El padre Mauro Lepori la citó en los Ejercicios de la Fraternidad. ¿Se puede “vivir intensamente la realidad” en la UCI de un hospital y sin poder mover nada más que los ojos?
«¿Qué será esto?». Siendo fisioterapeuta de pacientes neurológicos desde hace 42 años, aquel hormigueo que sentía cada vez más intenso no me gustaba nada. Esperando el diagnóstico en urgencias, dije: «Sea lo que sea, que se haga lo que Él quiera». Viendo cómo mi cuerpo se iba paralizando progresivamente a gran velocidad, decidí decir tres veces «sí», y ahí empezó mi aventura.
El síndrome de Guillain-Barré es una enfermedad que te quita todo: la deglución, la masticación, la fonación, la respiración y también los esfínteres, todo. De pronto me vi llena de tubos por todos los sitios: «Y yo, ¿quién soy?». La situación no tenía ningún atractivo y sin embargo entendí más que nunca lo que es la dignidad de la persona humana, lo que es mi dignidad, porque entendí que era algo que Él me daba y que solo dependía de mi pertenencia a Cristo. Aun estando completamente paralizada, tenía una fuerza que me permitía decir: «Estoy así pero yo soy digna porque le pertenezco». Las razones vinieron después, pero yo me encontré con esa fuerza desde el primer momento.
La UCI es un lugar desagradable y yo me acordaba mucho de todo el sufrimiento que vi pasar a Giussani durante su enfermedad. Con su gran realismo, cuando pasaba un mal día, lo decía tal cual, pero siempre iba más allá. Pensando en él, me preguntaba: «¿Cuál es mi lugar ahora?». Siguiendo su realismo, pronto pude decir: «Esto se llama cruz». Y recordé cuando decía que las circunstancias a través de las cuales el Señor nos hace pasar son un factor esencial de nuestra vocación. La fidelidad a la cruz supuso un conocimiento de Cristo, pero un conocimiento de Cristo que me llevó a entender y a vivir mucho más la resurrección. Lo supe porque empecé a experimentar paz. Pero ¿qué es la paz? La paz es una satisfacción afectiva que uno experimenta cuando sabe que su vida es sostenida con fuerza por Otro más grande. Y esto lo estoy aprendiendo más ahora. También empecé a experimentar una leticia. En español no se suele usar con esta acepción, pero es como un gozo sostenido, un gozo mantenido que me duró los nueve meses que estuve ingresada. Y a veces, hasta alegría. Cuando experimenté esta alegría, me acordé del papa Benedicto, que decía que la alegría, cuando viene de Dios, es una «alegría redimida», es decir, no es solo un sentimiento, sino Alguien que te transmite esa alegría para indicar que Él está presente.
Yo era la primera que me sorprendía. ¿Cómo es posible que la paz, la leticia y la alegría estén presentes en medio de una debilidad extrema? Me sentía como una cabeza sin cuerpo, ¿cómo era posible algo así? «Me reconocerán por la alegría de vuestros rostros». Eso es justo lo que me pasó. Aquel tiempo fue una misión en silencio, porque yo no podía hablar, pero es impresionante cómo uno en la UCI puede hacer amigos solo con los ojos. Pondré solo un ejemplo. Un día llegó uno de los médicos y «mira Jone, te cuento lo que me ha pasado. Ayer mi profesor me trató a patadas, fue horrible. Me humilló en público, y yo venía aquí cargado de odio, pero pensé en ti y dije: Jone tiene un problema mil veces superior al mío. Y agradecí tu presencia entre nosotros porque ese día me hiciste vivir de una manera más humana». Pero aquel hombre no se dio cuenta de que es Cristo el que me había cambiado, y por tanto él también había cambiado a través de la ayuda potente que Cristo me daba a mí, o sea, Él nos había cambiado a los dos. Fue Él quien venció en mí y también venció en él, porque sin vencer en mí, no habría podido vencer en el otro.
Los tres meses que pasé allí, todos los días decía «sí», y ningún día se me pasó por la cabeza: «quiero salir de aquí». No me salía, porque aquel era el lugar que Cristo había elegido para mí, y allí deseaba responderle. Deseaba responderle y entonces aquel lugar, que seguía siendo desagradable, pasó a ser querido. ¿Cómo ocurrió? No me preguntéis, no sé cómo ocurrió, pero sé Quién lo hizo.
El valor del instante. Empecé a entender que Carras, siendo responsable del movimiento en España, tenía reuniones y viajes –con los que yo estaba de acuerdo– y yo allí, inmovilizada, comprendí que tenía el mismo valor lo que él hacía y lo que yo no hacía, porque los dos respondíamos al designio misterioso que el Padre había decidido para cada uno de nosotros. Eso me hizo entender que algo que aparentemente es banal para el mundo tiene un valor inmenso cuando se ofrece; con ese instante ofrecido, el Señor puede hacer un montón de cosas porque Dios en su designio usa lo que Él hace para lo que Él quiere, y todo lo que Él quiere es bueno.
Aunque también tuve una lucha con Él, justamente por mi familiaridad con Él, pues yo le ofrecía lo que estaba pasando y me parecía que Él se tomaba más de lo que yo le ofrecía. Y durante un tiempo dejé de ofrecerle. Pero no estaba tranquila. Hasta que cedí y volví a fiarme, dije: tengo que fiarme, porque si no, cierro las puertas a un nuevo conocimiento, ¡cierro las puertas! ¡Y Él se quiere seguir manifestando! Así que decidí abandonarme. Entonces empecé a entender, se me empezó a ampliar el horizonte, como si estuviera en plena actividad en el mundo. ¡Lo que yo estaba pasando era para el mundo! Yo estaba allí…, inmovilizada, pero estaba en plena actividad. ¡Era útil! Tenía un horizonte grande como el mundo.
Cualquier camino, cualquier cambio, cualquier cosa que deseamos hacer, empieza en un momento clave, que es cómo nos levantamos por la mañana. ¡Con todo lo que tenemos que hacer! En ese momento uno puede tener la cabeza llena de cosas, y pueden ser cosas buenas, pero suelen ser cosas sobre las que gobierno yo, de las que creo que soy responsable yo, y eso no es verdad. Eso es una ilusión de autonomía. Pensamos que podemos hacerlo, pero no es posible. Antes éramos anarquistas, y cuando conocimos la fe, al principio, había una frase del Evangelio que a mí me ponía enferma, cuando dice Cristo: «Sin mí no podéis hacer nada». ¿Y yo qué?, me preguntaba. «Sin mí no podéis hacer nada». ¡Cómo he entendido esto yo ahora, madre mía!
El silencio es una actitud del corazón, que uno se levanta por la mañana, mira al cielo y dice: te ofrezco todo el día porque tú me has hecho, y para ti quiero que sean todas las cosas que haré hoy. Luego uno se puede olvidar, se puede distraer, puede hacer mil cosas. Pero el silencio es una actitud del corazón que dice: «tú eres mi Huésped». Un día le pregunté a Giussani: «¿Tú siempre tienes presente la presencia de Cristo, en cada momento?». Y me dijo: «No. Muchas veces salgo de casa, le ofrezco todo y luego estoy doce horas incluso haciendo cosas buenas, vuelvo a casa, me meto en la habitación y me doy cuenta del torbellino en el que he sido metido, todo el tiempo fuera de mí. Porque estar sin Él es estar fuera de mí». Y añadió: «Pero cuando vuelvo a casa tomo conciencia de Él y me digo: ahora Señor, recupero lo que he olvidado tantas horas, ahora puedo irme en paz porque he visto a tu salvador a quien has presentado ante todos los pueblos».
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