. Pero Duccio logra combinar a la perfección el registro simbólico con el narrativo, de modo que Misterio y realidad se encuentran en una infinidad de matices sorprendentes. Según el evangelio de Juan, al caer el día de la Resurrección, Cristo se apareció a los apóstoles en un lugar –tradicionalmente identificado con el cenáculo– que se mantenía con las puertas cerradas «por miedo a los judíos».

El cuadro sigue con precisión el dictado evangélico. «Jesús se puso en medio de ellos». La entrada de Cristo, su aparición repentina, se percibe en su pierna derecha, ligeramente adelantada, que mueve el manto y sirve de apoyo a sus pies. La figura se erige frontal, envuelta en intensos reflejos dorados trazados con la punta del pincel sobre el rojo y azul de sus ropajes, de modo que la luz de la Resurrección pueda resplandecer sobre la sangre y el agua que manaron del costado de Cristo. La relación compositiva entre el Resucitado y la puerta cerrada a sus espaldas es el eje central en el que se encuadra el desarrollo simbólico y narrativo de este episodio. No es la puerta de un edificio cualquiera, ni la del cenáculo representado en escenas previas. Es la puerta de un templo, casi un arco triunfal, con superficies marmóreas y refinados detalles clásicos que se extienden a los lados en dos fachadas también con las puertas cerradas. Sobre ellas se sitúan los salientes de una cubierta de madera cuyo vértice lamentablemente se perdió.
En todo caso, es evidente que el lugar de la Aparición no es una estancia cerrada donde los apóstoles se hubieran escondido por un miedo que podríamos comparar con ese «sentimiento de derrota» del que habla el papa Francisco. Es una construcción nueva, que deja a sus espaldas unas puertas cerradas que «pesan como la piedra de los sepulcros donde solemos confinar nuestra esperanza». Es el templo nuevo que se abre ante nuestros ojos «porque Cristo ha resucitado y ha cambiado el rumbo de la historia». Dos siglos antes, Suger, abad de Saint Denis, había escrito que la puerta de la catedral es símbolo de Cristo, porque Cristo es la verdadera puerta: Christus ianua vera. Duccio reitera el mismo concepto transfigurando un lugar cerrado a cal y canto por miedo en un templo que se proyecta sobre el nuevo curso de la historia. Cristo «al resucitar cambia irresistiblemente la historia, atrayendo hacia sí a la gente, cuya unidad constituye su Cuerpo, Cuerpo misterioso, o pueblo de Dios» (don Giussani).

Es el comienzo de la Iglesia. Eso es lo que nos describe Duccio al pasar del registro simbólico de la arquitectura en el fondo al narrativo en las figuras de primer plano. Jesús se pone “en medio” de los suyos, que se vuelven todos hacia él, atraídos irresistiblemente por su inesperada presencia. Una presencia que, con el esplendor divino de la Resurrección, sigue siendo increíblemente humana. Jesús no tiene la mirada fija en una dimensión trascendente. Busca enseguida a sus discípulos dirigiendo su mirada al grupo situado a su izquierda, donde se reconoce a Juan, el predilecto. Su cuerpo también parece girarse ligeramente en esa dirección, liberándose de la rígida centralidad de la puerta a sus espaldas. Con estos mínimos rasgos los apóstoles reconocen que es él, vivo, con su cuerpo marcado aún por las heridas de la cruz. Este grupo se mantiene más distante, como en suspenso por la intensidad de esa mirada que les interpela. Los apóstoles de la izquierda, con Pedro como reflejo de Juan, parecen menos sujetos –el maestro está mirando a los otros– y más decididos a acercarse a Cristo.
Podemos imaginar el caos y la confusión que, hace solo unos instantes, dominaba a esta panda de hombres subyugados por el miedo y el desaliento. Al aparecerse ante ellos, Cristo les ha devuelto el orden, la claridad y un renovado y sorprendente atractivo. Duccio lo representa animando con discretas pinceladas de vibrante humanidad la icónica presencia del Resucitado en el centro de la compañía apostólica y sobre el trasfondo del nuevo templo. Figura de esa paz que Cristo anuncia a los suyos y que Siena pide a su Majestad.

Esto es lo que realiza la Pascua del Señor: nos impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia.
Papa Francisco


El acontecimiento cristiano es Dios que entra en la vida del hombre y en la historia. Yo soy cristiano porque él, Dios, está presente entre nosotros y estará presente todos los días hasta el fin del mundo. Ese niño se hace mayor, muere y resucita, y al resucitar cambia irresistiblemente la historia, atrayendo hacia sí a la gente, cuya unidad constituye su Cuerpo, Cuerpo misterioso, o pueblo de Dios.
Luigi Giussani

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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