Desde el inicio de la carrera tuve claro que quería irme de Erasmus a conocer otros lugares y culturas del planeta. Entender más de este mundo y entender que hay mucho más que mi cómoda “burbuja” de bienestar y confort en Madrid. Por diversas circunstancias, las opciones del Erasmus no me convencían y Canadá se presentó como la opción más atractiva de entre todos los lugares fuera de Europa a los que ir. Tanto es así que Montreal fue la única opción que puse en la lista del proceso de elección. Es decir, o Canadá o nada. Otro de los motivos por los que quería vivir esta experiencia, y del que ahora me doy cuenta, era reafirmar aquellas cosas tan milagrosas y por tanto donadas que componen mi vida. Es decir, usar la exigente distancia para dejar al descubierto la raíz de las cosas y poder valorarlas y empezar a entender de dónde vienen y a dónde van. En particular mi noviazgo, relaciones de amistad, familia y por qué no, mi pertenencia al movimiento y mi fe.
El primer recuerdo que tengo de Montreal fue en el avión; justo antes de aterrizar y viendo la ciudad, solitaria y hostil, pensaba: «no, me he equivocado, ¿qué hago aquí?». Me hice pequeño frente a la nueva realidad. Echando la vista atrás, me voy dando cuenta de que el año ha sido grande a medida que la sensación de estar en casa y ser querido y cuidado ha ido creciendo de maneras insospechadas e imprevistas. El primer lugar donde se dio un hogar fue mi propio apartamento. Vivía con dos buenos amigos de la carrera y otro de la misma universidad pero de distinto grado, que no conocíamos al principio y que luego se convirtió en parte fundamental del día a día. Aprender a resolver todas las cosas que conlleva vivir fuera y aprender a querer hacerlo con amor se ha dado a través de la relación directa con ellos, en la convivencia. Entonces, “sacrificarme” por cocinar con otro para cenar todos dejaba de ser un sacrificio y se convertía en un acto de amor hacia los otros y hacia mí mismo. Pasaba igual con la colada, la limpieza o la compra, y nos sucedía a los cuatro. Era precioso ver cómo esto que sucedía entre nosotros de manera natural hacía del piso el lugar favorito de muchos de nuestros amigos, que se sentían atraídos por esta manera de convivir.
La sensación de estar en casa también fue creciendo durante el año dentro de la comunidad del movimiento de allí, especialmente con los amigos universitarios y una de las familias. Me encontré con un grupito de siete u ocho personas y dos adultos que hacían Escuela de comunidad los viernes a las siete de la tarde y solían quedarse a cenar juntos después. A lo largo del año, pero sobre todo en el segundo cuatrimestre, se ha ido dando una amistad con ellos que no se puede entender sin compartir algo más que la circunstancia. Confrontar juntos aquello que nos sucedía en relación al texto de cada semana (lo que es el trabajo de la Escuela de comunidad, vaya) hizo que se convirtieran en compañeros de camino y grandes amigos. Estas amistades que iba encontrando en los canadienses me costaba llevarlas al piso y a mis amigos de intercambio, por miedo a juntar dos mundos muy distintos. No fue hasta el segundo cuatrimestre que, ante la insistencia de una amiga del CLU, hicimos una cena juntos. Fue un regalo ver cómo amigos del piso y amigos locales se empezaban a apreciar mutuamente, y lo que unos y otros eran para mí. Empecé a experimentar una unidad en lo que vivía que lo hacía todo mucho más verdadero, limpio y completo. Es otra de las grandes cosas que he aprendido este año, el deseo de unidad en todos los aspectos de mi vida.
Finalmente, el último lugar que nombro como hogar en este año es la familia de una amiga del CLU. Otra de las cosas que conlleva irse a vivir a un lugar desconocido es que uno se vuelve más sensible a esos gestos de amor que recibe de manera gratuita y desmerecida. Adquieren un mayor valor, porque amar desinteresada y gratuitamente a alguien esconde de manera silenciosa un único motivo: haber encontrado un amor tan gratuito y desproporcionado que te sale darlo de la misma manera; y deseas compartirlo del mismo modo si eres leal con lo que has recibido. Eso es lo que veía en esta familia, de la que me siento casi un miembro más y de la que, viendo los frutos que ha generado en mí, he aprendido a desear esta caridad tan grande de amar gratuitamente. Recuerdo con mucha ternura todas las veces que me han invitado a comer o a cenar con ellos, hablar y contarles cosas de España y de mí, ver películas e incluso enseñarles a jugar con la baraja española. Detrás de todos estos sencillos gestos reconocía un amor sin medida, un auténtico ciento por uno frente a lo que yo podía dar.
El último día en Montreal, ya subido en el avión para volver a casa, miraba de nuevo la ciudad y me daba cuenta de que ya no era aquella gran urbe hostil y desconocida a la que llegué por primera vez, sino un sitio que se había convertido en hogar para mí, que conocía y que en cierta manera sentía –y siento– parte de mí. Echando la vista atrás este año me doy cuenta de las muchas cosas que he aprendido y de que, detrás del sentimiento de hogar en todos estos sitios de Montreal y el afecto gratuito que he recibido, siempre ha habido Alguien que me ha cuidado en cada momento, a través de las circunstancias concretas de este año.
* Ingeniería de Energías, Madrid
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