Algunos fragmentos que muestran cómo miraba don Giussani las relaciones, el afecto, la necesidad de amar y ser amados
«El viale Lazio estaba lleno de tilos, tan lleno que todo estaba oscuro. El alumbrado municipal estaba encendido, pero aun así estaba siempre oscuro por los muchos y florecientes tilos. Por eso era un buen refugio –¿me entendéis?–, más aún, era un refugio lleno hasta arriba; hasta tal punto que los habitantes del barrio habían presentado en un momento dado una petición al ayuntamiento para que rastreara un poco aquella zona porque estaba llena de parejitas. Yo salía osadamente del patio de la parroquia, con mi sotana –hace cuarenta años era habitual llevar sotana– y, como iba deprisa, la sotana golpeaba en la bicicleta y advertía a los más cercanos de que me acercaba». De hecho, dos enamorados que estaban abrazados, apoyados contra el muro, «se separaron de golpe de forma violenta. Entonces yo frené, me volví atrás y dije: “Perdonad, pero si no estabais haciendo nada malo, ¡deberíais continuar!”». Giussani recordaba la risa forzada de la mujer y algún epíteto que lanzó el hombre. «Yo estaba a punto de darme la vuelta para seguir mi camino, apoyado todavía en el pie que estaba girando, y se me ocurrió la idea más bella de mi vida: era una noche de verano llena de estrellas, no había luna y, por consiguiente, el cielo lleno de estrellas estaba dominado por la luz de la Vía Láctea, que te hiere el corazón como ninguna otra luz clamorosa. Me di otra vez la vuelta hacia ellos, que ya estaban abrazándose de nuevo –¡pobrecillos!– y les dije: “Perdonad un momento, pero lo que estáis haciendo, ¿qué tiene que ver con las estrellas?”. (…) Aquella noche en el viale Lazio me marché contento, porque había descubierto cuál era la ley moral: el nexo entre la banalidad del instante y la totalidad de los factores que constituyen el universo, el orden del universo. (…) El modo en que se comportan entre ellos un chico y una chica, o va en contra del bien de todo o es conforme al bien de todo; o les educa para crecer y abrazar al mundo, para tener piedad por todas las necesidades, para tener la imaginación admirable de educar a un niño, o la relación que están empezando o concretando en algo contrario a esto es un acto de egoísmo, un raptus de animal más que algo consciente. (…) Es como si les hubiera dicho a aquellos dos: “No es un delito estar juntos, sino estar juntos mal, es decir, estar juntos sin tener conciencia del universo, de la propia tarea en el universo. Si Dios os ha juntado, si ha hecho que os quisierais, es para que crezcáis en este amor, para que juntos os pongáis a servir al mundo”».
(A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, pp. 157-158)
Imaginad que estamos los dos solos en la montaña, nos perdemos y empieza la tormenta, ¡imaginad el vínculo que se genera entre ambos! Nos sostiene, nos ayuda, cada indicio que percibo se lo comunico: «¡Vamos por aquí!». Yo le sigo y él me sigue. ¡Qué nivel de concordia! Al salir de la tormenta, de ese peligro mortal, somos más amigos que antes porque hemos experimentado lo que significa enfrentarse juntos al mismo peligro. ¡Y pensar que hay chicos y chicas que se juntan sin llegar a entender nunca, sin llegar a sentir nunca esa misteriosa sensación de tener un destino común, de cómo llegar hasta allí, de lo que necesitamos para llegar! Si no es para esto, la vida no es nada. Kafka –como recuerdo siempre últimamente– dice: «Existe el sentido, pero falta el camino». El camino se encuentra en la amistad, no “es” la amistad: se encuentra dentro del fenómeno de la amistad. La amistad no está a merced de los estados de ánimo, no está a merced de un abanico de sentimientos, no está a merced del impacto que te provocan las cosas. La amistad va ligada al destino, al reconocimiento del camino hacia el destino; siempre me conmueve, ¡aunque te puedes pasar días y semanas y meses de aridez! Pero pensad cuántos hombres y mujeres, con la responsabilidad de criar a sus hijos, pasan meses –¡meses!– de aridez, donde a uno podría parecerle que el otro se ha convertido en un extraño; y deben aceptarse, deben soportarse, deben colaborar, deben hacer juntos: hasta que llega el alba de una mañana en la que resurge en ellos, sienten resurgir dentro de ellos, mucho más madura, la emoción que sintieron la primera vez que se vieron.
(L. Giussani, Avvenimento di libertà, p. 124)
No se trata de eliminar el sentimiento como tal. ¿Cómo se puede mantener este sentimiento, sin eliminarlo? Solo haciendo que llegue a ser plenamente verdadero. El ciento por uno se refiere al hacerse del todo verdadero de ese sentimiento humano. «Llegar a ser verdadero» significa, en primer lugar, que se pone en condición de permanecer, de durar: nada lo puede destruir, nada lo puede quitar, ¡nada! (…) Hacer verdadero significa mirar a la persona no como te solicitaría la apariencia inmediata, sino mantener la mirada en ella sin dejarte arrastrar por lo instintivo; descubrir la verdad que encierra esa cara y que no es él, o ella (como escribe Leopardi). Volved a leer el poema Aspasia: lo que busca el hombre en el rostro de la mujer no es ese rostro –y la mujer cree que es ella la que lo atrae, pero no es así–, sino aquello de lo que surge ese rostro y que atrae al que la contempla: en última instancia su destino.
(L. Giussani, Si può (veramente?!) vivere così?, p. 556, 559)
¿Qué es lo que puede mantener vivo (...) el amor a uno mismo, la ternura hacia uno mismo, el amor al propio destino y, por lo tanto –como reverberación, como reflejo– la ternura hacia los demás, el amor al destino propio y de los demás? ¿Qué puede sostener todo esto? Pues bien, un Cristo concebido como un hecho histórico del pasado puede ser leído como una hermosa página de literatura, también puede darnos un impulso momentáneo, suscitar una emoción o despertar una nostalgia, pero ahora, con estos músculos que no me sostienen, con este cansancio, con esta facilidad para la melancolía, con ese masoquismo extraño que la vida de hoy tiende a favorecer o con esa indiferencia y ese cinismo al que la vida de hoy nos induce como un remedio necesario para no sucumbir a una fatiga excesiva e indeseada (…), no se puede permanecer en el amor a uno mismo sin que Cristo sea una presencia, como lo es una madre para su hijo que no sabe qué hacer, que lloriquea porque se lo ha hecho encima. Sin que Cristo sea una presencia ahora –¡ahora!– yo no puedo amarme ahora y no puedo amarte ahora. Si Cristo no resucitó, yo estoy acabado, aunque tenga todas sus palabras, aunque tenga sus Evangelios. (...) Si él no sigue presente, si no ha vencido a la muerte, es decir, si no ha resucitado, y por eso (...) si no es el Señor del tiempo y del espacio, si no es el Señor de la historia, si no es mío como lo fue de Juan hace dos mil años, si Tú no eres una presencia real para mí, oh Cristo, yo vuelvo a ser nada.
(L. Giussani, Qui e ora (1984-1985), pp. 76-77)
Como siempre digo a los universitarios: amigo mío, la chica a la que quieres, ¿de qué está hecha? No va a estar hecha de polenta, de cenizas o de oro... Piensa un poco: quiero a una chica que es de oro... ¡Dios mío, aunque fuera de platino! Amigos: Juan y Andrés cuando estaban ante Cristo comprendían que era otro mundo lo que se les desvelaba, ¡era otro mundo! Lo que nos permite vivir, lo que nos hace hombres, la fuente de felicidad y de paz, la fuente del atractivo y de la creatividad, ¡es otro mundo! Tenemos que abordar este otro mundo. Dios nos ha empujado hasta el umbral, nos ha empujado hasta su linde: hay que sobrepasar esta linde y entrar; porque vivir es entrar en el mundo verdadero; de hecho las cosas pasan a ser cien veces más hermosas. También la chica que quieres está hecha de Otro, está hecha de Cristo –«Todo consiste en Él»– las montañas, el cuerpo de esta chica está hecho de Otro, porque por sí sola no sería nada, nada. ¿Quién ha hecho que la encontraras? El Señor del tiempo, el que es dueño del tiempo, el Señor de la historia. ¿Quién te la da para siempre? Él, que asegura la eternidad en la relación, sin la cual uno, o no lo piensa (y entonces es tonto) o se muere, se ahoga.
L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, pp. 64-65
Y cuando volvieron por la noche, al acabar la jornada –probablemente recorriendo el camino en silencio, porque jamás habían hablado entre sí como en ese gran silencio en el que el Otro hablaba, en el que Él seguía hablando y resonando dentro de ellos– y llegaron a casa, y la mujer de Andrés, mirándole, le dijo: «¿Qué te pasa, Andrés? ¿Ha pasado algo?». Y sus niños, asombrados, miraban a su padre, que era él, sí, era él, pero era «más» él, era distinto. Era él, pero era distinto. Y cuando –como dijimos una vez conmovidos con una imagen fácil de pensar porque es muy realista– ella le preguntó: «¿Qué ha pasado?», él la abrazó. Andrés besó a sus hijos y abrazó a su mujer: era él, ¡pero jamás la había abrazado así! Era como el alba, la aurora o el crepúsculo de una humanidad distinta, de una humanidad nueva, de una humanidad más verdadera. Como si dijese: «¡Por fin!», sin creer a sus propios ojos. ¡Pero era demasiado evidente para dudar de sus propios ojos!
(L. Giussani, A través de la compañía de los creyentes, p. 42)
¿A quién podemos decir tú más que a este Tú? Únicamente por este Tú cobra consistencia también el tú que decimos a la persona amada, a todos los demás; este Tú personaliza también nuestra relación con todos. (…) Nadie tiene un nombre propio; si no estuviera Cristo, no tendríamos nombre: todo se reduciría a un soplo.
(L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, p. 395)
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