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Huellas N.03, Marzo 2024

PRIMER PLANO

Ensanchar el deseo

Anna Leonardi

Erik Varden, obispo noruego, describe cómo busca el amor el mundo de hoy, cuáles son las claves para vivirlo y por qué María Magdalena sería la «patrona perfecta del siglo XXI»

Si con La explosión de la soledad nos proponía un viaje hacia el descubrimiento de Dios como respuesta al grito de nuestro tiempo, con su último libro, Castidad, Erik Varden aborda un tema muy osado, que al mundo actual puede sonarle a cuestiones viejas de tiempos lejanos. En realidad, ambos títulos tienen un vínculo mucho más profundo de lo que podría parecer. «La castidad es una plenitud», explica el autor, monje cisterciense y desde 2020 obispo de Trondheim en Noruega. «Es una actitud ante las cosas y ante las personas que surge cuando el corazón humano está colmado por ese abrazo que sana y cumple sus expectativas más radicales. Por eso es reductivo hacer coincidir la castidad con un “no hacer” o “no ser”. Porque es un estado de gracia. Es una virtud para todos». Estas palabras invitan a hacer un camino dentro de una sociedad ultrasecularizada, donde las relaciones personales se han convertido en un cenagal, donde nos usamos para llenar un vacío y no para compartir una sobreabundancia.

Parece que las relaciones no pasan por su mejor momento. Muchos análisis coinciden en diagnosticar el individualismo exacerbado como principal causa de síntomas como desconfianza, incomunicación, envidia, soledad. ¿Qué le parece?
Me parece un escenario oscuro. Al menos parcial. Es cierto que esas exacerbaciones se dan, pero también se dan otras tendencias que son muy sanas. Lo que percibo en mi actividad pastoral es una búsqueda de sociabilidad, de comunión, hasta en los contextos más laicos. En Noruega los datos de voluntariado no dejan de crecer. Afloran las ganas de hacer algo con el otro y por el otro. Eso significa que la tendencia individualista posmoderna no lo es todo, también se da la percepción de que vivir encerrado en uno mismo no es un camino que nos lleve a la felicidad.

En un contexto así, ¿qué significa hablar de afectividad, de amor, de amistad?
Me parece crucial sobre todo comprender la amistad. Estamos en una época en que las relaciones íntimas han quedado reducidas a erotismo o sentimentalismo, y eso las hace fugaces, provisionales. En cambio, la amistad tiene un aspecto más racional, es una afinidad electiva. Es un tipo de relación donde es más fácil sorprender ese anhelo por encontrar un fundamento estable y donde se intuye que podemos alimentar y construir nuestra personalidad. En el fondo, la santidad cristiana se identifica como capacidad de amistad. Cristo nos dijo: «Vosotros sois mis amigos. Os he llamado amigos». La amistad es un ámbito privilegiado donde podemos entrenarnos y aprender a vivir todas las demás relaciones.

¿Ve ejemplos de ello en este momento?
Sí, por eso no desespero. Quizás nosotros, en el norte de Europa, donde siempre hemos visto con antelación las diversas tendencias de las sociedades occidentales, hoy estamos saliendo a flote y empezamos a ver la luz al final del túnel. Aunque muchos parecen estar paralizados, el deseo de construir relaciones y reconocerse dependientes unos de otros aparece como un punto irreductible, una semilla de la que puede generarse una novedad que haga el mundo más humano.

En su último libro, Castidad, afirma que debemos «ensanchar infinitamente la amplitud del deseo. Solo así podemos aprender a buscar respuestas proporcionadas a aquello por lo que nuestra carne desfallece y ahorrarnos frustraciones recurrentes». ¿Podría explicar mejor esta dinámica?
El deseo es la expresión de nuestro estar hechos por Dios. Es algo intrínseco a la naturaleza humana. Estamos habitados por un eco, una llamada. El Señor es quien expresa mediante nosotros la semejanza con él. El deseo es el motor de mi vida porque la orienta hacia una plenitud, que es la comunión con Dios vivida también en la relación con otros. Nuestro pecado es un sabotaje del deseo, que se fragmenta entre muchos y diversos objetos. Pero si miramos dónde nos lleva ese profundo deseo, nos damos cuenta de la relatividad de todas las cosas que no son capaces de cumplirlo. Y al mismo tiempo, las reconocemos por su valor más verdadero, porque solo a la luz de lo que sacia la vida, hasta la cosa más pequeña desvela su significado.

Hay un episodio en la vida de don Giussani que le llevó a una intuición similar. Era una noche de verano llena de estrellas y al salir de su parroquia en bicicleta sorprendió a una pareja de novios abrazados. Dejó de pedalear, se paró y les preguntó: «Perdonad, pero lo que estáis haciendo, ¿qué tiene que ver con las estrellas?». Años después, comentando ese momento, decía: «Aquella noche me marché contento, porque había descubierto cuál era la ley moral: el nexo entre la banalidad del instante y el orden del universo».
Estoy completamente de acuerdo con esa observación. El nexo con la totalidad de uno mismo y con el universo es la clave para vivir el amor y cualquier relación con paciencia y sacrificio. Para un cristiano, nada puede ser banal, todo se comprende si se vive a la luz de la finalidad última, que es el bien del mundo. Este pasaje me recuerda a Jack, la última novela de la escritora americana Marilynne Robinson, donde el protagonista, el insensato hijo de un reverendo de Missouri en los años 50, se encuentra una noche con una joven llamada Della. Jack se ofrece a acompañarla pero manteniendo una prudente distancia, de modo que pueda protegerla pero sin molestarla. Los dos se pasan la noche hablando hasta que llega el momento cumbre, cuando ella lo mira como nadie lo había hecho jamás, no lo ve como un desconocido sino como «un alma, una presencia gloriosa fuera de lugar en el mundo». Jack se siente mirado –como es de verdad– dentro de su ser y se ve arrastrado, a su pesar, a tomar conciencia de ello. Sabe que en ella hay algo que le recuerda de una forma única algo de sí mismo. Ahí está el nexo con la finalidad del que habla Giussani.

¿Por dónde empezar cuando nos encontramos con la debilidad y con la fragilidad, la nuestra y la de los demás?
En el ámbito monástico dedicamos dos momentos de la jornada al examen de conciencia. ¿Qué he hecho con las posibilidades que se me ofrecían para vivir hoy? ¿Cómo me he relacionado con las cosas y con mis hermanos? Esta autoconciencia es un paso necesario porque me hace estar más atento a mí mismo y a los demás. Y al impacto que lo que hago o dejo de hacer pueda tener en otros. Los Padres lo llaman “humildad”, que no es más que un sano realismo que nos hace decir adiós a todas las imágenes que nos construimos de nosotros mismos. Esto resulta más complicado en el mundo virtual donde vivimos y donde nos concebimos a nosotros mismos en unos términos idealizados. La capacidad de mirarme a mí mismo tal como soy es el primer paso para estar delante del otro. De quien empiezo a sentirme responsable.

¿Qué quiere decir?
Si me concibo como el sol de un universo hecho de estrellas muertas, siempre seré el único sujeto de la relación. Sí, tal vez soy capaz de darme cuenta de que los demás existen, pero no reconozco en ellos significado alguno. En cambio, si me descubro hecho para esa relación, también me descubro responsable de ella. Puedo ser fuente de bien para la vida del otro, pero también puedo causarle heridas profundas. Hay relaciones, pienso entre padres e hijos, donde esto es evidente. Es una relación mutua donde podría pasar que un padre o una madre tengan que renunciar a dejarse ver, o incluso aceptar un abandono. Es posible realizar ese sacrificio manteniéndonos en nuestro propósito de amor, lo que implica mantener la puerta siempre abierta. Se trata de un discurso delicado porque puede darse una tendencia malsana a sacrificarse para salvar al otro. Recordemos que hay un único salvador y no soy yo, y que hay relaciones que solo pueden curarse con paciencia. Esto vale también para los esposos. El ser humano llega a ser verdaderamente humano cuando expresa ese último sentimiento de dedicación al bien del otro. En cambio, nos dedicamos a reclamar nuestros derechos, a cantar las letanías de nuestros traumas.

Ha escrito que María Magdalena podría ser la «patrona perfecta del siglo XXI». ¿Por qué?
Es una mujer “curada”. Curada de sus heridas más profundas. Es alguien que creó una “escuela de amor”, que ante todo es una escuela de libertad que la hizo capaz de abrazar con intimidad y distancia a la vez. Entra en escena en el evangelio cargada de sed de amar y de ser amada. El encuentro con Cristo transforma el sentido de su deseo más profundo, aunque es un proceso que requiere su tiempo. María Magdalena escucha y aprende. Su paso de mujer vulnerable a testigo de la Resurrección es algo que nuestra época necesita mirar.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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