Espiritualismo, tentaciones modernas y cristianismo
1. Hombres semejantes a las imágenes de los sueños
Dos posiciones humanas frente al destino: Prometeo desafía a Zeus por compasión de los hombres; el Resucitado obedece al Padre para salvarles.
Prometeo - su nombre (pre-vidente) indica sus dotes principales - era un semidiós, hijo de Titán. Sobre él nos habla Hesíodo en su Teogonía, pero sobre todo Esquilo en la genial tragedia Prometeo encadenado.
Prometeo había aprendido de Atenea todas las artes útiles para la civilización (desde las matemáticas a la medicina, de la arquitectura a la astronomía, del arte de la navegación a la metalurgia... ) y las había difundido entre los mortales.
Afirma el Prometeo de Esquilo: «... de niños que eran, he hecho de ellos seres inteligentes, dotados de razón... En el principio ellos veían sin ver, escuchaban sin oír, y semejantes a las imágenes de los sueños, vivían su larga existencia en el desorden y la confusión... ». Y así el hijo de Titán, compadecido de los mortales -semejantes a las imágenes de los sueños, vivían su larga existencia en el desorden y la confusión... - se pone de su parte en contra de Zeus que odia a los hombres, porque siente su salvación (el hacerse conscientes y dueños de sí) como una amenaza a su poder. Prometeo se hace así salvador de los hombres, robando a los dioses el fuego, factor generador de civilización. Para castigarle, Zeus decide inflingirle un suplicio atroz: lo hace encadenar desnudo sobre la cima más alta del Cáucaso, condenándole a sufrir el frío y el hambre que había querido ahorrar a los mortales. Cada día un enorme buitre viene a alimentarse de su hígado inmortal, que cada noche se regenera. Pero Prometeo, cuya condena es definitiva, resiste, indómito en su voluntad, contra el abuso de caprichoso Zeus.
¿Quién de nosotros no se siente apasionadamente cercano al semidiós griego, que paga en persona por el bien de los hombres frágiles y necesitados e, incluso en el suplicio eterno, no renuncia, con voluntad titánica y solitaria, a una actitud de desafío?
¿No es esta una posición humana cargada de dignidad heroica frente al destino que, al menos en un aspecto último, nos es impuesto? Nadie, en efecto, puede evitar la fragilidad, el dolor, la muerte. Todos estamos expuestos a ella y, en cierto modo, condenados.
No en vano escribía H. U. von Balthasar, profundo conocedor del teatro, que la tragedia griega es casi un sacramento, es decir, un símbolo eficaz de la humana y dramática condición (1). La misma tragedia de Cristo está lejos de destruir la tragedia de Prometeo. Antes bien Jesús, sufriendo como un rechazado sobre el palo ignominioso de la cruz para que los hombres sean salvados, lleva hasta el fondo aquella compasión por la condición humana indomablemente perseguida por Prometeo.
2. La "voluntad solitaria": prometeismos actuales
Pero, ¿tiene sentido todavía hoy, sobre todo en las modernas y avanzadas sociedades del norte del planeta, hablar de Prometeo y de su compasión por los hombres? De hecho, después de haber sido drásticamente redimensionado el optimismo cientista después de las guerras mundiales, del desastre de Hiroshima, del Holocauso, de los campos de concentración soviéticos y de la caída de las ideologías, la misma palabra compasión (etimológicamente "padecer con") parece haber sido víctima de esa especie de irradiación maligna, destinada a modificar el significado originario, que ha afectado a otras palabras fundamentales en la experiencia humana. (Pienso en "verdad", "amor", "libertad", "justicia", etc ... )
¿Y qué decir de la categoría de la salvación? ¿No ha sufrido quizá el mismo destino?
En la tragedia de Esquilo el Coro, testigo sabio y piadoso de los sufrimientos de Prometeo, nos ofrece la respuesta: «a impulsos de tu voluntad solitaria, te interesas en demasía por el hombre, oh Prometeo. Vamos, dime: ¿qué provecho has sacado de tus beneficios? ¿Qué apoyo, qué ayuda te prestan los efímeros? ¿No adviertes acaso su triste impotencia, semejante a la de los sueños, que traba los pies a la ciega raza de los hombres?»
Poco antes había definido Esquilo a los mortales como «semejantes a las imágenes de los sueños». Este es el nexo entre el Prometeo de hace dos mil años y todos los prometeos (y los prometeismos) de hoy: el sueño parece ser, hoy más que nunca, la señal distintiva de la condición humana. Señala no sólo la fragilidad radical (ontológica), -citada ya por Esquilo- sino también su antídoto ilusorio: vivir soñando, como fuga que anestesia contra esta precariedad ontológica.
El fenómeno social de la New Age en el que, según estudiosos documentados, más de medio millardo de personas inspira su propia existencia, puede ser considerado -sobre todo en la recientísima versión de la Next Age- como el emblema de la vida entendida como sueño en los dos sentidos indicados.
«La Next Age puede describirse como el paso de la New Age de la tercera a la primera persona singular... El individuo puede entrar en su Next Age personal y alcanzar un estado superior de prosperidad, salud, satisfacción (incluso en el plano sexual, que en la Next Age se pone a menudo en primer lugar). La sociedad puede incluso caminar hacia la ruina; pero el individuo que ha accedido a determinadas técnicas entrará en cualquier caso en una edad de oro personalísima y privada»(2). Bastan Pensamientos positivos (celebrados por cantantes de éxito) y auto ayuda. Enseñan a «concentrarse sobre las propias acciones y responsabilidades individuales, sin preocuparse demasiado del contexto social» (ibid.). Al final, el eslogan de la New Age se vuelve: «Cada uno crea su realidad»(3).
Pero, ¿sobre qué se basa el gran éxito de este espiritualismo consolatorio? ¿Bajo qué condiciones se puede pensar en crear la realidad, en vez de acogerla? Sólo si se enfatiza de forma desmesurada una voluntad separada de la inteligencia pero, sobre todo, de la totalidad de la persona y de la sociedad.
Incluso cuando produce fenómenos sociales de masas (New Age), el clima cultural dominante queda a menudo como expresión de una voluntad solitaria (separada, abstracta), la misma que Esquilo atribuía a Prometeo: «A impulsos de tu voluntad solitaria, te interesas en demasía por el hombre, oh Prometeo... ».
Pero Prometeo yerra. ¿Por qué? Porque busca la salvación de los hombres en el mismo camino de su enfermedad: aquella voluntad solitaria, precisamente, que hace a la realidad y al yo inconsistentes como un sueño. Médico apasionado, propone una medicina que, trágicamente, incrementa la enfermedad. El suyo es el emblema de todas las tentativas humanas -desde las heroicas de los grandes benefactores de la humanidad a las banales de cada uno de nosotros- de salvarse por sí mismas (autosoteria).
Ciertamente, la voluntad solitaria del Prometeo de hoy no indica ya la energía titánica del yo que se yergue, solo, en el desafío extremo contra el Otro -aunque sea el Omnipotente y terrible Zeus-, sino antes bien el esfuerzo de una voluntad extenuada -que permanece en poder de sí misma incluso cuando se confunde en los ritos de masa- frente a una realidad concebida como tabula rasa.
El Prometeo actual es una mónada cerrada: sorda a la llamada de la realidad hasta el punto de creerse que puede crearla.
Así se sustituye la acogida humilde e indómita que pide la presencia tenaz del Misterio en el signo de la realidad por la proyección de nuestro sentimiento de un Dios "tapa agujeros". La dramática belleza del amor se reduce a una secuencia de emociones efímeras que, con facilidad, se conjugan con comportamientos eróticos no exentos de rasgos animalescos. La fascinante empresa de construir una sociedad en la medida de lo posible justa y pacífica, se transforma en una lucha legal, a veces mortal, entre policías y ladrones.
Esta especie de debilismo ontológico -antes que gnoseológico o ético- caracteriza gran parte de la cultura contemporánea (desde la de los intelectuales más en boga hasta la de los presentadores de los programas más de moda). «Una nada estábamos, estamos, estaremos floreciendo: la rosa de Nada, de Nadie» (Paul Celan). Para el Prometeo que se asoma al umbral del tercer milenio, la compasión se reduce a condescendencia voluntarista hacia lo que Esquilo llama «la fragilidad parecida a un sueño de los efímeros».
En su nombre se atribuye la palma de héroes y de salvadores a todas las figuras que o bien acarician las heridas de las que está recubierto el yo o bien exaltan atajos ilusorios hacia la realidad. Para seguir es necesario ahora reclamar la filiación fundamental de los factores en juego (la realidad y el yo, la libertad) en su genuina y original fisonomía. Lo hacemos dentro de la estela del pensamiento clásico y cristiano, tal como la experiencia de Iglesia viva en la que hemos sido educados nos la ha hecho redescubrir: en su carácter razonable, es decir, en su completa conveniencia con respecto a nuestra humanidad.
Partiendo por tanto de una mirada sencilla -no alterada por preconceptos, sino atenta a nuestra experiencia elemental- nos preguntamos ahora: a) ¿qué es la realidad?, y después, haciéndonos eco del insuperable verso leopardiano, b) Y yo, ¿qué soy?, y finalmente, c) ¿cómo se ejerce la libertad humana?
3. Realidad
Todo lo que existe es una comunicación que hace el Ser de sí a través de la realidad. Sorprendiéndola en acción dentro del aspecto ejemplar de nuestra cotidianeidad, podremos describir la realidad como un tejido formado por tres hilos: relaciones, circunstancias y situaciones (conjunto de circunstancias y de relaciones).
La realidad siempre nos precede, nos sorprende y nos provoca (literalmente nos precede llamándonos; la preposición griega pro significa delante): interpela nuestra libertad, pidiéndole su adhesión. Existe en ella una incontenible dinámica comunicativa. Verdad es, en consecuencia, la realidad en cuanto se hace conocer quitándose el velo, comunicándose (Aletheia, el término griego que corresponde al castellano "verdad", quiere decir precisamente "no estar escondido", es decir, desvelarse).
El ser, por tanto, se me desvela, sale a mi encuentro en cada uno de los entes: la puesta de sol en mi lago, este Auditorium, la música de Mozart, tu rostro, etc.
Yo te conozco y, precisamente a través de ti, el Ser me dice algo de sí mismo; pero nunca de manera inmediata, directa o acabada. Utilizamos una expresión sintética: el Ser se me comunica siempre en el signo. Cada realidad, tú, eres signo del ser.
De esta dinámica comunicativa descrita sucintamente emerge con claridad el carácter de evento propio de la realidad (desde la realidad [e-] el ser viene a mi encuentro [venia]). Y la verdad es una relación: la relación en la que la realidad es conocida por el sujeto de forma adecuada (adaequatio rei et intellectus).
Podemos decir, sintetizando, que el hombre vive inmerso en la realidad que pide ser abrazada en un acto de la libertad. Así se abre para él el camino para el conocimiento de la verdad. Para santo Tomás de Aquino, y para todos los pensadores de nuestra gran tradición, el nivel más elemental de la verdad consiste precisamente en el abandonarse de las energías que constituyen el yo a la realidad: adaequatio rei et intellectus.
Vemos así presentarse en nuestra reflexión el gran y elemental principio del realismo cristiano, que no es ante todo una teoría filosófica, sino un criterio para la existencia de cada día.
4. Y yo, ¿qué soy?
Más de dos mil años después de Esquilo, pero con la misma percepción trágica, Sartre ha definido al hombre como «una pasión inútil». Aceptemos como punto de partida el desafío y preguntémonos: el deseo de cumplimiento tan tenazmente radicado en el hombre (pasión), ¿es inútil porque está destinado a permanecer insatisfecho? ¿Es la frustración su horizonte último? Entonces, ¿la vida es verdaderamente un sueño? «¿Qué es la vida?» se pregunta Calderón. «Una ilusión, una sombra, una ficción. Y el mayor bien es pequeño pues toda la vida es sueño». ¿Nadie puede salvarse de este trágico destino? El fallo de Prometeo, ¿es la última palabra sobre la vicisitud humana?
Pasión, deseo, cumplimiento, satisfacción, son todos términos que remiten a un problema antiguo como el hombre e, indudablemente, siempre actual: el problema de la felicidad. Sartre nos ayuda a comprender la profundidad de la pregunta de Leopardi. «Y yo, ¿qué soy?» es una pregunta mucho más penetrante que aquella más habitual que dice «Y yo, ¿quién soy?». ¡No se puede separar la pregunta sobre el yo de la pregunta sobre su felicidad (cumplimiento)! Sólo de esta forma se nos presenta esta pregunta como la más concreta de todas: es la cuestión de vida o muerte (salvación). El mismo Jesús no la evitó; más aún, la radicalizó. Al indeciso Nicodemo, a la inquieta Samaritana, al astuto Zaqueo, al rudo Pedro, al intenso Juan... Jesús se propone al hombre en cada página del evangelio como el camino, la verdad y la vida, Él que afronta simultáneamente los dos polos de la única cuestión: quién es el hombre y cómo puede éste ser feliz. Para buscar una respuesta echemos un vistazo a nuestra experiencia. Consideremos al hombre, de nuevo, tal como se revela a nuestra conciencia cuando está en acción. De este modo cada uno de nosotros puede constatar fácilmente en sí mismo la existencia de tres dimensiones, cada una de las cuales está constituida por dos polos, que están en una cierta tensión entre ellos, como los polos de un imán. En síntesis: somos alma y cuerpo (la primera polaridad), hombre y mujer (esta es la segunda), individuo y comunidad (la tercera).
Soy uno (yo) pero, dentro de este uno, se da un dos (cuerpo y alma: una dualidad que no rompe la unidad).
El hombre siempre es idénticamente una persona, pero concretamente existe siempre y sólo como hombre o como mujer (dos).
Si dilato la pertenencia originaria de mi yo desde la comunidad elemental del hombre-mujer (familia) a la gran comunidad social, de nuevo identifico al individuo (uno) como inseparable y recíprocamente relacionado con comunidades sociales (dos).
Podemos llamar a esta ley que caracteriza a la criatura ley de la unidad dual. La primera polaridad, la que se da entre espíritu y cuerpo, muestra que gracias al cuerpo el hombre se percibe como parte del cosmos y participa, con toda su sensibilidad y su razón, de las leyes de la naturaleza (por ejemplo: debe alimentarse para sobrevivir, igual que todos los demás seres vivientes, con los que comparte las necesidades primarias). Al mismo tiempo sin embargo, gracias al espíritu, el hombre trasciende el cosmos y participa de una naturaleza espiritual (gracias a la cual, por ejemplo, es consciente de la insuficiencia de cada alimento - incluso el más exquisito - para satisfacer el hambre más profunda), naturaleza que tiene en común con los demás hombres. La fórmula unidad dual nos permite evitar dos peligros opuestos entre sí: el espiritualismo, que desprecia la realidad del cuerpo, y el materialismo, que considera el espíritu como un epifenómeno de la materia. Ninguna de estas dos posiciones da razón de la naturaleza del hombre.
La segunda polaridad, la del hombre-mujer, nos dice que ningún hombre, en sí mismo, es capaz de agotar solo todo el hombre: tiene siempre delante de él el otro modo, irreductiblemente distinto con respecto al suyo, de ser hombre. El yo verifica dentro de sí una carencia que lo abre a un «fuera de sí mismo». Esta experiencia evidente y originaria nos hace percibir que la sexualidad no es una dimensión derivada, sino constitutiva de lo humano. Al mismo tiempo, a través de ella, el hombre descubre el nexo con la generación y, por tanto, con la realidad de la muerte. La dramaticidad de la existencia humana alcanza en este punto uno de sus momentos más altos.
La segunda polaridad, hombre-mujer, es también un signo primigenio de la tercera polaridad individuo-comunidad. Dos son los datos que ésta añade al cuadro antropológico que estamos trazando. Por una parte documenta la sociabilidad originaria del hombre y, por otra, permite percibir su carácter histórico.
¿Qué nos dice la ley de la unidad dual -bien atentos: unidad dual, no dualidad unificada- que caracteriza a cada criatura? Esta ley expresa una gran verdad indiscutida: el otro -como individuo, persona, comunidad- no está sólo fuera de mí sino, en cierto sentido, dentro de mí. Se indica así el camino para responder a la pregunta leopardiana por la felicidad: el ser para el otro, es condición de verdad de mi yo. El deseo de felicidad constitutivo del hombre puede encontrar la justa satisfacción sólo a través del otro. Esta es la fascinante paradoja de la condición humana: mi yo eres tú.
5. Libertad
Emerge imponente, en este punto, la cuestión de la libertad. Tratemos de describir sintéticamente su dinámica.
La libertad se pone en movimiento por la realidad que, encontrando al hombre, lo atrae, enciende su deseo. Santo Tomás lo llama amor naturalis (5).
Se trata aquí de un deseo ontológico, propio del hombre en cuanto tal, al cual se le presenta la realidad como algo amable. No estamos hablando del deseo psicológico, que no es sino su expresión caduca.
La razón por la que podemos calificar este deseo constitutivo como ontológico viene dada por el hecho de que en la vida del hombre este deseo no se extingue nunca: el deseo ontológico me abre a la totalidad. No se podría hablar de felicidad o de satisfacción (expresiones que implican la idea de plenitud o de cumplimiento) si hubiese algo que escapase al alcance del deseo humano.
El carácter de totalidad propio del deseo demuestra que el hombre goza de una cierta capacidad con respecto al ser total. Por otra parte, sin embargo, todos nosotros experimentamos cada día una incapacidad radical para realizar nuestro deseo. La totalidad nos excede por todas partes. Nos supera. No sólo porque es infinita, sino porque no logramos nunca poseer, total y plenamente, ni siquiera un objeto finito del deseo... Por ejemplo, tú deseas el bien de la mujer a la que amas pero, justo cuando le dices: «Te quiero», percibes tu incapacidad estructural de amarla. La realización del deseo de amor total incluso en relación con un ser limitado no está a tu disposición.
Esta es la paradoja de la libertad humana: por un lado, es capaz de adhesión al infinito; por otro, no puede realizar por sí mismo esta capacidad suya. La felicidad, contenido constitutivo del deseo, no puede ser producida por el deseo mismo. Pide algo fuera de sí mismo.
En el corazón mismo de la libertad humana encontramos de nuevo la tensión, la polaridad de la que hemos hablado con anterioridad: la felicidad que yo deseo como cumplimiento (primer polo), no está automáticamente al alcance de este deseo que no obstante me constituye; pide otro fuera de sí mismo (segundo polo).
Esta polaridad, que el deseo ontológico revela, explica el segundo nivel de la libertad, generalmente conocido como libre arbitrio.
En efecto, si la libertad se cumple en la adhesión al Infinito pero yo puedo alcanzar sólo bienes (realidad) finitos, entonces el libre arbitrio debe caminar a través de una continua elección de bienes particulares sin estar nunca completamente satisfecho.
No queda por tanto más que un camino para afrontar la polaridad constitutiva de la libertad: que sea el Infinito mismo el que se comunique. Y la libertad infinita atrae hacia sí a la libertad finita. Pero no lo hace directamente, sino a través de bienes (realidades) particulares. Cada realidad, cada bien particular, es entonces el signo precioso (¡la realidad es signo!) que abre la libertad finita a aquella libertad infinita.
A ningún observador atento se le escapa que en nuestra sociedad se enfatiza este segundo nivel de la libertad como si fuese toda la libertad. A esta reducción ha colaborado, por una parte, un cierto sector del pensamiento católico que no ha tenido en cuenta de forma adecuada el deseo ontológico (amor naturalis) y que ha considerado la libertad como «indiferencia ante las distintas posibilidades de elección»(6). Por otra parte, la consideración de la libertad como ausencia de vínculos, típica de nuestra época, ha favorecido la exaltación del libre arbitrio separándolo del camino hacia el fin último.
Considerar el libre arbitrio (segundo nivel de la libertad) como si fuese toda la libertad quiere decir, en última instancia, hacerla naufragar en una serie indefinida de satisfacciones finitas que no cumplen el deseo originario (primer nivel) del Infinito (tercer nivel).
Así, por ejemplo, si te enamoras, esta mujer -es decir, un bien amable- enciende tu deseo. Si tú la eliges y ella te elige, es en realidad el Infinito el que te llama a través del rostro amado. Si tu no tomas en consideración este tercer factor, te impides la totalidad, es decir, el para siempre y -antes o después- no sólo el amor, sino desgraciadamente incluso tu humanidad se extinguirá.
6. Enigma y drama
Mirando nuestra experiencia humana elemental hemos dado hasta aquí una respuesta a tres preguntas fundamentales: ¿qué es la realidad?, y yo, ¿qué soy?, ¿cómo se explica la libertad humana?
Agudizando ahora nuestra mirada podemos sorprender en el hombre paradoja, al mismo tiempo, un enigma y un drama. El término enigma significa (en su etimología griega) hablar de forma encubierta e indica, por tanto, un nudo a desatar. ¿En qué sentido puede decirse que soy un enigma? Es evidente: lo soy porque existo, pero no tengo en mí la razón última de mi existir. Ayer no existía, hoy existo, mañana no existiré. Soy un ser que no tiene en sí mismo su propio fundamento. ¡Más enigma que esto! Esta naturaleza enigmática marca al yo en su ser y en su actuar. En cada circunstancia, en cada relación, en cada acto el yo se revela, al mismo tiempo, capaz de infinito, pero expuesto a la finitud. Y se revela así precisamente dentro de las situaciones vitales en las que se hacen sentir cada día las tres polaridades (tensiones) que le constituyen (alma-cuerpo; hombre-mujer; individuo-sociedad). No hay necesidad de poner muchos ejemplos (la enfermedad, el enfrentamiento de las libertades en la familia, las incomprensiones en los distintos ambientes, etc.). Llamo drama a esta experiencia, en el sentido griego de la palabra (drao, hago, actúo). Es por tanto el enigma lo que hace dramática la existencia. Pero hay una diferencia entre enigma y drama. ¡Es importante darse cuenta! En efecto, aunque existiese una solución al enigma del hombre, esto no haría desaparecer nunca el drama que, inexorablemente, acompaña a cada acto de nuestra existencia.
Para hacer explícito hasta el fondo mi pensamiento, permitidme que anticipe algo: yo estoy convencido de que Cristo resuelve el enigma del hombre, pero esto no significa que decida con antelación su drama. Más aún, en cierto modo lo radicaliza, pues vivir cada circunstancia y relación -en las que ya se manifiesta el drama- en Jesucristo me pide, cada vez más, decirle sí o no a Él.
Hemos comparado dos posiciones humanas acerca de las cuestiones capitales brevemente delineadas hasta ahora (realidad, yo, libertad), que desvelan la naturaleza enigmática y dramática del hombre. El antitipo Prometeo y el tipo Cristo ponen en juego aquí su credibilidad frente a la humanidad de hoy, casi extenuada bajo el peso de una voluntad solitaria que hace que la vida se vuelva sueño. ¿Cómo se juega esta credibilidad? Antes de responder directamente a esta pregunta debemos completar otro paso, justamente para tomar en serio la cuestión del enigma y del drama del hombre. Y esto nos es posible sólo si lo consideramos en su historicidad efectiva. Ya lo hicimos desde el punto de vista del individuo hablando del yo en acción, siempre históricamente situado. Convienen ahora considerar más de cerca la dimensión socio-cultural de la historicidad humana. Esto nos conduce a mirar cara a cara algunos rasgos de la cultura dominante hoy. Además, precisamente porque el drama del yo y de la comunidad no puede nunca ser decidido a priori (pre-decidido), estos fenómenos socio-culturales invaden también la vida de las comunidades cristianas y las ponen a prueba. Constituyen por tanto- en sentido evangélico- una tentación.
7. Espiritualismos
Aunque pueda parecer extraño, incluso en muchos ambientes cristianos, se predica y se practica de forma sólida una espiritualidad desencarnada, de modo que Cristo no es ya el evento central, sino que se convierte en un pretexto para la elaboración de un camino personal hacia lo divino. Lo que se condena en este caso, obviamente, no es el "personal", sino el "desencarnado", es decir, el hecho de que itinerarios espirituales parecidos no tomen en serio el método (la lógica) de la encarnación, con la que la Trinidad misma ha querido comunicársenos en Cristo Jesús. La afirmación de Jesús: «Yo soy el camino» es banalizada, reducida -en los hechos- a una simple forma de hablar.
La existencia en Cristo, entendida como vocación y como misión, pierde así su anclaje en el concretum sacramental y se pierden porque, como dice con agudeza el imperativo kierkegaardiano, «si Dios se ha hecho hombre, entonces tú debes», ante todo, medirte con este dato.
Es evidente que este estado de cosas revela la incapacidad de captar la lógica de la encarnación, que pasa a través del signo (lógica sacramental).
Los discípulos de Jesús de Nazareth fueron libre y pacientemente acompañados por el Maestro a captar Su divinidad a través de Su humanidad: «De tal forma aparece su humanidad como "el sacramento", es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que Él trae: lo que era visible en su vida terrena conducía al Misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora»(7). Esta afirmación es de capital importancia para que el cristiano viva la pertenencia eclesial en libre correspondencia filial al Padre a través del don sacramental del Espíritu de Jesucristo. En la lógica de la encarnación, cada circunstancia (evitable o inevitable), cada relación humana, tiene la fuerza de un signo sacramental. En cada circunstancia y en cada relación Cristo acaece ante mi libertad, provocándola para que se adhiera o para que rechace. Sin pre-decidir por mí, Cristo ofrece a mi libertad -abierta al infinito pero incapaz estructuralmente de conseguirlo por sí misma- la posibilidad de ser liberada.
Sin los sacramentos en sentido estricto (especialmente la eucaristía) como experiencia de la Iglesia en cuanto sacramento radical, no se aprende la forma sacramental (de signo) propia de cada circunstancia y de cada relación; pero, hasta que no se experimenta en lo cotidiano la lógica sacramental propia de cada circunstancia y de cada relación, no se tiene experiencia de Cristo como evento que libera mi libertad llamándola a implicarse consigo. Y nunca se llega a captar hasta el fondo el don grandioso que son los sacramentos y, sobre todo, la Eucaristía: ¡cuerpo donado y sangre derramada! ¡Vivimos en la carne! San Juan nos amonesta: «Todo espíritu que reconoce que Jesucristo ha venido en la carne»(8) es Espíritu que procede de Dios; de otro modo es el espíritu del anticristo.
A este orden de consideraciones se podría objetar a primera vista: ¿cómo se puede hablar de espiritualismo en un tiempo como el nuestro, en el que el cuerpo es exaltado más allá de cualquier límite? ¡Atención!: se exalta un cuerpo separado de la totalidad de la persona, un cuerpo que ya no es el signo (sacramento) de toda la persona. Y así la salud, como utopía dominante hoy en día, concibe el cuerpo, en un cierto sentido, según la modalidad propia de la medicina moderna.
Más como Korper (cadáver) que como Leib (organismo vital). En esta óptica, el acto diagnóstico por excelencia para el médico es, paradójicamente, el del forense que verifica sobre el cadáver la causa de la muerte. Del mismo modo la infinita secuencia de ritos saludables con los que la sociedad de consumo nos solicita cada vez más para prometer la eternidad de este cuerpo mortal, lo separa (lo abstrae) de la totalidad del yo. Pero, si el cuerpo ya no es signo (sacramento) de toda la persona, entonces pierde su significado. El cuerpo en efecto es principio de individuación de la persona humana y de relación con el otro. Si se absolutiza (se hace abstracto), se convierte por el contrario en factor de alienación de sí y de separación del otro. Florece así una visión antropológica plana, no dramática, en la que la polaridad constitutiva de alma-cuerpo se pierde (9).
8. Androginismo
Esta afirmación nos permite comprender otro fenómeno socio-cultural muy difundido hoy en día y que representa una "tentación" para nosotros cristianos. Me refiero al androginismo (del griego andrós, hombre y gyné, mujer): una consideración del hombre como bisexuado, como capaz de ambos sexos.
Es la consecuencia del hecho de que la mentalidad que domina hoy (el clima cultural) ha perdido el sentido del misterio nupcial entendido, por una parte, como enlace indisoluble de diferencia sexual, amor y fecundidad y, por otra, como conjunto articulado de las formas del amor (desde la forma de la esponsalidad intratrinitaria hasta la cristológica, hasta la eclesiológica y a la propia de la relación salvífica entre el hombre y Dios, incluso hasta incluir de nuevo, rebajándose, la dimensión sexual del nivel intracósmico) que siempre implican, de forma distinta, los factores propios de la nupcialidad hombre-mujer (analogatum princeps del amor esponsal).
Una afirmación hicástica de Balthasar habla de la esencia concreta del misterio nupcial: «El acto de la unión de dos personas en una única carne [que implica diferencia sexual y amor] y el fruto de esta unión [fecundidad] deberían tomarse en consideración juntas, saltando la distancia en el tiempo» (10). El eclipse del misterio nupcial está produciendo la trágica ilusión de que la sexualidad se puede reducir a pura opción. Cada uno tendría la posibilidad de situarse, en cuanto a la esfera sexual, según lo que considera la elección más correspondiente a la propia sensibilidad personal. En último término se viene a decir por tanto que heterosexualidad, homosexualidad y transexualidad no serían sino libres opciones a tomar por el individuo: ¡he aquí el androginismo!
Sin poder desde esta mesa entrar en la delicada cuestión de la relación entre naturaleza y cultura, que por otra parte está estrechamente conectada con el tema del cuerpo sacramental, y sin poder tampoco desgranar las grandes cuestiones éticas conectadas con estos temas (y que justamente la Iglesia, en su Magisterio, reclama incesantemente, no obstante la impopularidad con la que se encuentra), es necesario afirmar con fuerza que el androginismo revela una incapacidad de asumir el cuerpo como signo sacramental de toda la persona (y por tanto manifiesta, como el espiritualismo, una incomprensión radical de la lógica de la encarnación). La abstracción de una posición semejante -que al final no sólo no resuelve, sino que acentúa el drama personal haciéndolo a menudo desembocar en tragedia- depende del hecho de no saber pensar hasta el fondo la diferencia sexual. La diferencia sexual, en efecto, pone en juego la alteridad, pero no como algo externo al yo (11), sino como expresión de su capacidad de ser para el otro que es -como hemos visto- el propium de la libertad humana. Pues bien, este diálogo yo-tú es imposible, entre hombres, sin un cuerpo individuado hasta en lo específico de su insuperable diferencia sexual.
De hecho, la diferencia sexual es un dato originario y no derivado. Es parte de la imago Dei y por esto en el hombre-mujer se dona una correspondencia entre mirada (Litz) y rostro (Anlitz), entre imagen y contra-imagen.
La diferencia sexual en nada puede reducir la identidad personal del hombre y de la mujer, ni puede justificar discriminación en este sentido. Sólo puede conducir a la efectiva y profunda valoración de lo que esta misma diferencia dice como posibilidad de cumplimiento de la identidad personal de cada uno de los dos. Y ésta habla de reciprocidad, pero reciprocidad asimétrica, precisamente porque expresa en profundidad la autodeterminación de la libertad del hombre y es por tanto, en último término, un signo revelador de la misma diferencia ontológica. Se da así en la diferencia la razón de la fecundidad.
El androginismo, aboliendo de hecho la diferencia, concibe el hombre-mujer como dos mitades estructuralmente incompletas, condenadas a la búsqueda de una fantasiosa unidad originaria. Está en la onda de la mofa aristofanea del Convite de Platón o en
la de las alas de la doble creación -de origen gnóstico- del hombre celeste asexuado enfrentado al hombre terreno sexuado. En esta perspectiva ilusoria, el reunirse en "uno" de las dos mitades constituiría el cumplimiento del yo: en cambio -según mi opinión- sería tan sólo el lugar de una falsa paz mortal. De este modo la unidad dual de hombre-mujer se pierde y con ella la posibilidad de una antropología verdaderamente adecuada.
Por otra parte, en el horizonte antropológico andrógino, se pierde de vista la circularidad de los estados de vida del cristiano, que muestra de qué forma es esencial a la virginidad la dimensión nupcial (o esponsal), y viceversa. Aquí se abre una tarea decisiva para nosotros cristianos: dar testimonio de cómo el que está llamado a la virginidad cumple hasta el fondo la nupcialidad de la propia persona y, al mismo tiempo, de cómo el que está llamado al matrimonio vive la dimensión virginal como coesencial a su vocación. Recuerdo que Balthasar, más de una vez, habló conmigo de este tema. Estaba convencido de que el matrimonio, propiamente dicho, puede considerarse como una vocación sólo si, a través de la indisolubilidad vivida como signo visible de la relación Cristo Esposo-Iglesia Esposa, se hace eco de la dimensión virginal de la existencia. Esto implica aquella posesión en la distancia (genial afirmación de Luigi Giussani) que caracteriza la virginidad como vocación (12).
9. Dualismo público-privado
Una tercera tentación que el mundo actual insinúa en la comunidad cristiana está representada por un dualismo radical entre dimensión personal y dimensión social del obrar (dualismo privado-público). Éste, surgido a partir de la modernidad, se ha radicalizado en las democracias occidentales después de la Segunda Guerra Mundial (13). La moderna evolución del derecho, quizá tras el renacimiento del iusnaturalismo (Grotius, Pufendorf), nos puede ofrecer una clave de lectura de este proceso. Esta evolución, de hecho, está en la base de la separación, en el campo de la ética, entre la libertad personal y la libertad civil o jurídica, una separación importada del campo del derecho (14). La dicotomía está ligada a la concepción moderna del Estado, basada en la convicción de que la raíz de la convivencia social sólo puede ser un «contrato», vinculado normalmente a un sistema convencional. Locke, Hobbes y Kant, en cierto modo, han radicalizado esta visión. Este dualismo rechaza la concepción aristotélica de la Ética a Nicómaco (que santo Tomás retoma al inicio de la Secunda Pars de la Suma Teológica), según la cual la acción del hombre, en cuanto agente racional, debe ser considerada partiendo de la vida entendida como un todo, y, por tanto, ordenada según los fines y los bienes que la caracterizan esencialmente. Este planteamiento permitía entender la conducta humana como práctica de una vida buena, hecha de comportamientos personales y sociales con relevancia privada y pública y sin separaciones artificiosas entre individuo y comunidad. Y la misma reflexión socio-política (filosofía moral) podía entenderse pacíficamente como filosofía práctica de tal conducta (15).
Hoy en día, en cambio, nos encontramos ante una imagen de la ética pública contrapuesta a la llamada ética privada, fiel reflejo de la división existente entre libertad personal y libertad civil y jurídica. Una ética pública cada vez más formal y basada únicamente en las normas, de la que se excluye, como observa justamente Mclntyre (16), la dimensión de la virtud, abandonada al puro arbitrio de un individuo concebido como separado de la sociedad. Se produce una dialéctica incurable entre la esfera del interés subjetivo y el campo de las exigencias morales objetivas (17), creando una oposición artificiosa entre deseo y tarea, entre querer y deber.
Pongamos algún ejemplo. En el ámbito de la familia constatamos este dualismo en la oposición entre el deseo de paternidad y de maternidad, por una parte, y el hijo como sujeto personal capaz de autonomía sociojurídica, por otra. El hijo ya no es considerado como un fruto gratuito del amor de los cónyuges, sino como «un objeto» sometido a la voluntad soberana de los padres.
Tanto en la conciencia individual como en el colectivo imaginario (como se ve en la legislación aprobada por las democracias llamadas «avanzadas»), el hijo ha perdido relevancia. Si es un hijo no deseado se recurre al aborto. Si por el contrario existen problemas para procrearlo, todo está permitido, con tal de que sea satisfecho el deseo subjetivo de los padres (basta pensar en la fecundación artificial que transforma al hijo en objeto de un proceso productivo).
Un segundo ejemplo es la dicotomía entre economía y derecho. No es necesario hacer referencia al debate, particularmente actual y presente en todas las sociedades occidentales, sobre el estado del bienestar (Welfare), para reconocer que la relación entre derechos y economía está atravesando actualmente un grave conflicto. Paradójicamente, la reducción cada vez más acentuada de los derechos de la persona a la esfera del individuo, consecuencia de una lectura formalista-kantiana de la regla de oro «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan», puede explicar este conflicto. Sostener los derechos de la persona desvinculando la libertad de conciencia (que se pretende absoluta) de su referencia necesaria a la verdad, desemboca de hecho en favorecer la lógica de la reducción de cada bien a términos de dinero y de mercado, que se convierten en las claves para interpretar cualquier deseo-necesidad del hombre. En este contexto, los derechos fundamentales acaban siendo relevantes sólo cuando se refieren a las necesidades a las que el mercado es capaz de responder en términos monetarios.
Desde este punto de vista, el conflicto entre economía y derechos presupone una ulterior radicalización de la dicotomía entre libertad personal y libertad civil, que es a su vez reflejo de la separación entre público y privado.
Desde el punto de vista político, finalmente, asistimos a la dialéctica entre formas utópicas no declaradas (señaladas por la ideología, sobre todo marxista) y una especie de ideología pragmática del mercado como modalidad de afirmación egoísta del yo, del propio grupo o «lobby», de la propia nación, del propio pueblo o de la propia zona de influencia mundial (norte-sur).
En esta dicotomía entre privado y público resulta claro que la cultura moderna, más allá de su insistencia radical sobre el sujeto, es incapaz de ofrecer las razones de la polaridad constitutiva individuo-sociedad y ha perdido de vista la polaridad hombre-mujer.
Creemos que es posible, más allá del discurso antropológico fundamental sobre la «unidad dual» y la polaridad (cuerpo-alma, hombre-mujer, individuo-sociedad), recuperar la unidad entre esfera privada y esfera pública si se privilegia la atención hacia los cuerpos intermedios y, en particular, hacia la familia. Aquí se abre una perspectiva apasionante para la comunidad cristiana: dar testimonio, a través de formas concretas de vida, de que la comunión es un principio de organización material de la existencia, que gira en torno a las dos dimensiones constitutivas del yo: afectos y trabajo.
10. El Resucitado: el hombre renacido
Podemos volver ahora a la alternativa que proponíamos en el título, añadiendo alguna tesela final al mosaico de las dos posiciones humanas que hemos indicado.
Prometeo está encadenado, como Cristo está crucificado, por compasión hacia los hombres. Pero la compasión de ambos es radicalmente diversa, como radicalmente diversa es la puesta en juego de su libertad en la relación con la realidad.
En Prometeo la libertad se gasta de modo trágico como a una indomable voluntad solitaria en la contraposición con Zeus, el padre-patrón. De este modo, no se deshace el enigma del hombre. En Cristo la libertad es amor porque, en Él, la libertad se cumple (totalidad), por el tenaz vínculo con el Espíritu, como adhesión del Hijo al Padre.
En su desafío a Zeus, Prometeo ha querido comprometerse con los hombres, violando el código supremo del dios precristiano, inevitablemente separado y despreocupado del destino de los hombres («Un dios no entra en relación con un hombre», escribe Platón). A pesar del esfuerzo generoso del semidios Prometeo, su persona y la realidad permanecen inmersas en un negatividad amenazadora, simbolizada por la definitiva pérdida de libertad del héroe encadenado. Y la estirpe de los hombres permanece sin salvación, atrapada en la doble inconsistencia, de la realidad y del yo, ambas frágiles como un sueño. Prometeo es, para terminar, tan sólo un veleidoso antagonista de Zeus. Por el contrario el Resucitado es el protagonista. Ello radicaliza el significado de la tragedia prometeica; es decir, asume, sin edulcorarlo, el dramático destino de todo hombre. ¿Cómo? En la tragedia de la cruz.
Sin embargo, la ignominia de la cruz ya se atempera en la piedad derramada al género humano por María, que acoge en sus brazos el cadáver de Jesús, para después dejar espacio a la victoria del Resucitado sobre la muerte y sobre su Autor. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?, ¿dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (18). Así son arrolladas todas las potestades y finalmente el principio personal del mal, el Demonio, que - aún teniendo el poder de movilizar las potestades que a títulos varios bloquean la libertad humana - no puede disponer más que de recursos negativos, en el fondo incapaces de construir nada. Sólo el ser para el otro cumple el yo. Esto es lo que el demonio, por esencia, no puede conseguir.
En la impotencia extrema del Crucificado, el Padre revela Su omnipotencia. El Resucitado revela a los hombre que el Padre les ama y les quiere como a hijos en el Hijo; por ello destruye toda negatividad, incluso la del pecado, haciéndose familiar a los hombres precisamente con el ofrecimiento total de sí en su cuerpo verdadero: caro cardo salutis.
El Resucitado manifiesta así la auténtica estructura de las cosas, la de ser signo revelador del Padre que llama al hombre a entrar en una compañía definitiva con Él. La realidad emerge de este modo en su indestructible carácter positivo. («Para los que aman a Dios, todas las cosas les contribuyen al bien») (19) Es verdadero el estupor cargado de gozo que adviertes ante una bella puesta de sol, ante el rostro amado, ante una prueba que has superado...
La realidad no es sueño; es signo del Padre que justamente la liturgia define como rerum tenax vigor, el tenaz vigor del ser.
El Resucitado es el hombre plenamente renacido que, en total libertad, puede adherirse a la llamada que el Padre - cuyo rostro es misericordia -le dirige a través de la realidad.
En Él el enigma del hombre es resuelto definitivamente: el hombre no tiene en sí el fundamento del propio existir, pero - en el seguimiento del Resucitado - aprende que existe por- que un Padre le quiere desde el origen y le acompaña hasta la felicidad completa. El Resucitado nos indica el camino a través del cual nuestra libertad, decisión tras decisión, encuentra en la gracia la estabilidad personal de las polaridades que la constituyen.
La tensión original alma-cuerpo encuentra todo su significado en la verdad de la resurrección de la carne, fruto de la muerte de Cristo. ¡Qué mayor felicidad y cumplimiento que esto! «Yo resucitaré, mi cuerpo verá al Salvador»(20). Todo el hombre es salvado y desde entonces el cuerpo se convierte en sacramento de todo el hombre. La polaridad hombre-mujer se liga al misterio de la relación Cristo-Iglesia (21), donde el amor nupcial no sólo encuentra su forma completa, sino que al mismo tiempo se libera de su nexo con la muerte. Y ello sucede tanto porque en Cristo la muerte ha sido vencida como, con mayor precisión, porque Cristo inaugura una nueva forma de fecundidad que no se identifica con la procreación humana: la "esponsalidad" virginal. Finalmente, la tensión individuo-comunidad encuentra su punto de estabilidad en la experiencia de la comunión y, sobre todo, en su culmen: la communio sanctorum, ya que en la comunión eclesial el hombre encuentra la misión que da cumplimiento a su rostro personal. De esta forma, la comunidad, lejos de ser un obstáculo, se convierte en el ámbito en el cual la libertad se ve sostenida (22).
11. Decidir por la realidad
¿Cómo puede este amor sin límites hacerse creíble a nuestros ojos, antes incluso que a los de los demás? No tomando ciertamente el atajo de la voluntad solitaria que sólo produce engaños: el espiritualista, el andrógino y el del dualismo público-privado.
Es necesario sugerir el camino maestro de la libertad, en donde el yo no teme a la realidad y retiene el drama con sus inevitables polaridades (tensiones) porque sabe por experiencia directa, personal y comunitaria, que el drama no es el enigma, sino el camino agónico de la felicidad.
«Reconozco lo que está bien, lo apruebo y hago lo que está mal» («Video meliora, proboque deteriora sequor» ), decía ya el poeta pagano.
Consciente del pecado original, Pablo añade: «puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (23).
¿Puede una libertad frágil y herida afrontar este drama? Sí, si se deja liberar siguiendo a Aquel que, libremente, se ha donado a nosotros como perfecta
expresión del amor incondicionado de la Trinidad. La fe no es magia, porque implica, siempre, una decisión. Al final se debe elegir entre Prometeo o el
Resucitado. Y esto me toca a mí, te toca a ti, toca a cada uno de nosotros.
El acto que estamos concluyendo ahora -el que cada uno de nosotros concluirá dentro de un instante, saliendo de aquí- está ciertamente provocado por las circunstancias, pero estas, en cuanto signo del ser infinito, reclaman, de forma improrrogable, a la libertad de cada uno. Querámoslo o no, en cada acto la realidad nos obliga a decidir. ¡No se puede no decidir por la realidad!
Aquí tu te conviertes en actor (co-protagonista) del drama sobre la escena del gran teatro del mundo. Tú, sólo tú: nada está pre-decidido para ti y nadie puede decidir en tu lugar. ¡A ti, por tanto, amigo, corresponde la elección! ¿A quién quieres seguir, a Prometeo o al Resucitado? Y en cada acto tu libertad llega a la drástica alternativa evangélica: ¿de qué sirve ganar el mundo entero si te pierdes a ti mismo? (24).
La dramaticidad de esta opción no es sin embargo la de una voluntad solitaria. Se nos ha dado una compañía que rige y corrige nuestra libertad, colmándola, por todas partes, en el amor (Pedro, ¿me amas?). La compañía de María, de los santos, de la santa Iglesia de Dios que, por gracia, nos ha salido al encuentro en una comunidad expresada sensiblemente y guiada al destino.
(1) Cfr. "La tragedia e la fede cristiana" en Spiritus creator, II, 331-349 (en part. 340), 1983.
(2) M. INTROVlGNE, La crisi del New Age e la nascita di un nuovo fenomeno il Next Age, manoscrito.
(3) Cfr. M. INTROVIGNE, Storia del New Age. 1962-1992, Piacenza 1994, 86-87.
(4) CALDERÓN DE LA BARCA, La vida es sueño, II, XIX.
(5) Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae I-II, q. 26.9.3. co.
(6) Cf. S. PINCKAERS, Les sources de la morale chrétienne, Friburgo 1985, 244-257.
(7) CCC, 515.
(8) Cfr. 1Jn 4, 1-3.
(9) Esta posición no es del todo alternativa, en sus líneas principales, a la comparación y, dentro de límites que no banalizan el principio de encarnación, a la integración de elementos de espiritualidad provenientes por ejemplo de las grandes religiones orientales. Es erróneo pensar que el método sacramental genera incomprensiones en el diálogo interreligioso. El ecumenismo, el diálogo interreligioso, y la multiplicidad de culturas no son factores extrínsecos a la fe católica. Son, como ha mostrado Balthasar en la primera parte de Epílogo, elementos internos al acto de fe y, en la medida en que son asumidos rigurosamente, no sólo no banalizan la unicidad y la singularidad del evento de Cristo, sino que muestran toda su fuerza. Ésta -es útil recalcarlo de nuevo - está en el principio de que Cristo, aún resolviendo el drama del hombre, no predecide su drama. Cfr. Epílogo, 97-114. Además no será infravalorada la siguiente admonición de Balthasar: "Las tendencias a la espiritualización y a la materialización no pueden en sí mismas llegar a soluciones más que en un "centro" limitador de resignación. Además, estas tensiones son todas drásticamente amputadas por la inmanencia de la muerte en ellas. Muerte que es por tanto un rechazo radical a cada petición de solución definitiva de las tensiones mismas", cf. Teodrammatica 3, 19.
(10) Cfr. La preghiera contemplativa, Milano 1982, 89. Balthasar vuelve de modo más articulado sobre este tema para justificar la familia como imago Trinitatis en Teologica 3, 131; T 2, 387 ss; T 5, 73 ss; ll tutto nel frammento, Milano 1990, 2a ed, 266-273. Sobre esta problemática véase A. SCOLA, Il Mistero nuziale, I, Uomo-donna, Milano 1998; Differenza sessuale e procreazione en A. SCOLA (a cura di), Quale vita? La bioetica in questione, Milano 1998, 143-153.
(11) Balthasar lo recalca con agudeza en muchas de sus obras que dependen en esto de A. van SPEYR, Theologie der Geschlechter, Einsielden 1969, en part. 126-137.
(12) Cfr. L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Madrid 1996, 297 ss, en part. 299-300. Análogamente, es inevitable decir que, si la virginidad no propone de nuevo la actitud mariano-joannea en toda su superioridad con respecto a la dimensión petrina de la Iglesia, ésta es, en última instancia, incapaz de aquella esponsalidad que tanto en María misma como núcleo esencial de la Iglesia como en Juan se ve como el cumplimiento efectivo ofrecido al drama de la libertad humana. Cfr. H. U. von Balthasar, Chi é la Chiesa, en Sponsa Verbi. Saggi teologici, 2, Brescia 1972, 153-162.
(13) Un atento análisis de los fenómenos conectados con este paso, aún cuando las implicaciones propuestas no son aceptables, se encuentra en R. POOLE, Morality and Modernitv, London-New York 1991, en particular 134-159.
(14) Cfr. F. van KUTSCHERA, Fondamenti dell'etica, Milano 1991, 296-305, 35ss.
(15) Cfr. O. ABBA', Quale impostazione per la filosofia morale?, Roma 1996, 33-203.
(16) Cfr. A. MCINTYRE, Dopo la virtú, Milano 1988.
(17) Cfr. F. van KUTSCHERA, Fondamenti dell'etica, Milano 1991, 125-25
(18) Cfr 1Cor 15,55
(19) Cfr Rm 8,28
(20) Cfr Jb 19,25-27
(21) Cfr Ef 5
(22) Cfr A. SCOLA, Hans Urs von Balthasar. Uno stile teologico, Milán 1991, 116
(23) Cfr. Rm 7,19
(24) Cfr. Mt 16,26
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