Francisco de Goya, 1788, Museo del Prado
Este retrato de familia fue encargado a Goya por los Duques de Osuna, unidos al pintor por una relación de amistad que duró toda la vida. El pintor había decorado el año anterior un salón de la finca "El Capricho" que los Duques tenían en las cercanías de Madrid. Pasado el tiempo, los Duques adquirieron por fidelidad al pintor algunas de las obras más difíciles de Goya - sus célebres pinturas negras - cuando, al caer éste enfermo, su estilo cambió y se vio abandonado por la nobleza que antes lo había sostenido.
Basta mirar las expresiones capturadas por Goya en los rostros de los personajes para darse cuenta del afecto que el pintor debía sentir por sus amigos y sus hijos. De todo lo pintado, Goya destaca los rostros con nitidez y luminosidad, quedando los otros elementos de la composición (vestidos, objetos, etc) en un claro segundo plano. El fondo se difumina hasta desaparecer, como si no quisiera restar protagonismo a los retratados. Sólo los juguetes de los niños, símbolo de su inocencia, son rescatados de la esencialidad de la composición. A diferencia del tratamiento impersonal habitual en muchos retratos de nobles de la época, percibimos en el cuadro la vida que debía animar a esta familia. Llamamos la atención sobre dos detalles: primero, los rostros tranquilos, serenos, con una mirada limpia; segundo, la actitud de cariño que se expresa a través del contacto físico de los padres con sus hijos.
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