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Huellas N.10, Noviembre 1998

AZORÍN

El ansia perdurable de lo Infinito

Gonzalo Santamaría

Breve semblanza biográfica
José Martínez Ruiz na­ció en Monóvar (Ali­cante) en 1873. La posi­ción desahogada de sus padres - su padre era un hacendado abogado - le permiten estudiar y dedi­carse, desde muy joven, a la lectura y a la literatura. Desde los ocho años hasta los dieciséis estudió interno en el Colegio de los Padres Escolapios de Yecla, y sólo volvía a Monóvar - y a la casa de campo en el Collado Sa­linas - durante las vaca­ciones.
En 1888 va a Valencia a estudiar Derecho, pero deja la carrera sin termi­nar. Sin embargo, su es­tancia en la ciudad tiene una gran importancia en cuanto a sus contactos in­telectuales con las últi­mas corrientes del pensa­miento y del arte. Eduardo Soler, destacado krausista, influyó no poco en sus lecturas: Nietzsche, Shopenhauer, Montaigne, Rilke y Leo­pardi, entre otros. Co­mienza su dedicación completa a la literatura.
Publica artículos en pe­riódicos y revistas de Ye­cla, Monóvar y Valencia. Los dos temas predominantes de su producción serán la crítica literaria y la política social. De sus relaciones surgen las ideas anarquistas que arroja con virulencia en sus artículos.
En 1896 llega a Ma­drid, ciudad que será su lugar de residencia habi­tual, hasta su muerte (1967). Aquel mismo año llegó Valle-Inclán, y al si­guiente lo haría Maeztu. Baroja llevaba ya en Ma­drid algún tiempo. Por afinidades ideológicas y estéticas, Baroja, Azorín, y Maeztu constituyeron el «Grupo de los Tres», que sería el germen del llamado del «Noventa y Ocho». Fue Azorín, pre­cisamente, quien acuñó tal nombre y Baroja quien lo hubiera cam­biado por el de «Nove­cientos».
En 1903 publica Azo­rín La Voluntad, novela que junto a otras tres obras deja entrever un conflicto entre su activi­dad pública de intelec­tual y su naturaleza con­templativa y solitaria. A partir de 1904 comienza a firmar con el seudó­nimo de Azorín que no abandonará nunca.

El rasgo más interesante de la personalidad de Azorín es, en mi opinión, el contraste entre la actividad pública y su naturaleza contemplativa, ya que su obra está marcada por un conflicto y una íntima tristeza. Una melancolía que no es tan patética como la de Unamuno ni tan angustiosa como la de Machado, pero que revela un corazón inquieto, nunca conforme. Siempre arrostró las preguntas que le suscitaba la realidad.
Dejemos hablar al pro­pio Azorín. El siguiente texto pertenece a su obra A Voleo y fue escrito en 1941, cuando el autor contaba sesenta y ocho años de edad, en una época mucho más sose­gada para él que otras de juventud. El ansia de in­finito fue constante en su vida.
«Ocho años de mi in­fancia los he pasado en un colegio de Escolapios. Los considero como los mejores de mi vida... hay, en quien se ha edu­cado en esos colegios, cierta nota de gravedad, cierta ansia por lo espiri­tual, cierto anhelo hacia lo infinito, que es indis­cutiblemente lo que da valor a la vida y lo que realza al mundo».

Una contradicción vi­viente
En sus etapas de estu­diante y de joven escritor no tuvo la misma sereni­dad. El texto anterior repre­senta una especie de vuelta al origen, a juzgar por el largo camino que recorrió. La Voluntad (1902) - obra a la que pertenecen la ma­yoría de los pasajes citados - es una obra apasionante porque presenta a un hom­bre en plena lucha, a la búsqueda de un sentido para la vida.
El contacto con los inte­lectuales de su tiempo puso seriamente a prueba sus más profundas conviccio­nes. Después, las nuevas ideas le abrieron expectati­vas que terminaron en de­cepciones y mucha incerti­dumbre. No es raro, por tanto, encontrar en Azorín contradicciones que son, a mi entender, fruto de una insatisfacción permanente con todo.
El interés por lo que lee, su anhelo por cono­cerlo todo, seguidamente se transforman en decep­ción por los libros. José Martínez Ruiz, antes de apropiarse del nombre de su personaje, escribe: «Azorín lee en pintoresco revoltijo novelas, sociolo­gía, crítica, viajes, histo­ria, teatro, teología, ver­sos. Y esto es doblemente laudable. No tiene criterio fijo: lo ama todo, lo busca todo. Es un espíritu ávido y curioso». Y en la misma obra, casi al final: «Al presente yo no leo ningún libro; es decir, aún me quedan rezagos de la vieja manía y compro alguno (...). Cuando se ha vivido algo, ¿para qué leer? ¿Qué nos pueden enseñar los li­bros que no esté en la vida?».

De José Martínez a Azorín
En A Oláiz, el escritor se expresa de forma mucho más encendida: «Abracémonos a la Tierra, próvida Tierra; amémosla, gocé­mosla. Amemos; que nues­tro pecho sea atormentado por el deseo y vibre de pla­cer en la posesión ansiada. No más libros; no más hojas impresas, muertas hojas, desoladas hojas. Seamos li­bres, espontáneos, sinceros. Vivamos».
José Martínez Ruiz, ya había empleado seudónimos con anterioridad a 1904 como Cándido y Ahrimán. Pero es significativo que, tras la publicación de las Confesiones de un pequeño filósofo, Antonio Azorín y La Voluntad, asumiera como propio el nombre de su personaje Azorín, que era, por otra parte, tremen­damente autobiográfico. Y es que la publicación de esas obras anuncian a un Azorín que tiene dos de­cepciones importantes: el fracaso de la participación directa en los asuntos so­ciales y políticos desde el grupo de «Los Tres», y la insatisfacción que le produ­cen la ideología anarquista y las teorías filosóficas de sus innumerables y desor­denadas lecturas.
En La Voluntad, cuyo tí­tulo está íntimamente rela­cionado con la teorías de Nietzsche, manifiesta reite­radas veces que las ideas no encajan en su experien­cia y, por tanto, le defrau­dan: «... y el primer deber del hombre, el más impe­rioso, consistiría en llegar a todos los placeres por todos los medios, es decir, en ser fuerte... Nietzsche cree que, aun sin la conciencia, es esta la necesidad única. Yo también lo siento de este modo; sólo que la energía es algo que no se puede lo­grar a voluntad, algo que, como la inteligencia, como la belleza, no depende de nosotros el poseerla».

¿Renunciar?
Azorín, parece sucumbir a las ideas y siente la ten­tación de renunciar a vivir, de abandonar la búsqueda de respuesta a la demanda de infinito, en definitiva, de conformarse con menos y renunciar a la libertad. A veces, parece que la atara­xia pueda servir, al menos, para evitar el dolor. Pero al final su corazón siempre se rebela, como en este pasaje tan lleno de ironía: «Azorín piensa que sería muy feliz casándose con esta mucha­chita del manto negro. "Sí, muy feliz", piensa; "viviría en una callada vegetabili­dad voluptuosa, ( ... ). Lle­garía a ser un hombre me­tódico, que tose con pertinacia, que se levanta temprano, que come a ho­ras fijas, (...) que se queja arrullando como las palo­mas cuando tiene una neu­ralgia, que llega a la esta­ción con una hora de anticipo cuando hace un viaje (...). Y yo viviría fe­liz siendo un hombre metó­dico y catarroso... con esta niñita apetitosa».

Provocadora belleza
El corazón no le cabe en las ideas. En sus escritos, hay numerosas ocasiones donde su pensamiento y su intuición son reveladores del fondo de su alma. «Yo siento que me falta la Fe; no la tengo tampoco ni en la gloria literaria ni en el Progreso ... que creo dos solemnes estupideces ... ¡El Progreso! ¡Qué nos impor­tan las generaciones futu­ras! Lo importante es nues­tra vida, nuestra sensación momentánea y actual, nues­tro yo, que es un relám­pago fugaz».
Su interés por las cosas nace por estética, porque su sensibilidad le hace receptor de la belleza que le rodea. Pero no se queda ahí; esa belleza anuncia algo que está más allá: «¡Y yo me creo feliz porque he leído a Renan y he visto los cua­dros del Greco y he oído la música de Rossini!... No, no, la tierra no es de noso­tros, pobres hombres que sólo tenemos dos ojos, cuando los insectos tienen tantos, desdichados hombres que sólo tenemos cinco sen­tidos, cuando en la natura­leza hay tantas cosas que ni siquiera sospechamos».
«Algo como la fe de un pueblo ingenuo y fervo­roso, se respira en este ámbito pobre, ante este Cristo que reposa senci­llamente en tierra, sin lu­minarias ni flores. Y Azo­rín ha sentido un momento, emocionado, si­lencioso, toda la tremenda belleza de esta religión de hombres sencillos y du­ros».

Vale más andar
Al autor, no le importa re­conocer en ocasiones que está desorientado, perdido, desesperado o que no para de cambiar de parecer a cada rato. «Yo soy un rebelde de mí mismo; en mí hay dos hombres. Hay el hombre-voluntad, casi muerto, casi deshecho por una larga educación en un colegio clerical... Hay, aparte de éste, el segundo hombre, el hombre-reflexión, nacido, alentado en copiosas lectu­ras, en largas soledades. Yo me complazco en observar este dominio del ambiente sobre mí; y así veo que soy místico, anarquista, irónico, dogmático, admirador de Shopenhauer, partidario de Nietzsche... Así, soy sucesivamente un hombre afable, un hombre huraño, un lu­chador enérgico, un desespe­ranzado, un creyente, un es­céptico... todo en cambios rápidos, en pocas horas».
«Puede ser que el camino que recorre Azorín sea malo; pero al fin y al cabo, es un camino. Y vale más andar, aunque en malos pa­sos, que estar eternamente fijos, eternamente inconmo­vibles, eternamente idiotiza­dos... como estos respeta­bles señores que no pudiendo moverse, condenan el movimiento ajeno».

Eco de lo infinito
Es curioso que, a pesar de renegar públicamente de su educación religiosa, quedara en Azorín una huella imbo­rrable, como lo testimonia la presencia del Padre La­salde, uno de los personajes de La Voluntad. Y también que en algún que otro pa­saje, tan distante en el tiempo del que hemos leído al comienzo, reaparezca con tanta nitidez el anhelo origi­nal por lo infinito.
Con maestría escribe: «En los días grises, la tie­rra toma tintes cárdenos, ocres, azulados, rojizos, ce­nicientos, lívidos; las lomas se ennegrecen, los mancho­nes rojos de las Moratillas emergen como enormes cuajarones de sangre. A ra­tos, el gemido del viento, el tintinar lejano de una es­quila, el silabeo impercepti­ble de una canción fati­gosa, conmueven el espíritu con el ansia perdurable de lo Infinito».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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