Desde un kibbutz de la Alta Galilea, las palabras de una judía a quien conocimos casi por casualidad. «La esperanza es este diálogo que ha surgido como una bendición... este milagro es lo que ha hecho que abráis las verjas a vuestros hermanos mayores».
Vuelvo a casa dejando a mis espaldas Kiriat Shmone. Hace un día extraño, se alterna la lluvia abundante con un sol cegador. En el borde de la carretera que recorre la parte alta del Valle del Hula veo coches parados y muchas personas que sacan fotos. Me doy la vuelta llena de curiosidad y aparece ante mí un soberbio, perfecto y brillante arco iris que se extiende orgulloso por el cielo, desde occidente hasta más allá de los altos del Golán. Es una imagen que por un instante me deja sin aliento. Desde niña el arco iris ejerció sobre mí un poder misterioso y lleno de fascinación a través de esa magia de colores distintos que, uniéndose y permaneciendo ellos mismos, se vuelven poesía. El rojo, el amarillo, el verde, el azul, uno junto al otro, parecen unirse en un único espectáculo increíble para mostrar de nuevo Su benevolencia, Su querer hacernos felices. Y nosotros observamos, nos llenamos de esa belleza y nos quedamos nuevamente estupefactos. Cuando Noé bajó del arca, en donde llevaba animales de todas las especies, el arco iris estaba allí, majestuoso, un triunfo de colores ante aquella multitud de diferencias, de sonidos, de formas, de pensamientos, de corazones.
Y el azul y el rojo, la vaca y el pavo, la rosa y el espino blanco tienen el mismo valor: ¡cada persona y cada cosa han sido creadas para dar algo al mundo! A cada uno de nosotros, a cada fruto, a cada flor del campo, a cada nota musical, a cada criatura viviente se le ha concedido el don de la unicidad, hemos sido creados distintos uno del otro para ser nosotros mismos y para formar parte, con nuestra particularidad, de un designio divino aparentemente inexplicable. Cuanto más acentuada sea la particularidad de cada uno, más fascinante será el encuentro entre las diversas entidades. Un arco iris todo amarillo no sería menos brillante... ¡pero todos los colores del arco iris que inundan tus ojos al mismo tiempo son una sensación indefinible! Una sola nota es un sonido, la secuencia de muchas notas minúsculas se convierte en una obra inmortal.
Comprender y estudiar las diferentes culturas, las tradiciones de los pueblos, las fiestas, las costumbres, las oraciones, los nombres, los proverbios y las nanas de los demás, de aquellos distintos de nosotros por religión, por nacionalidad o por pueblo es una de las aventuras más emocionantes del mundo. Es algo que debemos enseñar a nuestros propios hijos desde pequeños.
Nosotros creemos en Dios, lo llamamos Dios de Israel, aceptamos sus leyes como está escrito en la Torá... pero hay otros que llaman Dios a Jesús, y otros que lo llaman Alá, o Buda, y esto no impide que se puedan sentar en torno a una mesa a comer, cada uno sus alimentos, para preparar un proyecto u organizar un espectáculo.
El Papa Juan Pablo II, y después don Giussani, nos ha definido a nosotros los judíos como “hermanos mayores”, y como tales miramos y aceptamos a los otros hermanos con benevolencia, con curiosidad, pero no todos estos hermanos nos aceptan con la misma tolerancia, como tampoco lo hicieron a lo largo de los siglos. Recorremos el mismo camino desde hace cuatro mil años esperando que alguien o algo mejore el mundo. En el curso de los siglos muchos han optado por tomar otro camino, que quizá aparecía ante su corazón más luminoso o florido. A menudo se ha tratado, incluso con la fuerza, de hacernos cambiar de camino también a nosotros, persiguiéndonos o tratando de suprimirnos porque nos obstinábamos en recorrer ese antiguo camino indicado por la Torá. Hemos padecido torturas y humillaciones, hemos sufrido y esto nos ha hecho paradójicamente tolerantes hacia los demás porque conocemos el sabor amargo del sufrimiento, de la destrucción, del deseo de anularnos. Y cada viernes por la noche bendecimos el vino diciendo: «Recuerda lo que se te hizo en Egipto».
Como los jirones de la túnica de José vendido por sus hermanos nosotros, distintos unos de otros, estamos esparcidos por el mundo, y esos jirones son como una señal sobre nuestro cuerpo. ¡Nosotros, jirones de la misma túnica, nosotros, judíos, tan unidos y tan distintos entre nosotros, tenemos mil afinidades sutiles también con los demás pueblos!
Creo que el hombre que es rico interiormente, que ama aquello que tiene, que está seguro de sí mismo y de su fe puede amar y aceptar a los demás sin reservas. No tiene necesidad de sobresalir, de imponerse a sí mismo y su fe a los demás. El que utiliza la fe para dominar se aleja de Él. ¿Cómo puede desear Dios, que nos ha creado y nos ha regalado la tierra para vivir y crecer, que Sus hijos se autodestruyan en Su nombre?
Por esto enseño a mis alumnos a escuchar, a apreciar, a preguntar, a estudiar, a respetar y a sorprenderse del milagro que puede originar el encuentro con los demás, con aquellos a los que nos abrimos, y que son distintos de nosotros, con todos aquellos que encienden una pequeña luz dándonos un signo. El diálogo es un puente entre dos orillas cada vez más lejanas, entre las cuales es imposible no ahogarse. Hoy estamos divididos, esparcidos por mil orillas: los cristianos y los judíos, los musulmanes y los budistas, la derecha y la izquierda, los religiosos y los laicos, los hombres y las mujeres, los jóvenes y los ancianos, el sur y el norte. ¿Cuántas, cuántas luchas se producirán antes de que el hombre consiga saborear el descubrimiento maravilloso que es lo nuevo, el otro?
Hace poco tiempo Giussani escribía: «Dentro de 60 o 70 años, si no ha llegado el fin del mundo, nosotros y los judíos seremos una sola cosa...».
Mi compañero, padre de mis hijos, y yo somos una sola cosa. Sin embargo somos completamente distintos: tranquilo y reflexivo él, tempestuosa yo, físico y matemático él, artista yo, casi incrédulo él y en diálogo permanente con el Cielo yo... Pero somos una sola cosa, y nuestros hijos son la expresión más bella de esta unidad, en donde todo se funde para crear una positividad.
Los últimos eventos arrojan un poco de esperanza. La esperanza es este diálogo que ha surgido como una bendición, después de dos mil años, entre nosotros y vosotros. La esperanza es este milagro inestimable que hace que hayáis abierto las verjas a vuestros maltratados hermanos mayores y que, por mérito de este padre de todos vosotros que es don Giussani, hayáis sentido el deseo de descubrir ciertas raíces profundas que no pensabais ni siquiera que fuesen también vuestras. ¡Qué consuelo! ¡Un don, un verdadero milagro! Es sólo el comienzo... tenemos que hablar, tenemos que mirarnos, mostrar todavía más nuestros rostros olvidados, descubrir los valores comunes, los que se transmiten de padres a hijos desde los albores de la humanidad y que tantos intentan monopolizar. Es posible que nuestra generación no tenga esta alegría, quizá no es todavía el momento, pero tenemos la responsabilidad de nuestros hijos, y de los hijos de nuestros hijos. Que Dios los proteja. Si el Profeta Isaías lo ha dicho, tarde o temprano sucederá: «De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4).
Amén, que así sea.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón