Pasó gran parte de su vida en la Argentina. En 1970 se dio cuenta de que el Señor le había concedido el don de curar. Desde ese momento hasta la muerte se dedicó completamente al servicio de los enfermos. Construyó en la provincia de Buenos Aires una obra asistencial que continúa hoy a través del encuentro de la señora Perla con CL y AVSI
Se levantaba a las tres de la mañana, atendía a centenares de personas por día y, durante casi un cuarto de siglo, cada año inauguraba un servicio en su obra en una de las localidades más pobres de la provincia de Buenos Aires y a la que acuden todavía hoy unas 50.000 almas. El padre Mario Pantaleo, un italiano de carácter impulsivo que respondió en 1948 al pedido de sacerdotes para la Argentina, había descubierto que tenía capacidades excepcionales para detectar y curar enfermedades y puso esta riqueza al servicio de los más necesitados.
El último 19 de agosto - a diez años de su fallecimiento -, el mausoleo que custodia sus restos fue visitado por más de 5.000 fieles que, con fotos de algún familiar enfermo en las manos, pedían su intercesión. Las paredes externas de la casita donde vivía - convertida en museo - están cubiertas de placas de agradecimiento por gracias recibidas.
La casa, el mausoleo y la iglesia conforman el núcleo central de la Obra del padre Mario ubicada a 30 km al sudoeste de la ciudad de Buenos Aires, en el barrio Villa del Carmen en González Catán, donde funcionan numerosos servicios y acciones sociales en una gran zona con edificios que ocupan 20.000m2.
Muy diferente era el paisaje a fines de los ´60 cuando el padre Pantaleo compró allí un pequeño terreno: unas pocas viviendas en medio de barro y cañas entre las que él mismo construyó la suya. Él, que hasta los 12 años había vivido en un palacio de su adinerada familia en Pistoia, en la Toscana - donde nació en 1915 -, optó por una casa humilde entre los que menos tienen. «El Evangelio entero es una parábola de la caridad - dijo el padre Pantaleo en una homilía -; Cristo obedece al Padre y deja la eternidad de los cielos para abrazar a cada una de las criaturas. Para que cada una de ellas tenga su propio cielo, el perdón, la misericordia y las manos calientes de un hermano. La caridad se transforma de algún modo en la mayor gracia que Dios nos ha concedido. Practicarla nos transforma en redentores, junto a Cristo, de nuestros propios hermanos».
Instrumento de Otro
Cuando Mario Pantaleo llegó a la Argentina como sacerdote misionero, ya conocía y amaba este país donde vivió de los 12 a los 19 años. En 1927 sus padres habían emigrado junto a sus cuatro hijos con la intención de rehacer la fortuna perdida en la primera guerra mundial y favorecer, con el cambio de clima, a Mario que sufría de asma. Pero no les fue bien con los negocios y el matrimonio volvió a Italia dejando a los chicos durante cuatro años como internos en un colegio de salesianos en Córdoba. De nuevo en Italia, Mario entró al seminario de Arezzo y fue ordenado sacerdote en 1944.
Aquel pequeño hombre - su estatura era de 1,51m - que escribía ensayos filosóficos y no paraba de trabajar, fue capellán de dos hospitales en la provincia de Santa Fe. Allí comenzó a estudiar filosofía y en 1960 decidió mudarse a Buenos Aires para continuar esos estudios (cuya licenciatura obtuvo once años después). En la capital fue nombrado capellán del Hospital Ferroviario.
A principios de los ‘70 el padre Pantaleo se dio cuenta de que tenía el don de curar cuando visitó a un afamado poeta para darle la extremaución. Ante la sorpresa de todos, incluido el padre Mario, el moribundo empezó a mejorar apenas el sacerdote le impuso las manos. La noticia se difundió rápidamente y Pantaleo fue objeto de todo tipo de comentarios periodísticos que irritaron a los obispos durante los primeros tiempos. «No soy más que un instrumento de la decisión de Dios, de su poder de sanación sobre la tierra», explicaba el padre Mario. Al principio atendía a los enfermos en casas de familias y se negaba a recibir dinero por su servicio.
«Yo tenía un cáncer hermorrágico desde hacía cinco años. Habían hablado de que me quedaban tres meses de vida. Un día mi marido, que era médico, me dijo que había un sacerdote que curaba», cuenta la señora Aracelis Perla, presidente de la Obra del padre Mario. «Confieso mi total escepticismo y además un cierto fastidio porque soy católica practicante y me resultaba chocante que un sacerdote hiciera esas cosas. Fui a verlo por pedido de uno de mis hijos a la casa de una familia de hacendados muy conocidos en Buenos Aires donde atendía. En una sala sin muebles había gente parada contra las paredes. Yo me quedé mirando lo que hacía: pasaba la mano por alguna zona del cuerpo sin tocar. Dejaba un momento la mano quieta y después frotaba o algo así, y pasaba al siguiente. Con un cigarrillo en una mano se me acercó y, sin hablar, me puso la mano frente al vientre. ¿Cómo sabía que ahí estaba el cáncer? Todavía hoy, cuando lo pienso, me asombro. Inmediatamente sentí que la sangre no fluía más». La señora Perla nunca más sufrió de hemorragias y nunca más se separó del padre Mario. Fue su asistente y principal colaboradora para la construcción de la obra en González Catán, donde Pantaleo iba cada vez que podía hasta que obtuvo el permiso de la Iglesia para vivir y trabajar allí, en 1976.
Por eso la dedicación del padre Mario a la atención de los enfermos fue completa, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde - con una interrupción para almorzar y de una breve siesta -, en una casa que le habían obsequiado en el centro de Buenos Aires. No se tomaba más de 7 u 8 días de descanso durante los cuales visitaba amigos en Brasil, Alemania o Italia que lo esperaban también ellos con filas de enfermos a los que atender. Fue perseguido por la policía y por algunos profesionales médicos que lo acusaban falsamente de medicar sin contar con un título. Él, obstinado y luchador como pocos, a los 63 años volvió a la universidad y en dos años se graduó como psicólogo. En la misma casa donde atendía a los enfermos se solía reunir los domingos a estudiar con sus jóvenes compañeros de facultad.
Quien lo conoció asegura que era muy difícil que claudicara ante la aparente imposibilidad de cumplir algún deseo. Prueba de ello es su encuentro con Juan Pablo II. Conmovido por la autorización de la Santa Sede para llamar Cristo caminante a la iglesia en Gonzáles Catán - nombre inexistente en el calendario litúrgico - quiso agradecer en persona al Papa y viajó a Roma en 1979. En medio de una multitud en plaza San Pedro pidió a un guardia suizo que le permitiera entregar personalmente un regalo que traía de la Argentina para el Santo Padre cuando éste pasara por donde él se encontraba. Imposible por razones de seguridad, dijo el guardia: el padre Mario, observándolo, le preguntó sobre una molestia en una rodilla que le provocaba mucho dolor, pero de la cual el guardia no había hablado. Pantaleo le impuso las manos y alivió su sufrimiento. Después insistió con su pedido y esa mañana, cuando el papamóvil pasó a su lado, se detuvo y se le permitió al padre Mario subir el tiempo necesario para que abrazar al pontífice y entregarle el obsequio.
Al servicio de las necesidades
En agradecimiento por los resultados de sus tratamientos, el padre Mario recibía todo tipo de regalos (obras de arte, ropa, alimentos) que vendía o regalaba a los pobres hasta que sus amigos lo convencieron de que recibiera dinero para la construcción de la iglesia y la obras de ayuda que tanto anhelaba. De esa forma, en tres meses pudo comprar el terreno para la iglesia y rápidamente se levantaron los demás edificios: un salón maternal, un jardín de infantes, una escuela de primero y segundo ciclo y un instituto terciario, un taller para discapacitados, un policlínico, un centro de atención para ancianos y un polideportivo.
La actividad de la obra del padre Mario cambió la fisonomía del barrio Villa del Carmen donde viven alrededor de 120.000 personas, más de la mitad de los cuales sufren el desempleo, falta de servicios de agua, gas, luz y graves dificultades de acceso a la educación y la salud . La obra se convirtió en punto de referencia para la cobertura de las necesidades básicas. La oferta educativa (desde salón maternal hasta el nivel terciario) alcanza a 2.600 alumnos, en un año el policlínico atiende a más de 30.000 pacientes, son casi 200 los discapacitados y 70 los ancianos que reciben contención en los respectivos Centros y cerca de 7.000 los jóvenes que practican allí diferentes deportes.
«El padre Mario no se preocupaba tanto de su persona, sino que todo su tiempo era dedicado a la obra y a la gente que lo buscaba pidiendo ayuda para el cuerpo y el espíritu», cuenta Perla quien lo acompañó en su última y mayor preocupación: encontrar ayuda para la continuación de la obra una vez que él ya no estuviera. Visitaron juntos congregaciones y fundaciones argentinas y extranjeras. Llegaron ante la Madre Teresa de Calcuta quien se interesó por la obra hasta que percibió una dificultad: el acento en la propuesta educativa. «Mis monjitas son analfabetas», se disculpó.
La señora Perla
Pantaleo falleció en 1992 sin haber encontrado el apoyo que buscaba. Dejó a la señora Perla a cargo de la obra y ella, que con la muerte del amigo creyó haber perdido “la brújula y el alfabeto”, estuvo dos años sin saber bien qué hacer hasta que retomó la búsqueda de una experiencia que pudiese favorecer la fidelidad al ideal por el cual la obra había nacido.
«En conocimiento de esta preocupación, Eleonora, una señora de Comunión y Liberación, me invitó a conocer a la presentación de un libro de monseñor Giussani en Buenos Aires», cuenta Perla. Quedó conmovida por lo que se dijo del Movimiento e, inmediatamente después de la presentación, se acercó al cardenal Bergoglio y le comunicó su intención de ponerse en contacto con este movimiento. El Cardenal la alentó en esa dirección y ella se puso “a investigar qué era CL”. En junio consiguió una audiencia con Juan Pablo II y también a él le comentó su intención. Comenzó entonces una serie de encuentros que terminaron en dos proyectos del AVSI de reducción de la pobreza y vulnerabilidad de familias y jóvenes y de adopción a distancia que ya están en marcha.
El deseo de Perla fue entonces conocer a don Giussani. En octubre pasado fue invitada a dar una conferencia en el Banco Interamericano de Desarrollo en Milán. Viajó, aunque los médicos se lo desaconsejaban, porque pensó que era su oportunidad de conocer a don Giussani. Y así fue: «Fue un encuentro conmovedor que me recordó el momento en el que conocí al padre Mario», dijo Perla quien con sus 76 años confiesa que de esta forma «se me fueron acercando las oportunidades de enamorarme de CL. Y acá estoy, totalmente enamorada de todos ustedes, enamorada de la vida porque por fin he encontrado un remanso para este tremendo buscar que fue mi tiempo final».
La obra del padre Mario, que nació de un hombre que se puso al servicio de los pobres y de los enfermos, continúa ahora en el seguimiento a una simpatía humana que multiplica los lazos de amistad.
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