Fragmentos del testimonio de Jesu´s Carrascosa, fallecido el pasado 9 de enero a los 84 años, durante el Triduo Pascual de los Bachilleres de 2019
Durante los años de mi juventud no llegué a amar a Jesús porque Cristo era uno que vino y se fue. No tenía ni idea de que se hubiera quedado presente. Lo descubriría muchos años después. Hay un poema de León Felipe, un poeta español que tuvo que huir a México tras la guerra civil, que dice que Cristo «vino, nos marcó nuestra tarea y se fue». Entonces yo pensaba: «Sería mejor que no hubiera venido, ¡porque tareas ya tenemos bastantes!». En definitiva, aunque había ido a un colegio católico, no había alcanzado la certeza de la fe.
En España estaba la dictadura de Francisco Franco (que duró cuarenta años, hasta 1975). No había libertad, que se reunieran más de veinte personas era delito, no se podía hablar libremente porque te arriesgabas a acabar en la cárcel. Por aquel entonces conocí a un grupo de intelectuales que luchaban por la libertad y que habían perdido su cátedra en la universidad por su oposición a Franco, así que se ganaban la vida dando clases privadas a niños. Eran grandes profesores que enseñaban matemáticas a grupitos de diez críos porque ni siquiera podían dar clase en un instituto. Con esa gente descubrí la anarquía, el amor a la libertad. En El sentido religioso, don Giussani dice que el anarquista es deseo de libertad y «afirmación de sí mismo hasta el infinito».
Además, yo pensaba: «Lo que deseo, si es verdadero, se tiene que poder vivir ahora», no como los comunistas, que decían: «Hay que luchar para que otros puedan ver lo que nosotros no veremos nunca». Me parecía mucho más humano vivir una experiencia que afirmaba: «Si lo que vivimos es verdadero, se tiene que poder vivir desde ya». Viví una experiencia comunitaria bellísima: vivíamos juntos, poníamos en común la mitad de nuestro sueldo. Nació una editorial para difundir la cultura, porque el anarquismo ama la cultura, y como tapadera para poder viajar por España dando cursos de política y sindicalismo. Conocí gente interesantísima porque buscaba el todo. Además era el máximo del idealismo. Pensad que en aquella editorial todos los cargos rotaban para evitar la tentación del poder, así que hasta a mí me tocó ser director.
En esa época entré en una crisis muy profunda porque pensaba: «Yo estoy dando la vida por algo que no se ha planteado el problema fundamental, porque el mal existe». Eso a mi mujer le preocupaba mucho. En esta situación, José Miguel Oriol, que se encargaba de las publicaciones de nuestra editorial, se fue a la feria del libro de Fráncfort y vio el stand de una editorial italiana –que se llamaba y se llama Jaca Book– cuyas publicaciones eran muy interesantes. Después de conocerse, los responsables de la Jaca Book le dijeron: «Tienes que venir a Milán a conocer al viejo». El viejo era Giussani. Lo llamaban «el viejo», afectuosamente, ¡y solo tenía cincuenta años! Así que Oriol fue y cuando volvió a España le dije: «Yo también quiero conocer a ese hombre». Entonces fuimos a Milán. Giussani nos estaba esperando con más gente en un buen restaurante (todavía recuerdo la calle). Esa noche vi que tenía un amor a la razón y una libertad que me cautivaron. Don Giussani ofreció la posibilidad de acoger en Milán a dos personas de España. Hablé con Jone, mi mujer, que había estudiado enfermería y trabajaba en un gran hospital, le quedaba un mes para conseguir una plaza fija, pero me vio tan mal que me dijo: «¡Vamos nosotros a Milán!». Y nos fuimos a Milán.
Giussani nos remitió allí a la familia de un arquitecto. Llegamos a Milán un jueves y el sábado nos llamaron por teléfono: «Españoles, ¿qué hacéis este fin de semana?». «¿Este fin de semana? Acabamos de llegar, visitaremos Milán». «¿Y por qué no venís con nosotros?». «¿Qué vais a hacer?». «Vamos a una casa de campo, ¿os venís?». «Vale, vamos con vosotros. Ya habrá tiempo de conocer Milán». Fuimos y nos encontramos con un grupo de italianos, recién casados, con niños muy pequeños. Eran amigos: unos iban a la compra, otros cocinaban, otros se encargaban de la bebida. Comimos en el campo. Los niños jugaban. Allí se comía, se bebía, se discutía animadamente, pero esas discusiones no nos dividían, al contrario, nos unían. Al acabar de comer volvimos a casa y mi mujer me dijo: «Los italianos de este movimiento [no podía decir más que “este movimiento”] son más amigos que nosotros con nuestros compañeros españoles». Esa es la clave de todo. Usaban un libro de oraciones y mi mujer dijo: «Me lo compro. Nosotros también vamos a empezar a rezar». Empezamos así, siguiendo a esa gente, porque veíamos en ellos algo distinto. Lo que Giussani nos había dicho lo veíamos hecho carne en aquel grupo. Eran amigos porque vivían algo más grande que ellos, algo infinitamente más grande que ellos, que para ellos lo era todo. Veías en ellos una comunión, y al mismo tiempo veías una liberación, el deseo de cambiar la sociedad, de comunicar a Cristo dentro del mundo. Ese fue el primer acercamiento.
Al cabo de dos años, cuando nos despedíamos de Giussani, nos dijo –nunca lo olvidaré–: «Me alegro mucho de haberos conocido y os deseo muchas cosas bellas». No nos preguntó: «¿Vais a hacer el movimiento en España?». No, nada de encargos asociativos, solo: «Me alegro de haberos conocido». Recuerdo que le dije: «¿Cuándo nos volveremos a ver?». Entonces se sorprendió y a partir de ahí cambió todo. «Cuando queráis. El 26 es fiesta en Italia, el 27 voy a Madrid». Y vino a Madrid por cuatro gatos, literalmente, Oriol y su mujer, Jone y yo: solo por nosotros cuatro. Volvimos totalmente decididos a hacer el movimiento en España, pero yo empezaba a sentir un peso, volví a entrar en crisis (las crisis son muy interesantes, el único problema es salir con vida para contarlo, porque de las crisis siempre nace algo más grande, si uno las sabe afrontar). El caso es que estaba triste y en esos días Giussani me llamó: «Me han invitado a Barcelona, ¿acepto?». Fijaos, me llamó y me dijo: «¿Debo aceptar o no?». «Acepta. ¿Te pagan el viaje?» –nosotros no teníamos ni un duro–. «Sí». «Entonces nos vemos en Barcelona y luego vienes a Madrid».
En Barcelona viví una de las experiencias más grandes de mi vida. Yo estaba muy triste porque no lograba hacer el movimiento. Ese día había una niebla terrible. El aeropuerto estaba cerrado y las luces de la pista de aterrizaje apenas se veían. Los aviones que habían aterrizado la noche anterior podían despegar, pero no aterrizar. Yo le conté a Giussani todas mis penas: «Tienes que ir pensando en otro para el movimiento en España porque yo no valgo, no me sale nada». Y él me decía: «Pero está el sol». ¡Si había una niebla inmensa! Cuanto más le contaba mis penas, más me decía: «Pero está el sol». ¿Qué querrá decirme? Subimos al avión, niebla total. Despegamos y a los diez segundos aparece el sol. Giussani me mira y dice: «¡Ahí está el sol!». Este episodio se me ha quedado grabado para toda la vida, ¡para toda la vida! Cuando la niebla me asalta, pienso: «Pero está el sol». Si has visto el sol, aunque solo sea una vez, no puedes poner en duda que esté ahí. «Carras, está el sol». Yo decía: «¿Y entonces?». Fijaos en lo que me dijo: «Carras, tengo que decirte una cosa. Si tú quieres hacer lo que yo he hecho, ¿por qué no haces como he hecho yo?». «¿Y tú qué has hecho?». «Yo me fui a dar clase a un colegio». Tenía 39 años (¡el último chaval de quince años con el que había tratado era conmigo mismo! De hecho, en cuanto uno cumple 16 años ya ni mira a los de 15) y respondí: «Entonces voy a dar clase». Me puse a buscar trabajo, encontré un colegio y empecé.
Llegó un momento en que Giussani me nombró responsable de la Secretaría internacional de CL. Iba a Milán todos los lunes, estaba allí un par de días y luego volvía a Madrid. Después preguntó a los responsables del movimiento en España si había alguien disponible para ir a Italia a abrir el Centro Internacional de Comunión y Liberación en Roma, de cara al Gran Jubileo del año 2000. Jone había descubierto la fisioterapia durante nuestra primera estancia en Italia, había estudiado fisioterapia y había abierto una clínica en Madrid con seis fisioterapeutas. ¡Me parecía una locura dejarlo todo! Pero mi mujer me dijo algo inolvidable: «Carras, estoy rezando la oración de Moisés». «¿Y cuál era la oración de Moisés?». «Moisés le dice al Señor: “Si tú no vienes con nosotros, no nos movemos de aquí”» (cf. Éx 33,15). Me quedé de piedra y dije: «¡Qué bonito! ¡Vaya mujer que tengo!». Cuando llegó el momento nos miramos y dijimos: «Eso quiere decir que se viene con nosotros», y nos fuimos a Roma.
Voy a contaros una cosa. Era el mes de julio, en Milán hacía un calor horrible. Era la primera vez que Carrón me acompañaba en un encuentro internacional del movimiento. Fuimos a casa de Giussani, y había en la mesa una botella de agua toda “sudada” porque la acababan de sacar del frigorífico y estaba helada. Mirándola, Giussani nos dijo: «Para mí Cristo está tan presente como esto», mientras acariciaba la botella, mientras la humedad de la botella resbalaba hacia la mesa. Yo miraba esa mano tocando aquella botella y pensaba: «Quiero que algún día Cristo esté tan presente para mí como lo está para él».
Es un recuerdo inolvidable. Giussani decía que la fe es reconocer una Presencia, es decir, no es alguien que vino y luego se fue, como pensaba en mi juventud. También decía que rezar es hacer memoria de esa Presencia que responde a todas nuestras preguntas. Todo eso lo entendí gracias a don Giussani y a chavales como vosotros que lo siguieron. Descubrí que el principio unitario es este Tú; el Tú de Cristo es el principio unitario que despierta esa capacidad de amistad que es la comunión. «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo» (cf. Mt 18,20), «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20), «Te pido, Padre, que, como tú y yo somos uno, ellos también sean uno para que el mundo crea» (cf. Jn 17,21). Ese ser una sola cosa entre nosotros gracias a Él es la felicidad de la vida porque no estamos hechos para vivir solos, no estamos hechos para decir: «¡Qué bien, nadie me quiere!». Nunca he encontrado a nadie que grite eso. En cambio, me he encontrado con mucha gente que lloraba porque creía que nadie la amaba.
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