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Huellas N.11, Diciembre 2023

RUTAS

Apertura hacia el infinito

Erik Varden

Fragmentos del diálogo de José Luis Restán con Erik Varden, monje cisterciense y obispo de Trondheim (Noruega), a propósito del lema de EncuentroMadrid, “Una amistad que teje la historia”

A veces nos parece imposible atravesar los muros del agnosticismo, de la cultura ambiental. Usted vivía en un contexto de profunda indiferencia religiosa, aunque estaba marcado por el poso cultural de la tradición luterana. ¿Por dónde se abrió la grieta para superar ese muro?
No estoy del todo seguro de que se pueda ser profundamente indiferente. Si no damos por descontado como cristianos que llevamos impreso en nuestro ser la huella de Dios, que estamos condicionados ontológicamente por Dios, no podemos sino reconocernos poseídos por una aspiración religiosa. La cuestión es que podemos perder los instrumentos conceptuales para expresar esa aspiración, ese deseo, porque ese es fundamentalmente el contexto en el que crecí y del que vengo, y que reconozco en el contexto que vivo ahora, que no es tan diferente del que vivía hace treinta años. Lo que he experimentado en mi vida probablemente no es tan atípico respecto a lo que mucha gente en tantas ocasiones tiene que afrontar. Vivimos poseídos por un deseo espiritual muy profundo, un deseo de encuentro, de verdad, pero no tenemos las coordenadas que nos orienten y por tanto terminamos viviéndolo de una forma muy caótica. El punto fundamental no vino a mí a través de algo especialmente devocional o piadoso, sino a través de la música entre los 15 y 16 años. Un amigo que estudiaba música me descubrió a Mahler y cuando escuché su Sinfonía nº 2, la Sinfonía de la Resurrección, de alguna manera me di cuenta de que despertaba algo dentro de mí, abría una especie de reserva, tocó una herida que yo no sabía que estaba allí, y me permitió ver que había algo dentro de mí que era más grande que yo mismo. Ahora lo llamaría encuentro con la trascendencia, aunque no lo expresé así en aquel momento, sino que lo experimenté sencillamente como una tremenda vulnerabilidad, que de algún modo traía consigo a la vez una forma de consolación. Eso me puso en camino para encontrar ese consuelo, que poco a poco descubrí que no era algo abstracto sino una realidad personal con un nombre y, cada vez más, con un rostro.

Los prejuicios hacia el cristianismo están muy arraigados en el luteranismo, ¿eso no supuso un freno?
Lo bueno de los prejuicios es que normalmente son mutuos, de modo que siempre llevaban dentro una cierta promesa de autocomprensión si me enfrentaba a ellos con cierta sinceridad. Los prejuicios que tenía en mi juventud no eran contra la institución religiosa, sino contra la religión en sí, lo que me llevaba a pensar en la fe como en una solución fácil. La religión se me presentaba, en la autoconfianza sin límites propia de los 16 años, como una opción, pero cuanto más iba descubriendo lo que realmente era el cristianismo, también descubrí una realidad tremendamente rica y compleja, muy colorida. Uno de los rasgos de la ficción religiosa de Singrid Undset, de gran profundidad teológica, es que ella nunca pretende que la vida sea un camino recto y en ningún momento propone la fe como una solución fácil. De hecho, en su obra titulada Olaf Audunson, el protagonista principal porta consigo un legado de culpa y el hecho de creer hace su vida mucho más complicada, de modo que la religión no elimina el dolor ni la complejidad sino que es una forma de comprenderlo, de darle un sentido. Y eso es lo que fui descubriendo en la inmensa tradición de la Iglesia, así lo intuí en mi juventud y con los años esa impresión inicial fue creciendo.
Había muchas cuestiones que inicialmente no comprendía, algunas todavía me parecen complejas de comprender, pero entrar en la Iglesia y descubrirla como una comunión viva, un espacio inmenso donde la perspectiva es cada vez más amplia, donde no hay final, es una apertura hacia el infinito, eso me ayudó a relativizar algunas de mis dudas más superficiales.

El hilo conductor de este EM es la experiencia de la amistad, ¿qué importancia tuvo para usted el encuentro y la amistad con ciertas personas en su camino hacia la fe católica y todavía hoy?
La amistad siempre ha sido para mí una categoría fundamental. He descubierto que la gente que me ayudó en el camino de la fe no ha sido necesariamente gente que siguiera mi mismo camino. Pienso especialmente cuando tenía 17-18 años, en esa búsqueda de pertenencia que había comenzado con el impacto que me supuso escuchar a Mahler, en ese momento un compañero de conversación fue crucial para mí. Era mi compañero de habitación en el colegio, un musulmán chiíta que ahora es un científico brillante, con una gran capacidad para observar los fenómenos del mundo, con una perspicacia extrema y con una gran capacidad racional analítica, y sin embargo para quien la realidad de Dios es autoevidente. Dados los prejuicios que tenía, yo que pensaba que la fe era algo contrario a un pensamiento serio, me impresionó mucho encontrar a alguien con esa capacidad de análisis y a la vez esa apertura a la trascendencia, alguien capaz de vivir y articular ese puente entre los que yo creía que eran dos universos totalmente diferentes. Las conversaciones que tuvimos fueron esenciales en mi camino.
Poco a poco, fui descubriendo la vida monástica después de visitar un monasterio, en realidad por error, cuando tenía 17 años, donde encontré una vida que inicialmente me daba miedo. Por una parte por lo absoluto de la opción que representaba esa vida. Me preguntaba si esa podría ser una forma cristiana de vida, encerrados en una especie de pecera, pero al mismo tiempo allí encontré una humanidad muy profunda, una hospitalidad y una capacidad de acogida, una amistad muy respetuosa, que me impresionó profundamente y una de las cosas que desde el principio hizo que la vida monástica me pareciera tan atractiva fue el descubrimiento empírico, a través de la observación, de que los monjes y monjas en general tienen bastante capacidad de amistad. En mi propia tradición, la importancia de la amistad está canonizada, recogida en los cánones literarios de los orígenes del císter, como es el gran tratado Sobre la amistad espiritual, de san Elredo, donde se atreve a afirmar que cuando decimos que Dios es amor, no podemos decirlo legítimamente. Legítimamente podemos decir que Dios es amistad y que, en la medida que conocemos a Dios, nuestros corazones deben ser cada vez más capaces, deben engrandecerse para abrirse a la amistad.

Usted es un crítico agudo, en algún momento incluso mordaz pero siempre amable, de este mundo que ha cortado amarras con la tradición cristiana. Pero no se observa en usted ningún rasgo de nostalgia, muy habitual en cierto catolicismo español. ¿Cómo afrontar este momento sin caer ni en el derrotismo ni tampoco en la agresividad?
Lo primero es algo no especialmente sublime ni espiritual pero que creo que ayuda: aprender a relajarse y no encendernos demasiado por la convicción de estar viviendo en una decadencia sin precedentes en la historia. Cuando todo se está derrumbando y a la vez nos sentimos responsables de mantener esos muros para que no se caigan, sencillamente aceptar que el día de hoy es el día que Dios ha hecho y que nos ha entregado, que Él hará de este día también un día de gracia, de resurrección y de alegría. Me ayudó mucho una homilía que escuché una vez en París, donde pasaba algunas temporadas después del doctorado, en una residencia de los padres dominicos. Uno de ellos era el responsable de la compra y me impresionaba que todas las mañanas llegara de la panadería con el desayuno, siempre con la misma alegría asombrada, todas las mañanas, anunciando la llegada del pan. Era alguien capaz de recibir el pan de cada día con asombro y alegría, y eso es lo que le permitió adquirir una perspectiva que anunciaba en esa homilía a la que me refiero. Era un día de cuaresma y el evangelio era algo sombrío, pero este monje dijo algo muy sencillo: «Queridos hermanos, ¿acaso no es asombroso que en ningún lugar del evangelio nuestro Señor Jesucristo se vuelva hacia su Padre que está en los cielos para preguntarle si realmente era necesario encarnarse en la época de Poncio Pilato?». No era una broma, no era un chiste aunque despertara alguna sonrisa, y con los años he reflexionado varias veces en la tremenda seriedad de esta afirmación. Ese era el momento de la historia que el Señor había elegido para redimir a su pueblo, era un momento que carecía de gloria, que condujo a la mayor tragedia de la humanidad, pero en medio de esa tragedia, presente de una manera emblemática en la cruz, nació un mundo nuevo, una realidad nueva, lo que evoca el gran lema de la orden cartuja: la cruz permanece firme mientras el mundo se viene abajo. Si realmente creemos esto y vivimos el momento presente asentados y aferrados a esa gran verdad, ¿quién puede decir que este tiempo tan paradójico, que nos llena de tanta perplejidad, tan lleno de miedo y angustia, no puede convertirse en un día de salvación, un día en el que la gracia de la resurrección desarrolla un poder nuevo y transformador?

Pienso ahora en la experiencia de los benedictinos que sin tener un proyecto, simplemente viviendo esa comunión y esa amistad, empezaron a construir iglesias, escuelas, a cultivar la tierra, y fueron construyendo así la ciudad común y la civilización europea. Me pregunto si esa dinámica puede generar hoy una novedad en nuestras sociedades, ¿realmente es posible generar algo nuevo desde algo tan pequeño como la comunión cristiana vivida en una comunidad?
Por supuesto, es incluso un imperativo intentarlo. La experiencia benedictina es una fuente de gran inspiración, un gran reto, y a la vez una posibilidad de autoexamen. San Benito no partió de una visión que pretendiera renovar Europa. Su única ambición era no anteponer nada al amor de Cristo. Para él, el único criterio para discernir una vocación era: ¿el novicio está buscando realmente a Dios? Y eso es lo que él hizo con una determinación casi obsesiva, con una búsqueda continua del rostro de Dios que comenzó en soledad y con muchas dificultades, pero que fue transformando gradualmente a san Benito, haciendo que muchos se le acercaran, de modo que en torno a su experiencia fueron naciendo comunidades que deseaban vivir de la misma manera porque podían ver que era algo deseable, veían que era una fuente de generación de vida. En su vida vemos un motivo muy presente en la literatura monástica: un hombre joven lleno de ideales se lanza a una vida llena de retos, sufre contratiempos y dificultades, y en un determinado momento emerge de esas dificultades como un padre, como alguien capaz de llevar hacia el cumplimiento de la vida. Creo que esa es la posibilidad de renovación también en nuestro tiempo, pero estamos tan condicionados por la planificación estratégica, cuando la clave para que se renueve el sentido y la energía de la vida en nuestra sociedad no es tener que ser necesariamente capaces de definir el mapa de un mundo que aún no conocemos, sino fundamentalmente vivir la profundidad de nuestro corazón buscando al Señor, aprendiendo a amarle y de esa manera convertirnos, hacernos capaces de mostrar a otros que esta experiencia es amable. Es el Espíritu quien renovará la faz de la tierra, más que nuestros proyectos, que podrán hacer mucho si están inspirados por ese Espíritu.

Nuestro mundo está atravesado por polarizaciones muy fuertes y una vez leí algo que usted escribió diciendo que le había gustado mucho del catolicismo que se alejaba de los excesos, ya sean los del llamado progresismo o los del tradicionalismo. ¿Cómo vivir hoy la gran amistad de la Iglesia, que es una forma peculiar de amistad, con su variedad de acentos y temperamentos, para poder llevar a cabo nuestra misión?
Creo que vosotros ya dais una respuesta muy creíble a esa pregunta con esta asamblea. El hecho de que estéis aquí juntos, movidos por un espíritu de amistad y ofreciendo algo que poder compartir. Pero en términos de polarización, para mí es bastante obvio que ser católico, vivir en la Iglesia, es vivir con una tensión, es sostener la tensión. Siempre habrá fuerzas gravitacionales que vayan en direcciones diferentes, pero la gran gracia del catolicismo es una capacidad que en ocasiones es solo la decisión de no dejar que esas tensiones rompan la unidad. Obviamente, hay algunos principios fundamentales, pero necesitamos estar preparados para vivir con apertura e inteligencia y en espíritu de amistad, vivir a través de esas tensiones con la esperanza de que supongan ocasiones para crecer. Y si podemos, evitar en demasía el espíritu del mundo que nos invita a separarnos de lo social y de lo eclesial para formar pequeños grupos de amistad exclusiva. Si evitamos esa tentación y nos enraizamos en la amistad más grande que es una realidad divina, trinitaria, entonces nuestro presente, incluso nuestras tensiones y conflictos pueden permitirnos crecer y dar paso a esa amplitud del corazón que es fundamental en la experiencia benedictina.

Apuntes no revisados por el autor

 
 

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