Durante el confinamiento empezó a enviar mensajes semanales a sus empleados donde les hablaba del trabajo, pero también de la vida, y acabó escribiendo un libro sobre liderazgo, porque «la labor del líder también consiste en que la gente que te rodea florezca»
«Hoy mi jefe nos ha hablado de la misericordia». La pantalla se llenaba de caras de asombro. Llevábamos varias semanas encerrados en casa, nunca imaginamos poder vivir algo parecido, pero todavía había sorpresas por recibir. A nuestra amiga Almudena, su jefe le hablaba de Jean Valjean, el personaje de Los miserables que se dedica a robar a un obispo y cuando la policía le detiene y le lleva a devolver todo lo robado, se encuentra con que monseñor le dice: «¡Hombre, menos mal que has vuelto! Te habías dejado los candelabros». A partir de ese episodio, la vida del malhechor cambió por completo. El obispo no solo le dijo a la policía que todo lo que ese hombre llevaba encima se lo había dado él, sino que terminó de completar su botín. La cara de atónitos que se les debió quedar tanto al delincuente como a los agentes de policía que le habían detenido no estaría muy lejos de la nuestra.
Durante el confinamiento, un grupo de amigos –como tantos otros– nos conectábamos para contarnos qué tal llevábamos la semana encerrados y escuchábamos con estupor los relatos que el jefe de Almudena enviaba semanalmente a todo su equipo. Aparentemente nada que ver con lo que un jefe suele hacer con sus subordinados, pero aquello abrió brecha. De hecho, Javier Rodríguez Molowny participó como ponente en la siguiente edición de EncuentroMadrid, y al año siguiente tampoco se lo quiso perder. Molowny es ingeniero, consultor y padre de tres hijos. Su carrera profesional comenzó en el área de gestión y planificación de redes de Telefónica I+D y en 1997 se involucró en el proyecto de crear una nueva consultora, que empezó llamándose DMR Consulting, después Everis, y actualmente es NTT DATA. Después de trabajar durante once años en América Latina, actualmente dirige la oficina de Madrid.
¿Cómo surge la iniciativa de tus relatos en pandemia?
Por una necesidad propia que luego descubrí que era colectiva. Cuando veo que cierran los colegios, mando un mail diciendo a todos que nos vamos a casa porque habrá que quedarse con los niños, aunque enseguida vino el estado de alarma y el confinamiento ya quedó decretado. Pensaba que serían dos semanas pero recuerdo que el viernes 20 de marzo, casi empezando la primavera, mi mujer y yo compartiendo el salón de casa, miré al jardín y vi un cerezo estallando en flor, y pensé: «los humanos estamos como locos a nivel mundial pero la naturaleza parece que está mejor que cuando estábamos en las calles. El árbol sigue y no es consciente de lo que está pasando». Después de ese pensamiento personal tuve la necesidad de contactar con la gente. Mi primer mail fueron tres líneas y solo expresaba el deseo de sentirlos más cerca, porque los sentía lejos pero al mismo tiempo sabía que estábamos sufriendo lo mismo. Luego empecé a recibir mensajes de gente que me preguntaba de qué les iba a hablar la siguiente semana, así que me di cuenta de que cualquier input de fuera que generase curiosidad era bien recibido así que empecé y al final fueron 12 correos, el último día laborable de cada semana. Se volvió una especie de tradición que yo asumí con cierto nivel de ganas y responsabilidad.
Luego llegó tu libro, titulado Lidera con el corazón (Gestión 2000), donde empiezas hablando del miedo.
Es el único aspecto un poco más científico. Hablo del miedo porque me sirve para introducir cómo nuestro cuerpo reacciona al miedo, para entender lo que provocamos en el otro cuando provocamos miedo. Nuestro ser humanos está determinado por los genes y por los memes, entendiendo estos últimos como los condicionantes sociales de nuestro entorno. Cuando tenemos miedo nuestro cuerpo reacciona para defendernos de un entorno en el que vivíamos cuando empezamos a existir, en la prehistoria, pero en el siglo XXI el miedo no resulta nada útil. Los riesgos de la prehistoria consistían básicamente en ser devorados. Aquel humano que reaccionaba con miedo se hacía más fuerte y rápido, resistía más. Cuando tenemos miedo el corazón nos palpita más rápido, ¿de qué sirve? Es un cóctel preparado para huir o para pelear. El organismo bombea mucha sangre a los músculos para que seas más fuerte o más rápido, pero no bombea sangre al cerebro, pues eso no interesa para tener fuerza o velocidad, lo que significa que nos volvemos más tontos. En el siglo XXI somos biológicamente iguales, el cuerpo reacciona igual, pero el miedo que nos provoca esta sociedad no requiere velocidad o fuerza. Normalmente el miedo me viene de una persona que interacciona conmigo; si le doy miedo le vacío el cerebro y consigo lo contrario de lo que busco. Como líder me interesa que los que trabajan conmigo no tengan miedo. Las emociones no son buenas o malas, las genera nuestro cuerpo porque está programado así. Son oportunas o inoportunas, agradables o desagradables. El miedo es una emoción inoportuna porque no nos ayuda a ser mejores, y es desagradable. A partir de ahí abro paso a lo que permite generar entornos en los que no haya miedo.
Dices que para que cada uno haga mejor su tarea conviene saber cuál es el propósito del trabajo que se hace, no solo de la tarea de cada uno, sino el ideal último de la empresa.
Cuando hablo de propósito me refiero a una acepción muy existencial como propósito vital. Cuando te juntas a trabajar o con amigos siempre hay un para qué. No basta el qué ni el cómo. Si rascas, en todo hay un para qué. El líder lidera un equipo donde todas las personas son imprescindibles para construir lo que haya que construir, pero el líder conoce el propósito y cada persona ve su parte. Si el empleado solo conoce su parte y no el propósito, estás empobreciendo su trabajo. Sin un propósito, uno no siente que lo que hace trasciende su acción. Pongo el ejemplo de un caballero que recorre la campiña inglesa y se encuentra con un hombre que está picando piedra. Le pregunta qué está haciendo y la respuesta es simple: picando piedra. Luego ve a otro haciendo lo mismo, le pregunta y este le responde que está construyendo una catedral. Los dos hacen lo mismo, ¿qué cambia? El primero tiene un líder que puede ser muy buena persona, que le ha explicado su tarea, le ha enseñado cómo se hace y le ha ayudado a que la haga bien, pero ahí se ha quedado. A cada uno le cuenta su microtarea. Cuando este hombre llega a casa y habla de su trabajo, ¿de qué puede hablar? De los centímetros de piedra que ha picado, de lo que espera que le paguen… pero no de propósito, ¡no le brillarán los ojos! El otro en cambio, cuando llegue a casa puede hablar a su familia de su piedra, pero contando su puesto dentro del gran proyecto de la catedral. Ya ve cómo encaja su piedra con el todo. Es totalmente distinto. Y si el primer líder tiene que pedirle al picador que acabe su trabajo dos semanas antes, no lo va a entender ni lo hará con gusto, más bien al contrario. Pero si el arquitecto los reúne y les dice que el Papa ha anunciado una visita y hay que acelerar para recibirle repicando, todos arrimarán el hombro para alcanzar el objetivo. Es una manera de relacionarse con el trabajo que te llena el alma porque sabes para qué es y por qué estás peleando tanto.
El propósito de tu libro en ese sentido parece que pasa por proponer una cierta forma de relacionarse en el trabajo.
Los humanos nos diferenciamos de las demás especies conocidas en que tenemos una capacidad de comunicación muy elevada. En la base de cualquier conflicto, entre dos personas, equipos o países, siempre hay un problema de comunicación, algo que no se ha sabido gestionar de manera correcta dando paso a las descalificaciones. Cuando se genera un conflicto empiezan las culpas, los celos y nos perdemos. Volver a recuperar un clima de confianza requiere sanar esas heridas y es de las tareas más difíciles que hay. Para ello, una palabra que me gusta mucho es “asertividad”. El extremo es la pasividad: tú y yo colaboramos, tú haces algo que no me gusta pero yo me callo porque te respeto y no quiero herirte, pero no me respeto a mí porque no digo lo que pienso. Priorizo el respeto que te tengo sobre el respeto que me tengo. La gente pasiva tiene un límite y acaba explotando. No eres consciente y cuando reaccionas, sobre-reaccionas y pasas de pasivo a agresivo sin pasar por asertivo. La agresividad es que tengo un ego enorme, me respeto tanto que digo todo lo que se me pasa por la cabeza. Es el extremo contrario, porque no respeto a mi interlocutor y es fuente de miedos, y si se mezcla con jerarquía ya es brutal. Solo tendrá gente anulada. Asertividad es una situación donde me respeto y te respeto. Puedo decir lo que pienso pero de una forma que no te falte al respeto. Suele ser desde lo que yo siento, no desde lo que creo que tú eres. Si te califico con adjetivos, puedo herir. Si parto de cómo me he sentido, me puedo entender con el otro. Es una situación mucho más constructiva, una relación de confianza donde tú no te defiendes porque yo te respeto, no te doy miedo. El tema de las relaciones es fundamental para generar entornos constructivos allí donde hay personas.
Aparte de cómo nos relacionamos, también insistes en la importancia de que el trabajador decida qué postura quiere tomar y hablas de la dicotomía entre ser víctima o protagonista.
No siempre puedo escoger la situación, hay cosas que me vienen dadas, pero siempre puedo escoger cómo respondo, cuál es mi actitud ante las cosas que suceden. Cuando viene algo yo puedo tomar la actitud de la víctima o del protagonista. La víctima tiene una excusa por lo que ha sucedido: tampoco hay que preocuparse por solucionarlo porque no lo he causado yo. El protagonista decide ponerle creatividad para ver cómo afrontarlo, dedicarle energía, poder influir para que el impacto de lo que suceda sea lo mejor posible. No puedo hacer que no suceda lo que ha sucedido, pero sí puedo implicarme en la situación para que el futuro cambie.
Hay un ejemplo muy sencillo pero muy frecuente. El jefe te encarga un trabajo y te dice también el propósito, todo como se debe hacer, y te da el nombre de tres personas a las que tienes que pedir información para redactar un informe para la semana que viene. Mandas tres mails: dos contestan enseguida y otro no contesta. El plazo se acerca y yo esperando. Cuando llega el día, presento el informe perfecto pero sin los datos del tercero. ¿No hay nada que podría haber hecho para intentar que el resultado no fuera ese? ¿No podía pasar de víctima a protagonista y buscar a esa persona que no me ha respondido? ¿No es evidente que se puede ser protagonista y colaborar para que el resultado sea distinto? Cosas así de insignificantes pueden generar grandes conflictos.
Llama la atención cómo vinculas tu manera de trabajar y de liderar con la literatura. ¿Cómo surge esa referencia a Los miserables de Victor Hugo?
Por la necesidad de amor. Y cuando digo amor, pueden ser muchas cosas, cercanía, confianza, ayuda, solidaridad, respeto, generosidad, amabilidad… un etcétera infinito. En resumen: te voy a tratar como una persona, como me gusta que me traten a mí. Cuando Jean Valjean sale de la cárcel está resentido con el mundo y no le faltan razones. El obispo le da cobijo pero él lee su generosidad como parte del sistema y le roba la plata. La policía le pilla, lo llevan ante el obispo y este: «no lo ha robado, se lo he dado yo. Por cierto, te dejaste estos candelabros». Un acto de amor totalmente incondicional por parte de quien menos podría esperarlo y merecerlo, pues le estaba robando, es un acto tan bestial que el otro cambia completamente su forma de vida. El amor como fuente de transformación vital de una persona. Desde el amor no solo cambio yo, es que cambian otros a mi alrededor. Cuando vamos exigiendo nuestros derechos, no solemos conseguir demasiado, porque además generamos sufrimiento en la otra persona. Con amor te responden mejor porque las relaciones funcionan como un espejo. Lo normal es que si tú tratas de una cierta manera, te respondan de esa cierta manera.
También dices que lees el Principito cada dos o tres años, ¿por qué?
El Principito es un niño que no entiende por qué los adultos hemos perdido la creatividad, la imaginación, lo que nos hace tener ganas de comprender, la curiosidad, como que nos hemos acomodado en nuestros estándares. Lo importante no es la historia, pues de hecho creo que no tiene historia como tal, sino la cantidad de mensajes que esconde, como la importancia de crear lazos y de aprender a ver al otro como alguien único. Es un libro lleno de momentos interesantes que te interpelan según lo que te esté pasando en ese momento. El libro no cambia, el que eres distinto eres tú.
Hablas de la importancia del diálogo y sobre todo de escuchar, pero escuchar para entender, no para contestar.
Lo digo en forma de autocrítica porque suelo escuchar poco. La escucha es la curiosidad por entender al otro y relaciono esto con el ego porque siempre pensamos que la nuestra es la verdad. El ego nos hace sentir tan seguros que nos quita la curiosidad pues si ya tenemos la verdad, ¿para qué la vamos a buscar? Pero entonces me quedaré como estoy y me perderé lo que me pueda aportar escucharte. Cuantas más ganas tenga de escuchar, más se enriquecerá esa verdad. Si no escuchas, el otro dejará de hablar, más aún si tú eres el líder. Y la labor del líder también consiste en favorecer que la gente que le rodea florezca.
Después de la pandemia, el mundo del trabajo ha cambiado. ¿Cuáles son los grandes retos que hay que afrontar?
Si las empresas fuéramos grupos de personas donde cada uno trabaja solo… Lo que pasó en pandemia es que la gente empezó a ser consciente de cosas que antes eran automáticas. Fueron momentos de replantearnos muchas cosas y ha habido una disrupción porque la gente teletrabajaba todo el día. Esto hace que el sitio donde vives ya no importe tanto respecto al trabajo que puedes hacer y eso tiene muchas derivadas: desde cualquier lugar puedes acceder a cualquier trabajo, lo que abre mucho el mercado laboral, pues cualquier empresa puede contratar a cualquiera en cualquier lugar.
Luego está la diferencia generacional, pero a todas las generaciones les ha costado entenderse con sus jóvenes. Ahora la gente joven es de propósito más a corto plazo que nosotros y son más conscientes de los problemas del planeta. Si donde trabajas no vibra ese propósito colectivo con tu propósito individual, te acabas marchando y sin esperar demasiado. Porque lo que sí son los jóvenes es dinámicos, impacientes, ágiles, sencillamente porque nosotros esperábamos una semana para ver el siguiente capítulo de nuestra serie favorita y ellos la tienen toda entera a su alcance de manera inmediata. Es responsabilidad nuestra estar informados de lo que cada uno quiere. Si yo no le doy lo que quiere probar, se irá a buscarlo fuera. Es complicado porque hay que estar muy pendiente y lo que antes hablabas una vez al año ahora debe ser cada semana.
La combinación de trabajo presencial y en remoto cubre un espectro mucho mayor de bondades, pero como todas las libertades, y con responsabilidad, hay que saber tomar buenas decisiones. El trabajo supone una relación co-creadora que solo se genera estando juntos. La flexibilidad es preciosa pero requiere una gestión compleja. La pandemia ha abierto un proceso que debería tener tres etapas: adaptarnos, evolucionar y transformarnos. Creo que nos hemos quedado en la segunda, sin terminar de llegar a la tercera, y ahí sigue estando el reto.
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