El cansancio, la expresión del yo, la verdad en la relación con todo… y esa pregunta: «¿Por qué sois así?». Apuntes de una conversación de 1998 entre Luigi Giussani y un grupo de novicios de los Memores Domini
La profundización en la palabra «trabajo», cuyos elementos más relevantes voy a decir ahora, es tal vez el principio del cambio que debemos afrontar en la sociedad en que vivimos: cambio en el modo en que nos tratamos a nosotros mismos en la sociedad que tenemos, porque Cristo, Dios, nos ofrece la ocasión de cambiar a través de las condiciones de la sociedad en que vivimos. No es la sociedad el instrumento que nos transmite la fuerza de Dios, sino la gran Presencia que la Iglesia nos brinda continuamente mediante los sacramentos y las expresiones de fe del pueblo cristiano. «Mi fuerza y mi canto es el Señor», fuerza y canto: potencia operativa y creadora; y, por tanto, fuente de alegría y, sobre todo, de gozo –porque la alegría se da en determinados momentos, pero el gozo debe convertirse en algo normal, en el trasfondo constante de cada día–.
Para un cristiano el trabajo es el aspecto más concreto, más árido y concreto, más fatigoso y concreto, del amor a Cristo.
El amor a Cristo bien entendido, nos recuerda –más que cualquier otra relación– que el amor es un juicio de la inteligencia que arrastra consigo toda nuestra sensibilidad, toda la sensibilidad humana.
Si no, el juicio es algo mezquino, como lo es, con abundantes ejemplos, el de ciertos jueces de nuestra época; pero también el de los moralistas desde el púlpito, cuando insistimos siempre en cómo deben ser las cosas y, por tanto, no juzgamos los hechos según esa tensión hacia el bien y la justicia que es lo que hace al hombre moral, y pesamos solamente los efectos negativos o las traiciones que reprochamos a los demás, pero nunca a nosotros mismos.
El amor a Cristo es un juicio de la inteligencia. El amor –no solo «el amor a Cristo»– es un juicio, implica un juicio. El juicio consiste en reconocer la verdad, en reconocer el ser. El juicio es mirar al ser con la percepción del niño: el efecto de la realidad que aparece ante sus ojos es la admiración. Si esto se mantiene, se entiende cómo está hecha la mirada del hombre sobre todas las cosas, de qué está hecha su relación con todo. Las certezas nacen de ahí, las evidencias que nos producen certeza nacen de ahí. De lo contrario, nuestras convicciones son dictados del poder, es decir, nacen de algo extraño a nosotros mismos, que reduce siempre el valor de las cosas y lo cambia a su conveniencia: el poder solo quiere súbditos, esclavos.
Por eso, el trabajo nos obliga a ser más cristianos, a reconsiderar nuestro amor a Cristo, a plantearme una y otra vez cómo vivo, a pensar en la utilidad de mi vida y para qué se nos da todo.
El trabajo es el aspecto más concreto –más árido y fatigoso (¡pero concreto!)– de nuestro amor a Cristo: concreto quiere decir existencial, integrado en lo que nos rodea. (…) Es el amor a Cristo, por su propia naturaleza, lo que ordena y apacigua el deseo que domina nuestra vida, es decir, lo que satisface el deseo que constituye nuestra vida como una promesa indiscutible. Porque la promesa es la naturaleza de nuestro corazón: inteligencia y afectividad (juicio que arrastra consigo toda la sensibilidad del corazón). (…)
El trabajo es la expresión total de la persona. Si lo que hemos dicho antes es justo, es decir, que el hombre es relación con el infinito, con lo eterno, con el Misterio –se puede decir así: «relación con el Misterio», porque expresa mejor la realidad, la verdad de lo que digo–, entonces el trabajo afecta verdaderamente a todo, a todas las expresiones de la persona. Todo lo que expresa a la persona como relación con el infinito se llama «trabajo». Porque lo que hace el albañil al poner ladrillos o el minero al cavar un túnel es relación con Dios: por eso tienen que ser respetados, por eso deben ser objeto de una justicia real y también de amor, es decir, de ayuda. ¿Por qué? Porque son trabajadores y, por tanto, están llamados a amar a Cristo. ¿Por qué existe este vínculo entre el amor a Cristo y el trabajo? Porque el trabajo es la forma de expresar la personalidad humana, la relación que el hombre tiene con Dios (Jesús llama a Dios el eterno trabajador). (…)
Puesto que el trabajo expresa al hombre en su relación con las cosas, el amor a Cristo tiene todo que ver con el trabajo, está en su raíz, porque todas las cosas son de Cristo. Esto se verá al final del mundo, el último día, pero el método de Dios, el plan de Dios, prevé que ese día esté precedido por la historia de la Iglesia como cuerpo de Cristo, por la historia del cuerpo de Cristo en el tiempo.
¿De qué manera contribuimos nosotros a construir la Iglesia, a llevar a cabo el deber que tiene ella, a realizar su tarea? (…) Viviendo —y cuanto más vivamos— cada acción, cada acto que nos expresa (el sujeto adecuado de una acción es la conciencia que uno tiene de sí mismo) con la mentalidad de Cristo y no con la mentalidad del mundo. La mentalidad mundana es la expresión del instinto, de la reacción, o bien, la expresión del poder, de la posesión. (…) En la medida en que el hombre vive la fe en Cristo, en que vive la memoria de Cristo en todo lo que hace, en esa medida, la Iglesia vive, renace, se dilata y, al crecer, acoge a otros (…). En cualquier caso, lo que quería deciros es que el nexo que hay entre el trabajo y Cristo es un nexo objetivo, porque todo lo que existe es de Cristo (…). La fecundidad de la vida del hombre no depende necesariamente de que se realice en él la experiencia que tiene el gato con la gata, o el perro con la perra (o el toro con la vaca, por poner un ejemplo más digno), sino de que se convierta en generador de criaturas encaminadas hacia su plenitud, hacia su felicidad. La fecundidad humana consiste en revelar el sentido de la vida, educar en el sentido de la vida, dar testimonio del sentido que tiene la vida (y puesto que Cristo es el sentido de la vida, se trata de ese Cristo que se hace presente en el mundo mediante la dilatación de su cuerpo en la historia). (…)
Siendo, por tanto, el trabajo la expresión de la relación de la persona con las cosas y con la realidad presente, el amor a Cristo nos hace más capaces de trabajar. Es algo totalmente distinto ir al trabajo por amor a Cristo, trabajar haciendo memoria de Cristo: se tiene atención a todo, finura en todos los detalles, paciencia con el tiempo, respeto, por tanto, al tiempo que requieren las cosas, y no hay murmuración, uno no se lamenta de las circunstancias desagradables. Es más, se reaviva en él el sentido de fraternidad incluso hacia quien le roba la casa, hacia el poderoso, el señor, el patrón (…).
El amor a Cristo se da en la medida en que uno percibe esta misión que tiene el trabajo, esta naturaleza del trabajo. La relación con Dios es relación con Cristo, porque el Misterio se ha revelado en ese hombre y muchas de las cosas que ese hombre nos dijo son haces de luz en la oscuridad del Misterio (…). En todo caso, la verdad del trabajo, en cualquier cosa que sea, depende de la relación con Cristo. El trabajo es la expresión del hombre que usa, que maneja lo que tiene a su alrededor. En primer lugar, su propio cuerpo, su mujer, sus hijos, su madre y su padre: todo es trabajo porque todo es expresión del yo. Si esta expresión del yo se vive en Su memoria, entonces todo es diferente, todo está destinado a ser diferente. Cuántas veces me dicen: «Un compañero de trabajo que está sorprendido por lo que digo o por lo que hago, o por mi actitud, me ha dicho: “¿Por qué eres así?”». Esta es la pregunta que se suele hacer antes de convertirse al cristianismo: «¿Por qué sois así?».
Por eso, el trabajo, en cualquier acepción que sea, es proporcional al amor a Cristo. Pero también es verdad lo contrario: que el amor a Cristo regenera todo nuestro trabajo. El amor a Cristo, por tanto, no es verdadero si no interviene de alguna forma en la —¿cómo decirlo?— gran kermesse de nuestro trabajo. No se puede amar el trabajo si no se ama a Cristo: se soporta el trabajo, se tolera; nos adaptamos a él («porque tengo que ganar el sueldo a fin de mes»). (…)
El amor a Cristo es un juicio de la inteligencia –os decía– que arrastra consigo toda la sensibilidad humana. Es un juicio sobre la relación que tengo con determinadas personas o con determinados ambientes o lugares de la Iglesia donde se entiende que Cristo está presente, porque todo cambia en su nombre, porque les sucede algo a quienes van allí. El juicio de la inteligencia es: «Aquí está Cristo». Esto produce un impacto en nuestra persona, en nuestra historia, y despierta una evidencia y un gusto, una certeza y un gusto seguro, proporcional a nuestra manera de hacer las cosas: empieza a volver verdaderas nuestras relaciones.
Ir a la universidad para enseñar o aprender, o ir a la fábrica donde eres director, subdirector o uno cualquiera, es realizar un trabajo cuyo objeto adecuado es el amor a Cristo. Porque Cristo es el sentido de todo y la memoria de Cristo el trasfondo de toda realización, de toda creación. Cuando nuestros dedos plasman –como los de Dios plasman el cielo y las estrellas– lo que hacemos, estamos haciendo presente a Cristo en eso que hacemos. Por eso vale la pena ir a trabajar.
(de El yo, el poder, las obras, Encuentro, Madrid 2008, pp. 62-73)
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