De las clases a la caritativa con niños gitanos. Un profesor cuenta la experiencia que vive con sus alumnos en Bucarest
En septiembre empecé a dar clase en un instituto de Bucarest, una aventura que comparto con mis amigos Dado y Almudena. Todas las semanas invitamos a los alumnos del centro a encontrarse con nosotros. Les proponemos sencillamente un lugar donde descubrir que todo lo que el corazón desea tiene un valor y puede encontrar respuesta.
Movidos por el deseo de experimentar lo hermoso que es entregarse a los demás y que dentro de ellos hay algo más que la caducidad en la que creen que todo consiste, les propusimos un gesto de caritativa: pasar tiempo con unos niños gitanos de una casa de acogida gestionada por la asociación Papa Juan XXIII. Vinieron cinco chicas y fue increíble. Preparamos con ellos unas galletas y luego nos pusimos a jugar y a cantar. Me impresionó ver el rostro cambiado de estas alumnas. Cuando en clase sale la palabra “gitano” es habitual ver caras de desconfianza, pero allí no había ni rastro, todo lo contrario, estaban pendientes de esos niños y compartían sus cosas con ellos.
Una de ellas estuvo a punto de repetir el año pasado y pocos días antes de la caritativa había escrito en una redacción que ya no tenía razones por las que hacer las cosas. En la última línea dejaba esta pregunta: «¿Qué hacer para no sentirme diferente ni estar siempre sola?». Al acabar la caritativa le dije: «¿Te das cuenta de que lo que buscabas ha sucedido?». «¡Profe, no lo había pensado, pero es verdad!». Y al instante añadió: «Si vinierais aquí todos los días, yo vendría con vosotros». Me sorprendió que hubiera sucedido algo que no la hiciera sentirse tan diferente. Al volver pensábamos: «Hacer para entender».
Un día les puse un ejercicio titulado «¿Quién soy?». Una chica escribió que no sabía muy bien quién era y que nadie le había preguntado nunca algo así. «En mis 15 años de vida muchas personas me han preguntado: “¿Qué te gustaría hacer en el futuro?”, o bien: “¿Qué te gustaría estudiar?”, pero nunca: “¿Quién eres?”». Hablando luego con ella, añadió: «Tengo muchas metas, pero muchas aún no están claras. Mi cabeza es como un gran signo de interrogación que necesita respuestas complejas para encontrar la solución a todas mis incógnitas. Hace falta tiempo, aunque siempre estoy ansiosa por el tiempo que pasa rápidamente sin encontrar la respuesta final que deje mi cabeza en paz».
Muchas veces le preguntaba cómo estaba, hasta que la invité a nuestros encuentros con bachilleres. Apareció con la guitarra diciendo que había intentado aprender algunos cantos. A pesar de su timidez, últimamente no fallaba ni un sábado y al terminar no faltaba algún comentario como: «Profe, ha sido precioso».
En otra clase hay un chaval con una situación familiar tan difícil que con 15 años ya no espera nada de la vida y el máximo para él es emborracharse y olvidar. Leímos en clase La casa de las miradas de Daniele Mencarelli. Cuando llegamos al momento en que una monja, al ver a un niño con el rostro desfigurado, le dice: «Tú eres el tesoro de papá y mamá, ¿verdad?», pregunté a los chavales si alguna vez habían visto algo parecido. Él me respondió: «Profe, el mundo está lleno de tragedias, es imposible ver algo de este tipo». Evidentemente se me notaba en los ojos que no estaba de acuerdo así que añadió: «¿Es que usted ha visto algo así alguna vez?». Y le respondí: «Sí, yo he visto una mirada así». Él contestó: «¿Pero usted de qué planeta es? ¿Dónde vive?».
Esta pregunta me sorprendió mucho porque por un instante cedió ante la posibilidad de que existiera lo que él busca. Es la misma pregunta de Juan y Andrés delante de Jesús y lo mismo que me pregunto yo cuando me doy cuenta de que hay algo en la vida que es irrenunciable. Le he invitado muchas veces a nuestros encuentros pero nunca ha venido. Aun así, que por un instante puedan encontrar lo que buscan es para mí el milagro más bonito del mundo. La cuestión es que suceda algo grande que pueda romper el muro de cinismo del olvido o de la nada donde todos caemos constantemente. Esa mañana aquella costra se movió.
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