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Huellas N.08, Septiembre 1998

HISTORIA DE LA IGLESIA

Una presencia que marcó una época

Julián Vara

La estatura humana de un hombre que vivió tiempos difíciles, entre­gando su vida por la Iglesia y el bien común de España: «Consagrado a Dios sin salir del mundo»

El 5 de diciembre de 1909 el diario ABC publicaba en primera página la llegada del rey de Portugal a París. En el inte­rior, tan sólo unas líneas para reseñar un aconteci­miento: la inauguración de la nueva iglesia de la Inma­culada y San Pedro Claver, situada en la calle Alberto Aguilera 25. Durante la ce­remonia el Nuncio de su Santidad bendice las insig­nias de los Jóvenes Propa­gandistas pertenecientes a la asociación católico-na­cional. Los dieciocho jóve­nes de que hablaba el perió­dico habían pasado la noche en oración y en el momento de recibir la insignia de ma­nos de Mons. Vico pronun­ciaban casi en silencio las palabras que el sacerdote que les había convocado había escrito para ellos: «¡Oh Virgen Inmaculada y Madre nuestra amantísima! Hoy, que tantos hombres se avergüenzan de confesar en público a Jesucristo, veni­mos a vuestras plantas de­seosos de que nos recibáis como apóstoles de vuestro divino Hijo». Comenzaba así su vida la Asociación Católica Nacional de Jóve­nes Propagandistas. Un jo­ven de veintitrés años, abogado del Estado, asumía su presidencia. Sólo el tiempo, y la grandeza de las obras, daría cuenta real de lo que con tanta humildad nacía. Este joven era Ángel He­rrera Oria.

El nuncio sagaz
Girar la cabeza en torno y ver era, en 1909, prestarse a un espectáculo triste. La leva de tropas para la gue­rra de Marruecos había ori­ginado una huelga general y un movimiento revolucio­nario en Barcelona, donde en una semana se incendia­ron más de 60 iglesias y conventos. La condena a muerte de Ferrer Guardia producía la mayor campaña de difamación internacional que jamás haya conocido España. La conciencia cató­lica era innecesariamente ofendida y el laicismo era bandera común de los más, aun de los que a sí se llama­ban católicos.
Y Herrera nacía a la vida pública con un sencillo gesto de obediencia. Una obediencia alumbrada y cuidada en la relación con un sacerdote jesuita que se­guía de este modo la indica­ción que recibiera del Nun­cio de Su Santidad. Bien sabía Mons. Vico lo que hacía al dirigirse al P. Ayala y al pedirle que buscase de entre los jóvenes con los que se reunía a los más ca­paces, para crear con ellos lo que debía ser un cuerpo de hombres que sirvieran a la Iglesia y al bien común de España. Habiendo estado desde 1889 a 1895 como secretario de la Nunciatura en España, conocía bien las circunstancias por las que tenía que transitar la Iglesia. Durante su etapa de secreta­rio del Nuncio, Mons. Vico se sorprendía de la paradó­jica situación de España, donde la fe católica era am­pliamente mayoritaria y, sin embargo, la presencia cató­lica en la vida pública no se dejaba sentir en la propor­ción que cabía esperar. Vico veía con dolor un pueblo dividido, sin inteligencia y capacidad de juicio sobre la realidad. Así, su primera in­quietud al volver a España, esta vez ya como Nuncio, fue dotar de cabeza a un pueblo desmembrado. El día de San Francisco Javier de 1909 Herrera recibía de sus manos la insignia de propagandista y juraba como su primer presidente. La noche del 4 estaba en Granada junto con otro pro­pagandista para dar su pri­mer mitin.

Un gran amigo
El desparpajo de aque­llos jóvenes, que tomaban los modos de acción de los republicanos y anar­quistas para difundir un juicio distinto sobre la si­tuación política, hizo tem­blar a propios y extraños. Eso de dar mítines estaba reservado para la propa­ganda de izquierdas y un mitin de un orador cató­lico era una «provoca­ción», también para la re­traída conciencia católica.
Tras una campaña de propaganda por Andalucía, se hacía necesario el pedir orientación y refrendo. Así, Herrera viajó en la prima­vera del año 1911 a Roma, donde se entrevistó con el pontífice, Pío X. De esa reu­nión salió ampliamente con­fortado - «Recuerdo que al ponernos de pie, clavando en mí aquellos grandes ojos de mirada tan profunda y enérgica, un tanto melancó­lica, me estrechó la mano, diciéndome: "Soy su amigo, soy su amigo", por dos ve­ces» - y bien orientado. El Papa urgía a la unidad de los católicos: son necesarias una unidad de juicio sobre lo que sucede y que el juicio se haga público, una palabra que oriente y explique la realidad política, una acción común.

Las obras
En julio de ese mismo año se celebraba en Ma­drid un Congreso Eucarís­tico que se clausuró con un gran acto académico y una numerosísima proce­sión. El hecho pasó total­mente desapercibido en la prensa. Se hizo entonces evidente la necesidad de un medio de comunica­ción; así se lo hizo ver Herrera a dos católicos bilbaínos - miembros del consejo de redacción de la Gaceta del Norte - y, cua­tro meses más tarde, la Gaceta del Norte ponía en manos de Herrera y los propagandistas un mo­desto periódico de 4.500 ejemplares de tirada, que el 1 de noviembre nacía a su segunda época, dirigida por Herrera. El diario vasco lo saludaba con entusiasmo y «estrechísimo abrazo de hermano», y an­ticipaba los mayores éxi­tos. Nacía El Debate.
En pocos años se con­vertiría en el primer perió­dico de España, con tiradas de más de cien mil ejem­plares, y uno de los más modernos de Europa. Con él ya resultaba posible opo­ner, en público, razones a razones. El laicismo en la escuela, la ley de prohibi­ción del establecimiento de órdenes religiosas, el sepa­ratismo catalán, los proble­mas de la moneda, la Dic­tadura de Primo de Rivera, todo era objeto de juicio, y un juicio conforme a la razón católica. Y la inteli­gencia con la que se miraba alrededor era prodigiosa: un respeto reverencial por lo real, un respeto que chocó con el ataque de mu­chos que lo entendieron como traición al ideal. Y no fue esto. Herrera, en la con­tingencia de cada situación,
fue capaz de descubrir el bien que se reclamaba. De afirmar lo real y buscar su plenitud, pero sabiendo de quién es todo. Con la crea­tividad que brota de esta mirada se alumbró la Edi­torial Católica, la gran Campaña Social del año 1922, la Confederación Na­cional Católico-Agraria, la Unión Patriótica, la Confe­deración Nación de Estu­diantes Católicos. Casi no existió asunto en el que los propagandistas no dejaran huella de su pensamiento y traza de su acción. El com­promiso de Herrera Oria se caracterizó por el «recono­cimiento de la verdad, allí donde esté, aunque la diga el adversario». Por ello dijo de él quien le quiso mucho que «casi no hubo faceta de su personalidad pública que no fuera en su tiempo mal entendida, o mal juzgada». Pero ante el insulto, He­rrera callaba.

Los años de la República
No es posible dar idea de lo que supuso en Es­paña la llegada de la II República. Media España unía las esperanzas de un modo de vida heredado de sus mayores a una forma de gobierno, la otra media se sacudía esa forma monárquica, que decía le pesaba, y todo lo que con ella parecía avenido. En­carados, no saldrían del encuentro sin sangre. Unos, por desterrar lo temporal de lo eterno, unían y confundían mo­narquía e Iglesia, haciendo del Misterio ideología; otros, por no distinguir o por odio, separaron, y expulsaron lo eterno de lo temporal: República y lai­cismo, España y apostasía.
El 12 de abril de 1931 se celebraron unas eleccio­nes que debían ser munici­pales. El 13 ya se conocen los resultados: aunque en el conjunto del país han ga­nado los monárquicos, las candidaturas republicanas han triunfado en la práctica totalidad de las capitales. Al día siguiente sale Alfonso XIII de España y se pro­clama la República. El des­concierto es absoluto, sobre todo entre los católicos. La República había venido, como más tarde confe­sarían, «a hacer una obra laica», y laico en España significaba entonces anti­católico. El tiempo determi­naría el modo: apenas tres semanas más tarde se pro­ducirían los sucesos de mayo, con la quema genera­lizada de iglesias y conventos en toda España; y tres años más tarde la revolu­ción de Asturias, con sacer­dotes abiertos en canal y colgados en el parque de San Francisco, en Oviedo. Toda la noche del 14 de abril Herrera la pasa en la redacción de El Debate. La República ha sido procla­mada de forma irregular, es una revolución, y los vence­dores con su comporta­miento no se recatan en hacerlo evidente. Y, con todo, es el poder constituido y no aceptarlo es no querer mirar los hechos. Herrera escribe un editorial titulado «Ante un poder constituido» y pide a los católicos, en cuanto católicos, la adhe­sión leal al gobierno de la República y su compromiso con la realidad política existente. Es un gesto distinto, muy distinto, pero cargado de la misma grandiosa sencillez que aquel del 3 de di­ciembre de 1909, de desnuda y pobre obediencia. Durante el periodo si­guiente, la comunión que resultó del afecto recíproco entre tres hombres que aca­barían siendo príncipes de la Iglesia, sostuvo y guio a la Iglesia en España: el Nun­cio Mons. Tedeschini, el Cardenal Vidal y Barraquer y D. Ángel Herrera.

En el mundo
Si el 15 de abril pedía la adhesión al poder cons­tituido, tres días más tarde se reunía con sus propa­gandistas del Centro de Madrid para crear una agrupación ciudadana que entrase lealmente en la lu­cha política. El sectarismo del gobierno y la negación que para sus principios su­ponía el marco republicano hizo que la mayoría de los católicos - monárquicos - se inhibiesen de la con­tienda, desoyendo los constantes reclamos que el mismo Papa les hacía para tomar parte activa en la si­tuación política. Herrera, desde la presidencia de la así constituida Acción Na­cional, alzaba su voz sobre la de otros para afirmar lo real e invitar a la acción: «es a nuestros amigos, a los que padecen persecu­ción y nos piden una pala­bra de aliento o de con­sejo, a quienes dirigimos estas líneas. Porque alguno nos pregunta: ¿pero es que así, con las autoridades en guerra con nosotros, se puede ir a la lucha electo­ral? Y nosotros les contes­tamos: ¡Pues así hay que ir a ella!».
La Acción Nacional se convirtió en Acción Popu­lar y con el tiempo dio ori­gen a la CEDA, que ganó unas elecciones en la República. Pero no fue esto lo que definió la gran­deza del gesto de Herrera, ni su inteligencia, sino aquello de la Epístola a Diogneto: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres... Pa­san el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos».
Para que la vida del hombre sea signo del Mis­terio que todo lo hace, para que su conducta reclame a Dios y a Él manifieste, es preciso que la libertad se adhiera. Y son las circuns­tancias por las que pasa­mos la modalidad contin­gente de una libertad que tiene naturaleza de infinito. Esta es la grandeza de los santos, que hacen visible lo eterno en el tiempo. Cumplía así Herrera la vo­cación que decía le acom­pañaba desde pequeño: «consagrarse a Dios sin sa­lir del mundo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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