Visita a los cristianos de Cisjordania, a pocos kilómetros de las bombas, entre la pobreza y la espera de la paz. «Con todo este dolor, nuestra fe ha crecido. Falta todo pero confiamos en la Providencia. Y al final del día vemos que hemos recibido lo que necesitábamos»
Tel Aviv. Grandes nubes grises, cielo plomizo y lívido. El moderno aeropuerto de la capital de Israel parece desvanecerse en la oscuridad de este 11 de enero de 2024, nonagésimo séptimo día de guerra en el país. El trayecto hacia la salida está poblado de carteles con los rostros de los rehenes secuestrados por Hamás que aún no han vuelto a casa: Elia, Kfir, Ariel, Hadar, Luis, Odad, Inbar, Yoram, Elyakim, Yardim, Agam, Gadi… Más de 130 jóvenes, ancianos, padres y madres. Sus sonrisas inmóviles, impresas en el papel, se van quedando atrás mientras la gente se agolpa para pasar los últimos controles. Varios judíos ultraortodoxos con sus maletas abombadas por los shtreimel, el sombrero tradicional, discuten animadamente mientras una pareja vuelve a abrazarse. De camino hacia la estación de tren hay una gran multitud. Varios jóvenes soldados israelíes que vuelven del frente destacan por su ropa polvorienta, sus botas sucias y el fusil de bandolera.
Llega el tren con destino a Jerusalén. Después de tres meses, la guerra que ruge a pocas decenas de kilómetros parece que ya no afecta a la rutina de esta ciudad compleja y fascinante. Llueve. Por la calle, decenas de caracoles, grandes y pausados, han salido de repente. Hay poca gente por las calles del casco antiguo. El callejón que lleva al Santo Sepulcro está desierto. Tal vez este sea el único signo de los tiempos que corren: la falta de peregrinos. No hay turistas. Las agencias de viajes no se atreven a confirmar los traslados y por eso el lugar donde Cristo resucitó se encuentra vacío. Hace dos mil años aquel “vacío”, con la piedra corrida a la entrada, significó la salvación del mundo. ¿Sigue siendo así? Debe serlo, aunque el corazón grita porque la tierra de Jesús está en guerra y mueren miles de inocentes.
«Cuando todo acabe, en la franja no hará falta reconstruir casas y colegios, sino orfanatos», comenta amargamente un anciano sacerdote. Pero las dolorosas imágenes de Gaza no se ven en la ciudad santa, cuyas calles y muros muestran continuamente las fotos de los 136 civiles secuestrados por Hamás y la estrella de David se expone en todas partes. Es habitual cruzarse por la calle con reservistas vestidos de civil pero que van armados, uno de los pocos signos visibles de la guerra en una Jerusalén que aparentemente continúa con su vida. Hay tiendas abiertas, pequeños quioscos, hoteles de lujo que acogen a diplomáticos de todo el mundo, restaurantes iluminados, parques exuberantes. El Muro de las Lamentaciones y la Cúpula de la Roca ahí siguen, eternos guardianes de una historia antigua sin resolver. A pesar de la brisa, la bandera americana no ondea en la embajada que en 2016 Trump mandó trasladar a Tel Aviv. Está empapada por la lluvia. Pocas calles más allá, la residencia oficial del primer ministro, temporalmente deshabitada, y la sede del Terra Santa College. Se trata de dos grandes edificios antiguos pero parecen dos mundos separados a años luz. Sobre el tejado del palacio de los franciscanos, una pequeña imagen de la Virgen mira y protege. Les han pedido insistentemente que la retiren, resulta demasiado incómoda para una ciudad judía. Pero ahí está.
La meta de nuestro viaje es Cisjordania y las familias cristianas que viven allí. Para llegar, solo hay que recorrer unos cuantos kilómetros, cruzas el muro cuando los check point lo permiten y ya estás en otro estado. En Belén, las construcciones calcáreas se amontonan unas sobre otras, con las persianas bajadas por todas partes. Sus muros alternan viejas imágenes de Arafat con himnos a los mártires del islam y murales por la paz de Banksy.
La ciudad está aislada desde el 7 de octubre porque Israel primero cerró todos los check point y ahora los abre de manera intermitente y con controles estrictos. «Nuestra economía se apoya sobre todo en el turismo, casi 25.000 ciudadanos viven de eso. Ahora todos están sin trabajo. Además, la mayoría de los permisos de las 17.000 personas que trabajaban en Israel han sido rechazados y la Autoridad Nacional Palestina aún no ha pagado el sueldo a sus empleados. Como alcalde, siento la enorme responsabilidad del futuro de mi gente. Me gustaría que pudiéramos vivir en paz y libertad con nuestros vecinos. Pero no es así», cuenta el recién elegido alcalde de Belén, el cristiano Anton Salman.
La situación que describe es real. Aquí, donde María dio a luz a Jesús, para que una mujer pueda tener a su hijo en el hospital hoy debe pagar una cantidad equivalente a dos sueldos. Muchos restaurantes han tenido que cerrar, los precios de la fruta, verdura, arroz y azúcar se han disparado, las familias se han quedado sin ingresos y ya no pueden hacer frente ni siquiera a los gastos esenciales. Cuentan que en Gaza es todavía peor. Si antes un paquete de harina costaba poco menos de 40 shekel, ahora está entre 650 y 700. «Primero el coronavirus y ahora la guerra. Quiero salir de aquí, me quiero ir a otro país a estudiar cocina. No quiero seguir viviendo aquí», afirma un joven palestino. «Tengo dos hijos y nunca habría deseado que dejaran su país, pero si pudieran vivir en Europa tal vez las cosas les irían mejor que a nosotros», añade una mujer de unos 45 años cuya actividad empresarial se mantiene a duras penas.
Ciertamente, las cosas no son nada fáciles con las tensiones que se viven alrededor del campo de refugiados de Aida o en los asentamientos de colonos israelíes que rodean la ciudad. «La semana pasada llegaron a nuestro territorio y empezaron a cavar, sin permiso ni consideración. Como si esa tierra fuera suya», cuenta una mujer de un pueblo cercano. «Nos asusta la radicalización islámica», comenta Rami, que antes era carpintero, mientras mastica unas almendras tostadas en la puerta de su casa. «La ocupación no nos gusta, pero vivir bajo el extremismo islámico podría ser aún peor». Escupe las cáscaras al suelo, pero ni se ven entre el montón de basura que hay en la calle. Su pueblo es un laberinto de calles estrechas y abruptas, y las palabras «We are all martyrs» –en rojo: «Todos somos mártires»– son tan enormes que pueden leerse desde el otro lado del pequeño valle.
En los territorios palestinos, los televisores de todas las casas –visitaremos bastantes– emiten de manera obsesiva las imágenes de la destrucción de Gaza, la búsqueda desesperada de supervivientes bajo los escombros, el grito de los niños que se han quedado huérfanos. Sami está preocupada: teme que todo lo que ha pasado en la franja pueda repetirse aquí. «¿Cómo podemos esperar que una de las partes entre en razón? Si tan solo pudieran perdonarse…». Perdón: una palabra que cuesta pronunciar. Sami no pudo estudiar, pero ha criado a sus hijos con pragmatismo y una gran fe cristiana. Su marido es un artesano muy valorado por sus obras en madera de olivo, que vende en los bazares a los miles de peregrinos que normalmente invaden la ciudad. «Desde hace tres meses no viene nadie. No vendemos ni ganamos nada. Eso supone no poder pagar los gastos del colegio y si surgiera algún problema de salud… no quiero ni pensarlo».
Tienen grandes problemas con el agua potable, que Israel controla y que solo concede a los territorios palestinos durante pocos momentos al día. «Vamos a ducharnos y a llenar algún bidón a Beit Jala, el pueblo donde vive mi madre», explica Sami. Los papagayos brincan inquietos en sus jaulas. Nos ofrece un café árabe fuerte con bananas. Su marido no sale. «Perdonadlo, ahí es donde talla. No deja de crear, es bueno, hace cosas maravillosas. Está seguro de que las cosas mejorarán, ¡tiene una gran confianza! No quiere dejar de trabajar». En la mesa de al lado del viejo sofá hay un pequeño angelito de madera que parece cubierto de polvo. Pero no. No es polvo, son pequeñas y finísimas virutas de olivo. Ese ángel acaba de ser creado y ya ha encontrado su lugar en la casa. «Confiamos en la Providencia, rezamos juntos todos los días por el fin de esta guerra y nos ayudamos como podemos entre varias familias». Sus hijos, dice, van con gusto a ayudar en la misa y ella no tiene ninguna duda de que la Virgen les protege. «Con todo este dolor, porque tenemos que pedir ayuda para poder vivir, nuestra fe ha crecido, nuestro apego a la Eucaristía es más fuerte aún en los jóvenes, en nuestros hijos. Y al final del día vemos que hemos recibido lo que necesitábamos». Esta mujer tiene la fe firme y concreta de nuestros mayores, de quien todavía sabe arrodillarse delante de Dios para agradecer lo que tiene y pedir lo que necesita. Ni más ni menos.
El televisor en casa de Siham está encendido todo el día. El canal cristiano, que no cambia nunca, retransmite canciones en árabe desde la iglesia de Nazaret. «Son mi única compañía», dice mientras se envuelve en un chaquetón mucho más grande que ella y se hunde en el sofá. Diminuta, de cabello cano, esta pequeña mujer se quedó casi paralizada cuando era niña a causa de una fiebre muy alta y desde entonces su salud no ha dejado de empeorar: varias operaciones, una histerectomía y varios achaques. Ha estado ingresada varias veces. Su madre, que murió hace tres años, se ocupó de ella mientras pudo. Ahora se ha quedado sola. La asociación Pro Terra Sancta, vinculada a los hermanos de la Custodia, la ayuda para comprar medicinas y comida, pero la situación es dura.
«No puedo salir de casa, la última vez fue hace mucho tiempo», dice Siham. Fue un vecino quien insistió en acompañarla hasta la Basílica de la Natividad. Desde entonces no la ha vuelto a ver, su mundo está encerrado en esa única habitación. «Me encantaría volver allí, donde nació el Niño. Y me gustaría visitar el Santo Sepulcro, nunca he ido», suspira. Con dignidad y con mucho esfuerzo, se levanta con un bastón, las botas que lleva puestas están rotas y remendadas lo mejor posible. Tal vez solo las lleva cuando tiene visita. Le cuesta mantenerse erguida, pero no ha perdido su energía. «Cuando murió mi madre no le pedí a Dios que me llevara a mí también. Le pedí vivir. La vida es un gran regalo». A los ojos del mundo, la existencia de esta mujer parece miserable. Ella, por el contrario, vive agradecida. ¿Qué le permite tener esa mirada?
Un primer atisbo de respuesta lo encontramos visitando el Hogar Niño Dios de Belén, una casa-familia donde las hermanas del Instituto del Verbo Encarnado acogen a niños con grave discapacidad, huérfanos o abandonados. En Belén hay seis monjas, aparte de tres sacerdotes. Se dedican a los menores que han nacido con discapacidad en West Bank, la zona central del conflicto entre Israel y Palestina. Llegan desde Ramala, Jericó, Jenin y Hebrón, por indicación de los trabajadores sociales de la Autoridad palestina. Actualmente acogen a 36 y se saben el nombre de todos, sus historias, sus puntos fuertes y débiles. Sor Maria Roncis cuenta que «a veces las propias familias los traen aquí porque no quieren hacerse cargo de estos hijos, que consideran una desgracia, un estorbo. Pero para nosotros cada uno de ellos es un don único e irrepetible. Su esperanza de vida es breve, pero aquí son queridos. Ninguno muere triste, aunque siempre que muere alguno para nosotras es un desgarro muy doloroso».
Llegó desde la otra punta del mundo, es argentina y vino para sufrir con ellos. «Es una vocación, una llamada. Vivo en Oriente Medio desde hace 25 años. Soy fisioterapeuta de formación y para mí es una auténtica gracia estar con estos niños. En sus cuerpos encuentro a Dios escondido». Hace una pausa, como pensando bien las palabras que va a decir. «El dolor siempre es un misterio. ¿Por qué el Señor elige a estos pequeños para sufrir? ¿Qué han hecho mal? Pero Dios también los necesita a ellos. A mí, a ti y a ellos. Esta guerra es un mal real, pero con su pureza nuestros niños custodian el bien del mundo entero. No es fácil de entender, alguien podría decir que es algo “espiritual” pero en cambio es algo muy concreto. ¿Ves cómo sonríe Moira?».
Moira tiene nueve años, no habla ni camina. Pero no deja de reír con gusto mientras la cambian y la ayudan con sus ejercicios musculares. «Estos chicos son los predilectos de Dios. Tienen una tarea precisa, especial: recordar a todos que existe una posibilidad de bien hasta en el cuerpo más lisiado y en el alma aparentemente más irrecuperable. Pienso en Gaza, miro a estos pequeños que son como hijos y estoy completamente segura de esto. Son ángeles, queridos y enviados para que no olvidemos que siempre hay un punto de luz». Debe ser por eso que este sitio está tan cuidado y limpio, el gran comedor se llena de luz que entra por los ventanales y en las paredes se ven fotos de todos los niños –pasados y presentes– que acogen a cualquiera que llegue. Vuelven a tu cabeza las imágenes del aeropuerto, aquellos rostros de los rehenes. Las imágenes de Gaza en las televisiones de los hogares palestinos, esas mujeres con velo llorando ante edificios destruidos y esas expresiones de rabia por las calles. Escenas de un mundo que pide justicia pero quizá la deja en manos equivocadas. No es así para esta misionera. No es así para Siham o Sami. No es así para este pequeño pueblo cristiano que aquí –donde hace dos mil años nació, murió y volvió a la vida Cristo– nos recuerda que todo se puede pedir y que todo está, una vez más, salvado.
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