Desde muy joven, Andrea Falesi se apasionó por Dante. Fue su Virgilio en los momentos más difíciles de su vida. Pero solo entendió lo que buscaba cuando lo encontró
En su casa de Siena ha acumulado más de un centenar de ediciones, desde las más antiguas grabadas con serigrafías hasta los mangas japoneses más modernos. Su “fijación” por La Divina Comedia empezó a los 12 años, cuando se quedó hechizado por las ambientaciones del Infierno y sus personajes más extraños, como el Cerbero o el Minotauro. Hoy Andrea Falesi tiene 57 años y no recuerda cuántas veces en su vida ha necesitado reabrir las páginas de la Comedia: cuando nacieron sus hijos, cuando quebró su editorial, cuando murió su hermano, cuando le diagnosticaron esclerosis... Dante ha sido su Virgilio siempre que la realidad se volvía una selva oscura a sus ojos. «Pero yo nunca he buscado a Dios –afirma–. Como buen toscano, me he criado entre comecuras y blasfemadores. En Dante solo buscaba mensajes esotéricos, templarios. En definitiva, hice de Dante lo que yo quería, marginando intencionadamente todas las ediciones de críticos católicos».
Pero no fue un viaje cómodo. Para él, «Dios es una estupidez» y la lealtad de su comportamiento le ha llevado a consecuencias extremas. Así, al buscar refugio en el budismo, «por ser una religión no religiosa, donde la única divinidad es el ser humano», por coherencia decide apostatar. «Era el año 2008. Me respondió la Curia vaticana con un documento donde me advertían de que nunca más podría volver a acceder a los sacramentos. Ya era apóstata».
Pero dentro de una construcción aparentemente inamovible, el invierno pasado se abrió una grieta y Andrea volvió a abrir la Comedia. «Por primera vez me quedé impactado por un episodio que hacía que no me cuadraran las cuentas. Dante no exulta, sino que defiende a su enemigo el papa Bonifacio VIII después de la bofetada de Anagni por parte de Felipe IV de Francia. Me dije: “¿Por qué un genio como él puede ser capaz de dejar a un lado su propio ego y defender la autoridad de Pedro? ¿Qué es lo que le mueve?». Falesi aparta por un momento sus prejuicios y hace acopio de todas las ediciones de La Divina Comedia que había descartado hasta entonces. Hay una que le provoca especial resistencia. «La tenía señalada por las preciosas ilustraciones del dibujante Gabriele Dell’Otto. Sentía no poder leerla, pero me bloqueaba que el autor fuera Franco Nembrini. Tenía la cabeza llena de tópicos sobre don Giussani y CL». Pero al final cedió. Se la compró y en pocas horas la devoró. Al principio lo hacía buscando algún error, pero ese ímpetu no le bastó para desistir. De hecho, aquella lectura le llevó a buscar más información sobre Nembrini. «Encontré sus 34 lecciones sobre Dante en Tv2000, desde la Vida nueva hasta el Himno a la Virgen. Luego las de Manzoni, Leopardi y el Miguel Mañara, que no conocía. En una semana lo vi todo y se abrió algo dentro de mí. Por primera vez sentí un agujero en el estómago. Me faltaba algo, ¿pero qué era?».
Esa pregunta le daba miedo pero también le acompañaba. Hasta que decidió escribir a Franco. Ya lo había hecho con otros estudiosos de Dante, de los que recibía frías respuestas formales. «No esperaba otra cosa. Le escribí sobre todo por mí, porque necesitaba poner las cosas en orden». En su carta no omitió nada de lo que le estaba pasando. «Justo cuando mi situación es más estable, tanto desde el punto de vista laboral, familiar y de salud, se abre este gran hiato y vuelvo a sumergirme en la Comedia, de cabeza, como una obsesión. Y tengo la sensación, a los 57 años, de percibir lo divino. Ni lo había pedido ni lo deseaba. Pero me temo que he sido avistado. Me ha descubierto. Ya no tengo tiempo para retirarme y ahora soy incapaz de dejar de darme razones. Necesitaría hablar con alguien sobre mi nueva situación, pero solo conozco ateos como yo o peores. No conozco este nuevo sentimiento que me urge conocer, y por eso le escribo. ¿Qué espero? Nada, tal vez que lea esta carta y que pueda tener algo de caridad por mí. Y que alguien me explique de verdad qué es esa caridad que tampoco conozco pero que en cierto modo llena, al menos en parte, el vacío que siento y que me gustaría que ocupara el lugar de todos los errores y omisiones que sé que he cometido».
La respuesta de Franco llega al cabo de unos días. «Queridísimo Andrea, no te puedes imaginar con cuánto asombro, conmoción y gratitud he leído y releído tu carta estos tres días. ¿Buscabas alguien con quien hablar de lo que te está pasando? ¡Lo has encontrado! Porque yo también quiero entender lo que te está pasando para poder seguirlo con la misma decisión y pureza con que lo estás haciendo tú». Quedan para verse aprovechando unos días que Franco está de vacaciones con su familia. Andrea llega preparado para afrontar con el “profesor” las grandes cuestiones que le apremian. «Pero nunca habría imaginado cómo sucedió. Era un clima familiar, de amistad. Franco me presentó a su mujer y a sus hermanos. Me invitaron a ir con ellos a misa. Hacía más de treinta años que no iba. Solo asistía a funerales. Pero lo que experimenté fue una alegría porque me sentía delante de una Presencia».
Pasaron el día juntos. Andrea sopesa cada palabra que oye y pregunta todo lo que no entiende. Se siente libre, ya no tiene miedo. «Cada cosa era como un signo que me invitaba a confiar en lo que veía. Miraba a Franco y me preguntaba: ¿pero quién es esta persona? Quería esa forma de ser». Antes de irse, Nembrini le regala El sentido religioso de don Giussani. En lo que tarda en volver a casa, Andrea se compra los otros dos volúmenes del curso básico de cristianismo. «Me costó. No lo entendía todo, pero lo que entendía era para mí, me sentía profundamente de acuerdo». Andrea pide ayuda, empieza a ir a la Escuela de comunidad con un pequeño grupo de su zona. Ese verano Franco le invita a la isla de Elba y durante los dos días que está allí conoce a más amigos, descubre la liturgia de las horas y una atención extraordinaria por todo y por todos. En el trayecto de vuelta le comenta a su compañera: «Si lo que hace que estas personas sean capaces de mirarse de esa manera es la presencia de Dios, entonces tengo que ceder a esta belleza». A su regreso a Siena, va a ver al párroco. Quiere saber qué camino hay que emprender para volver a ser acogido en la comunidad de la Iglesia y poder volver a acercarse a los sacramentos. «Ahora comprendo mejor qué era esa falta que en un cierto punto de mi camino se avivó. Ya no me basta con ser solo un hombre, ahora sé que se puede vivir siendo hijo».
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