El desarrollo tecnológico que revoluciona la realidad cotidiana reabre preguntas radicales: ¿quién es el hombre? ¿Y qué queda de él después de haber delegado tantas funciones a la máquina? Responde Miguel Benasayag, psiquiatra y neurofisiólogo
Miguel Benasayag es psiquiatra y neurofisiólogo, se dedica especialmente a los problemas de la infancia y la adolescencia, y lleva años estudiando los cambios de la revolución digital y su impacto en el ser humano. Dice que, con el desarrollo de la Inteligencia Artificial, se corre el riesgo de reducir al ser humano a una suma de funciones, pero «la vida del hombre consiste en existir, no en funcionar como una máquina». «¿Qué queda de lo humano después de delegar ciertas funciones a las máquinas? Queda todo» porque es «irreducible a los elementos y procesos» que le constituyen. ¿Y el transhumanismo, que sueña con un hombre sin limitaciones? «Teorías delirantes».
Se ha comparado el impacto de la Inteligencia Artificial con el de la revolución industrial. Hace doscientos años, la automatización productiva le quitó al hombre tareas manuales y ahora la IA le quita parte de la actividad intelectual: escribe, analiza, decide en su lugar. ¿Qué es entonces el hombre? ¿No corremos el riesgo de definirlo, “por descarte”, como el resto que queda después de ponerse en manos de las máquinas?
Esa es la tentación. Pero debemos decir quién es el hombre en positivo, no lo que queda después de lo que la máquina le ha despojado. Hoy se define al ser humano como una suma de módulos o partes. Es un punto de vista débil, originado por una concepción filosófica “modular” que no tiene en cuenta la diferencia fundamental entre agregado y organismo. Un agregado es un conjunto de funciones. El organismo, por el contrario, es una entidad unitaria y no se define solo por su funcionamiento. En biología, en epistemología, nos referimos a la definición de Kant en su tercera Crítica, donde dice que un organismo funciona “por” y “mediante” todas sus partes, que no se pueden concebir solas. Cada parte de un organismo funciona en virtud de un doble principio: según su propia naturaleza, pero también según la naturaleza del organismo completo. Para mí, ese es el problema central de nuestra época: la confusión entre lo que es orgánico y lo que es agregado. Las máquinas pueden hacer un montón de cosas, nos pueden fascinar o dar miedo. Pero el problema de fondo es recuperar la diferencia entre organismo y artefacto, la singularidad propia del ser vivo.
El carácter unitario del ser humano, su verdadero “yo”.
El hombre es un ser unitario, irreductible a los elementos y procesos que le constituyen, pero no se puede concebir de manera autónoma. Un organismo participa en la vida en la medida en que tiene relaciones y pertenece a una especie que perdura en el tiempo. Yo trabajo con el concepto de “campo biológico”, es decir, una interacción permanente entre seres vivos.
¿Le gusta la palabra “inteligencia” para lo que se llama Inteligencia Artificial?
No mucho. La máquina no es inteligente por sí misma. Puede prever, calcular, hacer un montón de operaciones, pero para el ser vivo –no solo para el ser humano– la inteligencia siempre es una cuestión de integración entre el cerebro y la realidad, no es solo la capacidad de calcular bien. La racionalidad de la IA es muy pobre. Por ejemplo, no puede aceptar la negatividad inherente a la vida, o el hecho de que los cuerpos son deseantes, es decir, están sometidos a pulsiones, no actúan siempre de forma positiva. Hace ya treinta años, cuando empecé a hacer estos estudios, decía que se hablaba demasiado de “inteligencia” en relación a las máquinas, y eso tendría consecuencias negativas.
¿Cómo lo llamaría?
Son artefactos interesantes. Máquinas. Por el contrario, a fuerza de hablar de inteligencia y vida artificial, hoy tenemos una concepción artificial de la vida biológica. Se ha dado la vuelta al discurso. En mi campo de investigación, la mayoría dice que entre inteligencia y vida artificial e inteligencia y vida biológica y cultural hay una identidad natural, mientras que la diferencia solo es cuantitativa. Yo digo lo contrario, es decir, que hay una diferencia cualitativa, pero eso es muy difícil de afirmar en el ámbito científico, donde solo se razona en términos de medida y a la gente como yo se la considera idealista, “vitalista”, gente que quiere introducir un elemento no científico en la definición de la vida.
En sus estudios siempre hace un elogio del límite. El hombre puede equivocarse y darle un sentido a su limitación, la máquina no.
Así es. Para mí el límite no tiene una acepción negativa: es lo que define mi forma de estar en el mundo. Somos limitados porque tenemos puntos de vista, afectos, responsabilidades. Por el contrario, es anticientífico programar una máquina con limitaciones. La máquina no debe tener límites porque siempre debe funcionar perfectamente. En cambio, el ser humano, y el ser vivo en general, está definido por su límite, que no es una frontera que le impida vivir, sino una condición para la vida.
Una vida sin límites es el mito del mundo contemporáneo.
Parece increíble, pero todas esas teorías delirantes del transhumanismo que hablan de una vida sin límites tienen una acogida realmente muy grande. La idea de que los límites son arbitrarios, que el ser humano no tiene ninguna razón para aceptarlos, es una locura total.
¿Cómo se explica el éxito de esas teorías?
La vida cotidiana está empapada de ellas. Por ejemplo, la supresión de los límites es la base del neoliberalismo que quiere desregular y desterritorializarlo todo.
¿Desterritorializar?
A mí, por ejemplo, me gusta comer los frutos de temporada que crecen en mi territorio, pero hay quien quiere comer esos frutos todo el año y está dispuesto a traerlos de fuera, o a emplear cantidades enormes de agua para cultivarlos en terrenos que no están preparados para ello pero están más cerca. Sin embargo, si yo digo que eso tiene poco sentido, que la vida está hecha de ciclos, de ritmos y hasta de ritos, no tengo sitio en la posmodernidad. Me consideran oscurantista porque quiero poner límites. La desterritorialización parte de la idea de que el ser humano no debe aceptar ningún límite. Y eso es un suicidio.
¿El hombre de hoy rechaza los límites porque ya no reconoce que ha sido creado?
Absolutamente. El hombre se concibe como una máquina. Es un creacionismo de plástico. ¿Por qué sufrir los límites de lo orgánico? Hace treinta años, esta pregunta solo la hacían los psicópatas y los servicios de psiquiatría: ¿por qué tengo que aceptar mis límites, porqué debo aceptar la muerte? Hay una obra de teatro muy divertida de Eugène Ionesco, El rey se muere, donde el protagonista enfermo no admite que debe morir. Ionesco quería burlarse del individualismo occidental, pero hoy es muy habitual oír que los límites son confines arbitrarios. Y tenemos entre manos una potencia enorme, fantástica, pero como no sabemos domesticarla, por el momento está provocando cambios que no controlamos.
¿Qué quiere decir?
Comparaba usted las máquinas con la Revolución industrial. Yo las comparo más bien con el descubrimiento de la agricultura en el Neolítico. El cultivo intensivo provocó inicialmente la muerte de un tercio de la humanidad de la época por la desregulación, la deforestación, la peste, la tuberculosis. Ahora estamos en una situación parecida: una revolución muy potente que no tenemos controlada. Para los antropólogos, estamos incluso en vísperas de una nueva gran extinción. Y el pobre hombrecillo está realmente asustado.
¿Hay que parar las máquinas?
Es imposible. No se puede mirar al futuro con retrovisor. En realidad ya somos híbridos, aunque no nos demos cuenta. Híbridos no anatómicos sino fisiológicos, de funcionamiento. Por ejemplo, he trabajado durante años para entender la influencia de los dispositivos digitales en el cerebro y ha sido facilísimo ver cómo cambia la estructura cerebral, fisiológica pero también anatómicamente, de quien delega ciertas funciones cerebrales al navegador satelital del GPS.
Mientras se pierden ciertas facultades, ¿hay otras que en cambio mejoren?
No es posible. El sistema nervioso central funciona así. Delega ciertas funciones y recicla la región cerebral que se ha liberado. Lo pudimos ver cuando se inventó la escritura y la parte del cerebro que hasta entonces se dedicaba a la actividad mnemotécnica pasó a utilizarse para leer y escribir. Son procesos muy lentos, que pueden durar cientos de años, pero hoy, con la velocidad de las máquinas, la neurofisiología nos muestra que la delegación de funciones provoca una atrofia de la región cerebral liberada. En el caso de los navegadores satelitales, existen ganglios subcorticales que se ocupan del tiempo y del espacio, es decir, de la cartografía. Los ganglios que delegan su función al GPS no tienen tiempo de reciclarse para otra función y se atrofian, al menos de momento.
¿Eso quiere decir que la inteligencia artificial puede provocar una atrofia natural?
Un debilitamiento, seguro. También lo vemos en los niños que pasan mucho tiempo con videojuegos o delante de una pantalla. No lo digo de forma tecnófoba, porque no soy tecnófobo, sino simplemente para que seamos conscientes. No en vano los genios de Silicon Valley mandan a sus hijos a colegios sin ordenadores y les hacen estudiar latín y griego. La neurofisiología nos dice que antes de que cumplan tres años no deberíamos poner a los niños delante de una pantalla. Pero las familias no lo saben, sobre todo las que no tienen acceso a la cultura o no tienen un mínimo de disciplina.
¿Entonces las máquinas son enemigas?
No. Pero hay que conocerlas y restablecer una alteridad. La máquina es la máquina, y el ser vivo es el ser vivo, y no se puede definir como lo que queda después de delegar ciertas funciones en las máquinas. Esa postura es muy peligrosa porque pone al mismo nivel al hombre y a la máquina. Pero la vida del hombre consiste en existir, no en funcionar como una máquina. ¿Qué queda del hombre después de delegar ciertas funciones en las máquinas? Queda todo. Sencillamente debemos aprender a existir, cohabitando con esta nueva potencia que, escapando a nuestro control, puede ser peligrosa.
¿Cuál es entonces nuestra tarea?
Esta cuestión tiene dos aspectos. Lo fundamental es entender que debemos saber identificar lo que somos, cuál es nuestra singularidad, y no podemos definirla como el residuo que queda. Debemos volver a una alteridad. La diferencia entre el hombre y la máquina es radical. El segundo paso es reconquistar el terreno que hemos dejado a la máquina. Recuerdo muchas veces que la invención del ascensor no le quitó al hombre el gusto de caminar. Abandonemos la idea un poco estúpida de la felicidad como un confort inmóvil, como no hacer nada o que nos sirvan los nuevos esclavos, es decir, las máquinas. Debemos recuperar un deseo de felicidad distinto de esa visión ociosa que recuerda mucho al estilo de vida americano.
La otra cara de la moneda es que hoy nos medimos mucho en función de los objetivos. La máquina corre y el ser humano tiene que seguirle el ritmo.
La estética actual tiende a convertirnos en una máquina cada vez más eficaz. Por tanto, la felicidad por un lado sería no hacer nada mientras la máquina lo hace todo, y por otro funcionar como una máquina perdiendo incluso las angustias vinculadas a la existencia y a la búsqueda del sentido. Lo que debemos tener es una resistencia activa, no contra la máquina sino contra la estupidez.
En su mensaje para la Jornada mundial de la paz, el papa Francisco decía que la inteligencia artificial puede ampliar las desigualdades. ¿Está de acuerdo?
La máquina produce un mundo de cálculos, un mundo frío que no comparte, donde domina el más fuerte y los demás quedan excluidos. La estadística toma en consideración las medias, la masa, y deja fuera a los que están en los márgenes. Pero esas minorías no dejan de aumentar en el mundo. Creo que el Papa quiere ponernos en guardia ante la paradoja que nos hace creer que las máquinas están al servicio de todos, cuando en realidad trabajan para quien las gobierna.
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