No basta un punto para cerrar una historia. Y ese puntito tras la palabra ‘amén’, orgullosamente exhibido por la gráfica del título (Amén.), es casi más irritante que la cruz cristiana que en el manifiesto de Toscani se confunde con la esvástica. Bastaría esto para describir la película: perentoria, tosca, definitiva como un punto final. Bastaría, pero no basta, dado el argumento que, aún más que la película, merece nuestra atención. La historia es conocida: la película retoma el apólogo El vicario, que el alemán Hochhuth escribió en los años sesenta, para acusar al Papa Pío XII de haber presuntamente callado ante el drama del exterminio nazi de los judíos, por intereses y debilidad. La obra relata la historia paralela de dos personajes “incómodos”: histórico el primero, el oficial de las SS Kurt Gerstein, fruto de la invención el segundo, el joven jesuita Ricardo.
Las argucias de Costa Gavras
Menos previsible es el lenguaje que emplea el director para narrar certezas sólo avaladas por un panfleto político obsoleto. Costa Gavras se salta la historia a la torera, se inclina por la vertiente intimista y aborda los hechos con el sentimiento. No muestra y no demuestra, corre a las conclusiones que son idénticas a las premisas, juega al corro de la patata. Todos los personajes son de los buenos o de los malos, criminales o héroes. No merece la pena detenerse en las escenas más burdas: las monjas que examinan con dureza a los enfermos mentales que van a morir, los cardenales rollizos que se chupan los dedos pringados de jugo de langosta, las miradas gélidas de un Papa de chacota. Mejor interrogarse por las argucias de Costa Gavras, que le han ganado fama de intelectual: los temas altisonantes, el falso rigor, un ritmo entrecortado más propio de un thriller psicológico, las elipsis. Por ejemplo, hay una escena - que por otra parte ha elogiado la crítica - que delata la opción del director y las graves dificultades entre las que se debate. El oficial Kurt Gerstein, el alemán bueno, experto en destrucción de parásitos “de todo tipo” y en tratamiento de gases, llega de visita a los campos de concentración. Al fondo, alambre espinoso, torretas y nefastos caminos humeantes. En la pared de la barraca, una mirilla permite ver en el interior. He allí el horror, anunciado por una dirección ladina, ofrecido y evadido antes de su constatación. La secuencia, que tiene su fuerza dramática y muchas pretensiones semánticas (la muerte no se puede representar, se reproduce fuera de la escena al igual que en la tragedia griega), retoma una técnica eficaz que divulgó la serie televisiva Holocausto, emitida por la NBC a fines de los años setenta con audiencia puntera. Una técnica televisiva donde los protagonistas son expresión absoluta del bien o del mal, y el director sustituye a Dios, dejando creer que él puede ver lo que no se puede representar. Para los espectadores, «una ocasión de un escalofrío táctil y de una emoción póstuma. Un escalofrío disuasivo de sí mismo, que en virtud de la estética de la catástrofe los hará rodar en el olvido con la conciencia tranquila», anotaba Baudrillard. La mirilla que enseña y oculta, el estribillo de los trenes que pasan, que van llenos y vuelven vacíos, los fuegos que unas figuras sombrías encienden y apagan en la oscuridad: «Mis ojos serán los ojos de Dios en aquel infierno», recita Kurt. ¿Qué decir? Que el encuadre como enjuiciamiento moral de hitchcockiana memoria, la mirada que ejerce un juicio, son otra cosa. Y, si de ética es preciso hablar, ¿qué decir de la promoción de la película centrada en el escándalo falso de un manifiesto que promete revelaciones y no ofrece ninguna?
Diálogos toscos y apodícticos
A estas alturas, el pudor requeriría que nos abstuviéramos de citar los diálogos, desde siempre punto fuerte y débil de la cine-verborrea de Costa Gavras. Escuchados al cabo de un tiempo, suenan toscos y apodícticos. Le irían de miedo a una película del Oeste o de espadachines, pero estamos en la película equivocada. Veamos algunos ejemplos. Alemanes malos: «Lo que es potable para un eslavo, no está dicho que lo sea para un ser humano»; «Dios decide. Nosotros simplemente ejecutamos»; «El hombre desciende del mono, pero negros y judíos se quedaron a medio camino»; «Feliz quien ignora lo que no se puede cambiar»; «No trabajes para salvar tu alma, sino para salvar tu gente»; «Olvida todos esos estúpidos sentimentalismos». Entre los malos, no podía faltar la Iglesia. Cura malo: «¿Cómo está el abominable señor Hitler?». Cardenal malo: «¿Cómo está el fascinante señor Hitler?». Papa: «Exigimos explicaciones. Referid nuestra rabia y nuestro dolor. No, mejor: nuestro dolor y nuestra rabia». Y más, y más: «Diplomacia y Evangelio no pueden casar»; «La Iglesia se hace con paciencia, fe y duro trabajo»; «Está la vida como es y la vida como debería ser. Lamentablemente, debemos vivir la vida como es».
Pero, ¿por qué?
Queda abierta una última pregunta. ¿Por qué un director exitoso como Costa Gavras, que ha vinculado su fama a títulos “fáciles” como Z (1969) y Missing (1982), opta por una película de carácter histórico sobre un período tan complejo y controvertido? Especialista en traducir temas políticos al lenguaje emocional de la ficción, bajo forma de ficción documental, libertario por vocación y elección, Gavras es un autor “en contra” por definición. Ha abordado la dictadura militar en Grecia, las purgas estalinistas en Checoslovaquia, las alianzas de la CIA con Pinochet, las ambigüedades del conflicto palestino-israelí, el Ku-Klux-Klan y la derecha fascista americana, las culpas de Europa tras la caída del Muro y el poder manipulador de los medios. Entusiasta, empuñando certezas y defendiendo las causas vencidas de antemano, ha contado con estrellas carismáticas y liberales que garantizan la película y los espectadores de lo “políticamente correcto”: Yves Montand, Debra Winger, Dustin Hoffman, Mathieu Kassovitz, incluso Roberto Benigni (Clair de femme, 1979). Hasta hoy. Hay que entender a este director rozando los setenta, nacido en Grecia bajo el régimen de los coroneles, que vivió en Francia primero y en Hollywood después, pluri-condecorado por sus películas. Envejece, mira alrededor y el mundo le resulta confuso. ¿A quién culpar? Queda un foco del mal, la Iglesia. Existe un Papa que alentó las almas durante los años oscuros del nazismo y del comunismo. Y una institución milenaria que es preciso abatir. Ahí está el último frente, el enemigo, la batalla imposible. ¡Y al diablo con la historia!
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