22 de febrero de 2005 - 22 de febrero de 2024
En el XIX aniversario de su muerte, apuntes de la conferencia de Luigi Giussani organizada por la Asociación Charles Péguy y el Centro Cultural San Carlo (Milán, 28 de octubre de 1992). El texto completo, que incluye un momento de diálogo después de esta intervención, estará disponible próximamente en clonline.org
Objetivamente, me parece necesario abordar este tema («El cristianismo como acontecimiento hoy») porque hoy la palabra cristianismo es más fácilmente identificada con una serie de valores morales o con una predicación de valores morales, con una preocupación por los valores morales. Con esto no estoy diciendo que el cristianismo no se interesa por los valores morales, digo simplemente que el cristianismo no coincide en absoluto con la predicación de unos valores morales. Si hemos asistido a la misa el domingo pasado, la preciosa parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14) nos habrá vuelto a sorprender una vez más. Siempre nos sorprende al final, cuando dice que el publicano salió del templo perdonado, «justificado», reconciliado, en paz, mientras que el fariseo, que había presumido de todas las cosas buenas que había hecho –y no mentía, Cristo no dijo: «El fariseo mintió», en absoluto–, salió condenado. No es inmediatamente necesario dilucidar el porqué último de esta oposición, aunque puede que lo hagamos al final, como consecuencia de otros pensamientos. Lo que quiero decir es que lo importante, para alguien que deba hablar de cristianismo, pensar en el cristianismo o vivir el cristianismo, es realmente esto: que no puede reconducir lo que le interesa o lo que quiere vivir a una serie de valores morales que él pueda obrar con su propia fuerza de voluntad. El cristianismo es un hecho, un acontecimiento, un hecho objetivo. Aunque el mundo entero dejara de creer, no se podría borrar de la historia. No hay dialéctica que valga: «Contra factum non valet illatio», frente a un hecho es inútil discutir, no se le puede oponer un razonamiento, la fuerza de un razonamiento.
El cristianismo es un acontecimiento, no es ante todo una predicación moral. Siendo un acontecimiento que implica a Dios, una iniciativa del Misterio en la vida del hombre, en la historia del hombre, creo que la premisa más importante para captarlo sea el tipo de atención o la ternura con que el hombre procura mirarse a sí mismo. Si un hombre no presta atención o no tiene ninguna ternura hacia sí mismo –una ternura como la que una madre tiene hacia su hijo pequeño–, está en una postura –digo– necesariamente hostil al acontecimiento cristiano. Una frase de Rainer Maria Rilke suele servirme como punto de partida para meditar sobre mí mismo: «Y todo conspira para callar de nosotros, un poco como se calla, tal vez, una vergüenza, un poco como se calla una esperanza inefable» («Elegía II», vv. 42-44, en Elegías de Duino, Barcelona, Lumen 1984). Nunca he encontrado una síntesis mejor de lo que el hombre siente existencialmente cuando atiende a sí mismo, cuando presta un mínimo de atención a sí mismo. Cuando se mira a sí mismo, el hombre siente vergüenza, hastío, vergüenza hasta el hastío, y sin embargo no puede negar un impulso, un ímpetu irreductible que constituye su corazón, un impulso irreductible hacia una plenitud, digamos hacia una perfección o satisfacción, que en su valor etimológico son idénticas: «perfección» tiene un significado más ontológico y «satisfacción» es más eudemonológico, más propio del sentimiento. Creo que Dios se movió hacia nosotros justamente para responder a esa percepción que, en mi opinión, vuelvo a repetir, es la única percepción realista que el hombre puede tener de sí mismo cuando se considera con atención y con ternura maternal. Si Dios se movió, lo hizo para responder al hombre, al hombre que siente vergüenza, vergüenza y hastío de sí mismo, que se topa con sus límites, con los que además es connivente, y por otro lado no logra taparle la boca al grito que lleva en su corazón, a la espera que anida en su alma.
De todas formas, Dios se ha movido para responder a la situación del hombre. Por eso dio ese paso, convirtiéndose en el salvador del hombre: él es quien salva al hombre, el redentor del hombre. Pero no quiero insistir solo en estos detalles, aunque considere necesaria esta premisa: Dios se ha movido por mí. Lo dice textualmente san Pablo: «…él que me amó y se entregó por mí» (cf. Gál 2,20). Y cada uno de los que estamos aquí –perdonadme que os diga– debe repetir, puede y debe repetir esta frase de san Pablo: «Por mí», es decir, para liberarme. Para liberarme, sí, para liberarme del hastío de mí mismo y del peso de este límite con el que me tropiezo, que advierto en todo lo que lo hago. Desde este punto de vista, el cristianismo tiene un punto de partida pesimista acerca del hombre. No en vano habla del pecado original como el primer misterio, sin el cual no se explicaría nada. Es un misterio, pero sin ese misterio no se explica nada de la contradicción que afecta inexorablemente a la vida humana. Si es pesimista, inicialmente pesimista acerca del hombre, acaba sin embargo en un optimismo, un hondo optimismo, serio y comprometido. Un optimismo por el que uno puede decir: «Si Dios está conmigo, ¿quién estará contra mí?» (cf. Rom 8,31), como afirma san Pablo. La iniciativa de Dios consistió en que el Misterio se configuró como un hombre real, asumió la realidad de un hombre de verdad, es decir, un hombre concebido en el útero de una mujer, que de un grumo casi invisible fue desarrollándose como un bebé, luego un crío, un chaval, un adolescente, un joven; hasta llegar a ser adulto, hasta convertirse en el centro de atención de la vida social del pueblo judío, que atrajo a las multitudes, las mismas que luego se volvieron en su contra, instigadas por los que detentaban el poder, hasta crucificarlo y matarlo; hasta que resucitó venciendo a la muerte.
La iniciativa de Dios, por tanto, es un hecho, un hecho íntegramente humano. A los jóvenes, para explicar lo que significa todo esto, les digo: «Pensad en un matrimonio que durante dos años no tiene hijos, imaginemos qué forma toma su vida, con qué facilidad se ordena. Al cabo de dos años, tienen un niño. El hijo perturba toda su vida y ya no pueden vivir como antes». Así pues, el hecho cristiano es como un niño que nace en una familia –de hecho, también nació como un niño–. El acontecimiento cristiano es Dios que entra en la vida del hombre y en la historia del hombre del mismo modo que entra en la historia del hombre y en la vida de su familia y en la historia de la humanidad un niño que nace de una mujer. San Juan, en su primera carta, dice a los primeros cristianos: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida», es decir, de la verdad, «os lo anunciamos» (cf. 1Jn 1,1 3), pues la verdad se ha hecho visible, audible, tangible, igual que se escucha a alguien que habla, igual que se ve a alguien que se presenta, igual que se tocan las manos de un amigo.
Llegados a este punto podría detenerme porque lo único que hay que hacer una vez aquí es mirar este acontecimiento a la cara, mirar lo que ha sucedido. Entonces uno siente realmente toda su responsabilidad llamada a reconocerlo o negarlo, porque se puede reconocer o se puede negar. Mucha gente que lo vio lo reconoció enseguida, pero luego no lo reconoció, y gritó: «¡Crucifícalo!» (Mc 15,13-14). Lo podemos comprender, pues sabemos por experiencia qué es el hombre, cómo puede comportarse. Lo demás son perspectivas sugerentes que, en una educación en la fe, deben ser comunicadas a los jóvenes, y que cada cual puede retomar personalmente. Digo que podría detenerme aquí porque me gustaría saber qué más se puede decir que esto: ¡que Dios se hizo hombre! Por eso el cristianismo consiste en tocar, ver, escuchar, adherirse, seguir a este hombre. Igual que le pasó a san Pedro.
Aquella vez, en la sinagoga de Cafarnaún, Jesús había hablado detenidamente y se había conmovido porque toda esa gente, que el día anterior había estado con él en la otra orilla del lago de Genesaret, había dado la vuelta al lago para volver a verle. Él se había escabullido porque en un momento dado querían hacerle rey: ¡había multiplicado el pan! Pues bien, entraron en la sinagoga de Cafarnaún y él se conmovió al ver el empeño con que la gente le buscaba, habían ido a buscarle, y dijo: «Vosotros me buscáis porque os he dado a comer pan, pero yo os daré a comer mi carne» (cf. Jn 6,26-58). Precisamente porque Jesús era un hombre, las imágenes se le ocurrían por su experiencia de hombre, y la imagen más inconcebible que se le ocurrió, la de quedarse con nosotros bajo el signo del pan y el vino, esto que era lo más inconcebible que se pudiera imaginar, se le ocurrió entonces por la emoción que le suscitaba la fidelidad al menos exterior de aquella gente: aquella gente lo buscaba. Pero su respuesta no se correspondía con lo que la gente esperaba de él. Entonces, bajo el influjo de los intelectuales, toda la gente se fue marchando poco a poco, hasta que solo quedaron, en el silencio de la penumbra nocturna, los aficionados. Jesús fue el primero en romper el silencio: «¿También vosotros queréis marcharos?». Y Pedro, con su espontaneidad de siempre: «Maestro, nosotros tampoco comprendemos lo que dices, pero si nos alejamos de ti, ¿adónde iremos? Solo tú tienes palabras que dan sentido a la vida» (cf. Jn 6,59-69).
Digo que este grupito de gente que lo siguió es el que constituye el inicio de la historia cristiana. Porque lo siguieron, reconocieron que había algo excepcional en él y no podían explicarse cómo ni por qué. De hecho, cuando Cristo les pregunta en otra ocasión: «“¿Quién dice la gente que soy yo?”. “Algunos dicen que eres hijo de Belcebú, otros dicen que eres un gran profeta”. “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. “Tú eres el Mesías, el hijo del Dios vivo”», le responde Pedro. A lo que Cristo añade: «Bienaventurado tú, Simón, porque me has dado una respuesta que no puedes entender y lo has hecho porque el Padre te la ha revelado» (cf. Mt 16,13-17). Pedro no había hecho más que repetir las palabras que Jesús había dicho de sí mismo otras veces. Lo seguían bebiendo, secundando lo que comprendían, haciendo lo que él decía, en la medida de sus posibilidades. Tal como eran, lo reconocían y lo seguían. Lo seguían. Pues bien, el cristianismo es la historia de los hombres que de algún modo, al entrar en contacto con este acontecimiento, con el acontecimiento de Cristo, con este hecho histórico, lo siguieron, cada uno como podía, cada cual como puede.
La verdad es que habría que añadir algo antes de concluir con dos corolarios que me urge señalar.
La iniciativa de Dios es que el Misterio se hace niño en el seno de una mujer, un grumo de carne en el seno de una mujer, parte del cuerpo de una mujer, nace como cualquier otro niño. Yo vuelvo a menudo al comienzo del evangelio, pienso siempre en la anunciación del ángel a María, y me impresiona siempre porque después del relato, al final, María dice: «Fiat, sí, hágase en mí según tu palabra». Y después de ese punto hay una frase que dice: «Y el ángel se retiró» (Lc 1,38). Realmente me deja pasmado y casi todos los días pienso en la situación en que se encontraba aquella chica de quince o dieciséis años: totalmente sola, con ese hecho misterioso que llevaba dentro –que no podía ni siquiera constatar porque acababa de empezar–, que aún tenía que contárselo a sus padres, y decírselo a su prometido. «Dichosa tú que has creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá» (cf. Lc 1,45), le dirá su prima Isabel, a la que María fue a visitar enseguida, solícita, al enterarse por el ángel de que estaba embarazada de seis meses (cf. Lc 1,36-45).
Así pues, el misterio de Dios se movió hacia el hombre haciéndose niño: este es el hecho. El cristianismo es este acontecimiento, “es” este acontecimiento.
Pero… ¿y ahora? No digo ahora, sino diez años después de la muerte de Cristo, un año después de su muerte, cien años después, quinientos años después, mil años después, dos mil años después, ahora, porque la pregunta que me hago es: ¿dónde está Cristo ahora? También se lo preguntaron los primeros cristianos, que vivieron aún en tiempos de los apóstoles, cuando Jesús se marchó. Una persona con la que entraran en contacto al día siguiente de su ascensión al cielo se hacía la misma pregunta que me hago yo ahora. Sin embargo, él dijo: «Yo estaré con vosotros “todos” los días» -fijémonos en estos incisos del evangelio, que son siempre trascendentales-, «estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20). Yo soy cristiano porque él, Dios, está presente entre nosotros y estará presente todos los días hasta el fin del mundo. Yo soy cristiano por eso, podría haber cometido mil errores ayer y diez mil delitos, si lo afirmo, soy cristiano; necesitaré más que los demás la misericordia de Cristo, pero soy cristiano; y uno que no ha cometido ningún delito, que ha pagado el diezmo, que ha celebrado todas las fiestas de la liturgia hebrea, como el fariseo, ¡puede no serlo!
En todo caso, Cristo sigue presente en el mundo y en la historia, y lo estará hasta el final de los tiempos a través de la unidad de aquellos a los que él aferra e incorpora a Su persona; de hecho, creó un gesto con el que aferra al hombre y lo incorpora a Su personalidad, se llama Bautismo, es el sacramento del Bautismo. Su presencia es visible, tangible, audible, en la unidad de los que creen en él, que históricamente tiene un nombre, «Iglesia», que no significa otra cosa que asamblea, reunión. La objetividad de Su presencia está salvada y garantizada justamente por esa unidad de los creyentes, al modo de una tienda, la tienda del encuentro que albergaba el misterio de Dios, la tienda erigida en medio del campamento hebreo: la unidad de la gente que cree en él, que lo reconoce, a la que él ha aferrado e incorporado a su personalidad es como una tienda; esta unidad es como una tienda en la que él habita realmente. Y la Eucaristía no es otra cosa que la expresión sumamente concreta de su presencia carnal.
San Pablo, que es el que mejor describió esa identidad entre la presencia viva de Cristo, del Dios hecho hombre, y la unidad de los que creen en Él, lo comprendió cuando, al caer del caballo, oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué “me” persigues?» (cf. Hch 9,3-4). Nunca había visto a Jesús de Nazaret, nunca lo había conocido y perseguía a los cristianos: era un perseguidor de los cristianos. «Saulo, Saulo, ¿por qué “me” persigues?». Aquí debe residir la intuición que le aclaró a san Pablo la identidad de la que hablamos. Pero esa identidad ya era visible propiamente en tiempos de Cristo. Como no podía llegar a todas partes, a los pueblos que lo requerían enviaba a los suyos de dos en dos; y ellos volvían entusiasmados, diciendo: «Maestro, lo que tú haces también lo hemos hecho nosotros; los milagros que tú haces también los hemos hecho nosotros. La gente también nos escucha a nosotros» (cf. Mc 6,7-13). El mismo fenómeno que sucedía allí donde él estaba, sucedía en los pueblos adonde iban sus discípulos. En esos pueblos adonde iban de dos en dos, ¿cómo estaba presente Cristo? A través de esos dos que había enviado. El método que Cristo utilizó para dar continuidad a su presencia entre nosotros, el método que sigue usando, ya estaba en acto cuando él vivía. A través de la presencia de aquellos que creen en él, Cristo está presente, en el sentido literal del término.
Por ello, el cristianismo como acontecimiento es Dios hecho hombre y presente en la historia dentro –por expresarlo claramente– de la unidad de los que creen en él. Esa unidad no tiene solo un valor afectivo, no se resuelve con el término «compañía», no coincide con un grupo de personas que opinan igual. «Cuantos habéis sido bautizados», dice san Pablo, «os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío y griego, esclavo y libre», las grandes divisiones sociales y culturales de entonces, «hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (cf. Gál 3,27-28), y usa el término eis, que en griego significa «uno» en sentido personal, de persona, pero en masculino; «sois uno, eis: sois “yo”», como le dijo a san Pablo: «¿Por qué “me” persigues?». Para mí este es el aspecto más difícil, indudablemente, perdonadme si me atrevo a decir que para todos nosotros, porque la forma en la que hemos sido educados –se lo dije también el otro día a un periodista en Lourdes (cf. «Don Giussani: el poder egoísta odia al pueblo», entrevista a cargo de Gianluigi da Rold, Corriere della Sera, 18 de octubre de 1992, p. 3; en El yo, el poder, las obras, Encuentro, Madrid 2008, pp. 198-203)- se olvida un poco de esto, o le resta importancia. Pero yo pudo conocer a Cristo a través de algo presente. Porque esa es la genialidad de Dios, que para darse a conocer al hombre y para salvar al hombre se ha convertido en una presencia.
La unidad de los creyentes es el rostro contingente, incluso banal, de esa presencia divina. E igual que entonces quien lo siguió se hizo cristiano y cambió, ahora es cristiano y cambia, cambia humanamente, quien sigue esta unidad, a la que Cristo ha dado un signo de objetividad absoluta, que es el obispo de Roma, la cabeza de la comunidad de Roma, porque todo, todo converge en él –hasta un concilio ecuménico, si no tiene la firma del obispo de Roma, no vale, no valdría–. Es justo lo contrario de lo que nos imaginamos o nos gusta imaginar: no es una opinión nuestra lo que nos lleva a Dios, no es nuestra forma de pensar, no es una batalla dialéctica con otros, no es el resultado de un estudio teológico: es seguir a una presencia. El primer corolario al que me quería referir es este: seguir a una presencia.
Pero “seguir a una presencia” explica también el camino moral, no solo la pertenencia, desde el punto de vista de la adhesión, sino también el camino moral que hace un hombre. Hay una comparación bellísima en la naturaleza: ¿cómo hace un niño para adquirir su propia personalidad? Cuanto más rica humanamente es su familia, más intensa, atenta y respetuosa, en definitiva, cuanto más humana es la familia en su forma de tratar al niño y cuanto más fiel es a su tarea, más desarrolla el niño su propia personalidad, llega a ser más él mismo, adquiere una personalidad siguiendo a sus padres, siguiendo el hecho, el acontecimiento de su familia. Siguiendo el acontecimiento de su familia, absorbiendo sus provocaciones, casi por ósmosis, casi por una presión osmótica, llega a los quince años siendo distinto de los demás porque ha tenido una familia así, y es él mismo porque sabe dar razón de lo que elige, sabe dar razón de lo que hace. Es análogo al problema moral del cristiano.
Puesto que ser cristianos es adherirse a una presencia, del mismo modo, es siguiendo a esa presencia, es decir, siendo partícipe de las provocaciones de esa presencia, como uno cambia, como uno cambia, como uno entiende y cambia. Con una cláusula bellísima que el Señor ha subrayado con su fórmula de perfección, al decir: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (cf. Mt 5,48). ¿Y quién puede ser perfecto como Dios? Cristo señalaba así que la verdadera moralidad es totalmente una tensión vivida, es un camino en definitiva: la vida como camino, homo viator. La gente del Medievo lo comprendió muy bien: la vida es un camino, por eso el valor de una persona consiste en ser fiel a esa tensión, una tensión por aprender y seguir. Si cae mil veces en la jornada, mil veces reanuda el camino. El segundo corolario que quiero señalar es pues este concepto de una moral como tensión. San Ambrosio decía en una carta que no es santo el que no se equivoca, sino quien trata continuamente de no caer (cfr. San Ambrosio, Explanatio Psalmi 1,22, Explanatio Psalmi 36,51). Leyendo este texto de san Ambrosio con mis alumnos en clase, les decía: «Imaginad un hombre que se equivocara todos los días porque tiene un gran defecto, muy grave –y todos los días se equivoca, todos los días–, y todas las mañanas se levantara diciendo: “Dios mío, te pido humildemente, ayúdame a superarme, ayúdame a corregirme”, y todos los días se equivocara, y durante cincuenta años estuviera levantándose todas las mañanas con esta petición sincera, con este grito sincero, y todos los días se equivocara…: es un santo –¡un santo!–, un santo cuyas jornadas estarían llenas de errores». El concepto de moral que nace del cristianismo como acontecimiento es justo este: la moralidad es una tensión que acontece como un seguimiento, y uno sigue como puede, como es capaz, según la gracia que se le concede.
Partiendo de una imagen como esta, el Misterio adopta una figura, adopta un rostro: «No es Dios de muertos, sino de vivos» (cf. Lc 20,38), dice Cristo, es decir, no es el Dios de nuestros pensamientos, sino el Dios verdadero, real, que está antes que todo lo demás, inconmensurable ante cualquier pensamiento nuestro. «Porque mis planes» -dice casi con ironía a Moisés- «no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (cf. Is 55,8). Pero este Misterio, en una imagen como esta, no permanece como un misterio absoluto, no permanece del todo ignoto. Ese niño que se hace mayor, que muere y resucita, y que al resucitar cambia irresistiblemente la historia, atrayendo hacia sí a la gente, cuya unidad constituye su Cuerpo, Cuerpo misterioso, Cuerpo místico –se dice– o pueblo de Dios, que es como –me permito seguir con la comparación de antes– la tienda de los hebreos en el desierto, que albergaba el arca de la Alianza, ese Misterio realmente presente, en el marco de la imagen que hemos evocado, nos explica realmente el Misterio. Nos lo explica en el sentido de que muestra la correspondencia precisa, perfecta, potente, sugerente y llena de ternura del Misterio con nuestra vida –como decía Rilke, por un lado debilitada y por otro llena de una esperanza inefable–: se llama «misericordia». La definición suprema de lo divino, del ser que Cristo ha introducido en el mundo y que a través de la unidad de los creyentes permanece como propuesta para los pobres hombres de todo tiempo y condición, es la palabra «misericordia». Dios es misericordia, una palabra que de otro modo sería inconcebible para nosotros.
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