En el Meeting había una discreta pero conmovedora exposición dedicada a Azer, un monasterio trapense en el corazón de Siria. Allí cinco monjas –Marta, Marita, Mariangela, Adriana y Adelaide– viven la regla benedictina llevando a Cristo a una tierra musulmana, una zona habitada por chiítas y sunitas con la excepción de dos pequeños pueblos cristianos. No es tarea fácil. El monasterio, que nació tras varias peripecias, ha atravesado una guerra, un terremoto, una epidemia de cólera y también la falta de vocaciones. Pero, como cuenta sor Marta Fagnani, toda esa fatiga «remite literalmente a la historia de nuestros hermanos de Tibhirine, que vivían allí sin esperanza alguna, ellos aún más, pues ni siquiera tenían alrededor el mundo árabe cristiano. Sin embargo, salta a
la vista de todos lo que ha nacido de su presencia allí y de su martirio».
¿Por qué precisamente en Siria?
En primer lugar, empezamos por seguimiento a Cristo. Siria, tierra que recorrieron los santos Pedro y Pablo, hacía tiempo que había perdido el sentido de la vida monástica.
Sin embargo, la vida monástica nació justo allí. Estamos tan agradecidas por el don que hemos recibido con nuestra vocación que nos gustaría que fuera para todos. También en Siria.
Alguien podría objetar que se trata de un desgaste de energías. No hay nuevas vocaciones y la construcción y mantenimiento de un monasterio exigen mucho esfuerzo.
Cierto, es innegable que existe una crisis vocacional entre los jóvenes y eso se nota en todas partes. También se ha perdido un cierto trabajo de acompañamiento en la vocación, de descubrimiento de que la vida de la fe es una relación de amistad con el
Señor, que la vida cristiana no es una cuestión moral (lo que se puede o no se puede hacer) sino una amistad.
Pero en Azer notamos toda la sed que hay: chicas y chicos que cuando vienen (y poco a poco vienen cada vez más) se apasionan por esta forma de ver la fe como una posibilidad de amistad con Cristo y por tanto de descubrimiento de uno mismo.
Sucede lo mismo con los jóvenes que viven en Europa o en cualquier otra parte del mundo…
Sí. Creo que solo viviendo una experiencia auténtica podemos ofrecer algo a los demás y, tal vez, suscitar en alguno el deseo de seguir este camino. Sin duda, esperamos que haya vocaciones, pero no para que el monasterio siga existiendo, eso está en manos de Dios. Lo deseamos porque estamos tan contentas por la vida que llevamos que queremos que otros la disfruten. Dentro de nuestros límites y de nuestra pobreza, somos un grupo pequeño, precario, somos mayores, la lengua es un desastre en el sentido de que supone un esfuerzo que no acaba nunca… pero lo damos todo. Sor Mariangela, que tiene 86 años, todas las noches hace la lección sobre el evangelio en árabe. ¡No se salta ni una! Tiene su evangelio árabe lleno de notas, en todas las palabras. Muchas veces me mira y me dice: «Marta, ya no me acuerdo de nada…». ¡Pero cómo no! Sin embargo, lo hace todas las noches. A veces parece totalmente imposible pero esta experiencia es tan hermosa, tan grande, tan plena que nos llena de alegría y queremos que sea para todos.
¿Cómo es posible encontrarse con otros en un país tan martirizado y viviendo en clausura?
Hemos hecho jornadas de espiritualidad, de modo que la gente no venga a Azer solo porque es un sitio bonito. Estamos aprendiendo el idioma. Hoy el 60% de nuestras oraciones es en árabe. Hay una compañía de fieles de la iglesia maronita de Alepo que suele venir a vernos. Guiados por su obispo y por su hermano, también sacerdote, son muy sensibles a nuestra experiencia monástica. Una vez vienen los catequistas, otra el consejo pastoral, los bachilleres, los universitarios, las parejas jóvenes… Vienen y pasan aquí tres días en los que intentan participar libremente en nuestra oración, que en general descubren con mucho amor, y luego hablan con nosotras. Son momentos preciosos donde explicamos las características de nuestra vida y de nuestra espiritualidad o por qué nuestras jornadas tienen un determinado ritmo. Paso a paso, se van acercando a la vida que llevamos. Muchos de ellos vuelven diciendo: «¿Cómo podemos continuar esta experiencia estando lejos?». Hay todo un camino por hacer, largo, pero con paciencia hay un camino.
¿Qué preguntas tiene la gente que viene a veros?
Buscan un respiro, un lugar donde respirar. No es que todos vengan con preguntas claras, a veces no es fácil sacar lo que uno lleva en el corazón. Ya sean cristianos o musulmanes. En todos surge una pregunta por el significado de lo que está pasando. Para los adultos la pregunta es: «Si todos nuestros hijos se van, ¿qué es lo que queda?». No tenemos la solución, pero les podemos invitar a vivir la vida no con un lamento sino con la alegría de la fe. Mañana, tal vez no todos, esos hijos regresarán buscando el sentido de la vida. Quizá tengan un trabajo mejor, oportunidades de futuro, pero la pregunta por el sentido llegará. Y cuando suceda tendrán que encontrar a alguien que viva la experiencia de la fe con alegría y plenitud.
Imagino que no es fácil. Una generación entera de jóvenes lo ha perdido todo en este conflicto...
Está claro que un joven necesita oportunidades de estudio, de desarrollo y de trabajo para formar una familia. Todo eso es sagrado. Pienso en un joven enfermero que vive cerca del monasterio que, doblando turnos, gana el equivalente a cuatro litros de aceite. Su esfuerzo es indudable. Con qué dolor verán esos padres partir a sus hijos. Pero lo que nos apremia a nosotras es decir a todos los que se han quedado en Siria que nada impide realmente vivir la vida que se nos da. Lo digo sin ingenuidad; hay necesidades materiales, pero más profundamente, ¿qué impide vivir verdaderamente como cristianos? La pregunta es decisiva. Junto a ellos intentamos comprender lo que se puede vivir aquí
y ahora. Algunos tienen el deseo de quedarse, otros se van aunque no quieran, otros siguen viviendo con miedo, pero todos tienen el deseo de una mayor autenticidad de la fe, de redescubrir la belleza de la Iglesia.
«Más autenticidad», ¿en qué sentido?
En muchos se ha generado la expectativa de la ayuda económica, que ha provocado un desastre porque muchos identifican la Iglesia como un ente que apoya financieramente y nada más. Y como con la guerra en Ucrania las cosas han cambiado mucho, Siria ha caído en el olvido y se ha generado un gran malestar. Claro que las ayudas concretas son indispensables. Pienso en un joven que ha sido militar durante 11 años y ahora se encuentra con las manos vacías. Es normal intentar ayudarle comprándole unas vacas o apoyar a otro para que pueda abrir un pequeño taller, o colaborar en los gastos de varias familias. Hay que hacer todo eso, pero ese no debe ser el centro de todo.
Hablando de “centro”, una pregunta personal. Sobre su vocación de monja trapense, ¿cómo ha cambiado su manera de vivir la llamada a la clausura?
Hay aspectos muy duros. La falta de sacerdotes me cuesta mucho. Los domingos vamos a la misa del pueblo, pero no siempre es posible. Es difícil tener que ponerlo todo en pie como si fuéramos extranjeras. Pero he aprendido a buscar espacios para rezar incluso cuando la jornada está llena de actividades con los huéspedes, el trabajo o mil exigencias. Siendo tan pocas, no es fácil, pero en todo caso intentamos mantener un ritmo de trabajo y oración. Se aprende a vivirlo todo sin darlo tanto por descontado.
Por tanto, la relación con el Señor sigue viva.
Sí, ante todo porque lo deseamos, lo buscamos, porque no podemos hablar del silencio y la escucha sin vivirlo. Nosotras también aprendemos de vez en cuando a buscar espacios de silencio y oración. Seguimos teniendo nuestra vida monástica, con la liturgia, los tiempos de Lectio, dentro de las condiciones que tenemos, de manera esencial. No queremos vivir algo distinto.
Como Pedro y Pablo
Más de 10 años sin ir al Meeting de Rímini y de inmediato el primer impacto ha sido como la primera vez: ver un pueblo que camina unido. Llegué a Italia con una pregunta, quizá un poco escondida… ¿cómo podría ayudar este viaje a todo lo que soy, a mi matrimonio, a mi familia que se quedaba en casa, a la relación con mis amigos?
Haciendo el Meeting, he visto en primer lugar la obra de una gracia: cientos de voluntarios, desde bachilleres hasta personas adultas, trabajando sin parar, barriendo los pasillos o sirviendo una piadina. Su rostro, la alegría de sus rostros, haciendo una tarea que habitualmente es casi invisible, se volvían tan atractivas que me era imposible no mirarlas y preguntarme: ¿por qué, si es temporada de vacaciones, están aquí sirviendo a tanta gente?
Trabajando en la exposición “Azer, la impronta de Dios. Un monasterio en el corazón de Siria”, pude reconocer en aquellas monjas trapenses un deseo inagotable de comunión y amistad en la fe, que las llevó a hacer un monasterio en medio de uno de los lugares más conflictivos de este último tiempo. «En marzo de 2010, el estallido de la guerra causó una enorme devastación, innumerables muertes y el éxodo?de millones de personas; en marzo de 2020, el Covid; luego, en septiembre de 2022, una epidemia de cólera; finalmente en febrero de 2023, el terremoto». ¿Qué hace razonable vivir en un lugar y en condiciones tan difíciles?
Darme cuenta de que su vida monacal, en las tierras que recorrió Pedro y Pablo donde surgió en los primeros siglos la experiencia monástica se vuelve, en el presente y no con menos problemas, un testimonio de amistad y gratuidad que genera un lugar donde viven, por así decir, “moros y cristianos”. En la oscuridad de esa realidad hay un faro que ayuda a que todo se vuelva nuevo, una esperanza que se vuelve trabajo y oración.
Encontrar amigos que no veía hace mucho tiempo fue como encontrar a los amigos que veo habitualmente. Me impacta darme cuenta de que lo que lo hace posible, en el fondo, es lo mismo que llevó a las monjas trapenses a hacer su monasterio en Azer… el don de una amistad que hemos recibido, igual que Pedro y Pablo en el origen del cristianismo.
El problema más grave, como decía Bernard Scholz, es la soledad del hombre… el resto viene como consecuencia. Pero frente a esta soledad que hay también en cada uno de nosotros, ¿qué permite que no sea ingenua la esperanza de vivir la vida como la amistad de los primeros, como Pedro y Pablo?
Creo que esta pregunta, en el fondo, es la pregunta que traía y que me sigue acompañando. Ahora, sin embargo, puedo decir que esta pregunta mía se ha vuelto un deseo… el deseo de cumplimiento que tenían los primeros, el mismo que veo en el presente en aquellos rostros que me acompañan con una gratuidad que me asombra siempre.
Marcelo Aguayo
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