Va al contenido

Huellas N.11/12, Noviembre 1992

CULTURA

Don Vasco de Quiroga. Padre del pueblo

Fidel González

Llegó a México a los 60 años con la tarea de poner orden en el ejercicio de la justicia. Y lo hizo con espíritu misionero. Fue nombrado obispo. Inventó los pueblos-hospitales

LOS INDIOS lo llamaban «tata» (padre). Era jurista, abogado, primer oidor (juez) de la Audiencia de México, reformador, primer obispo de Michoa­cán, apóstol de los tarascos y chichime­cas, promotor de la justicia y del desa­rrollo de los pueblos indios. Con toda razón Don Vasco de Quiroga es consi­derado como uno de los padres-apósto­les fundadores de la Iglesia en México. Los obispos latinoamericanos y Juan Pablo II lo recuerdan siempre en sus discursos. Es considerado una de las mayores figuras misioneras de los tiem­pos modernos.
Don Vasco de Quiroga había nacido entre 1470 y 1478 en Madrigal de las Altas Torres, la misma villa que había visto nacer a la reina Doña Isabel la Católica. El joven Vasco estudió juris­prudencia en Valladolid. Perteneció al cuerpo de Letrados que reemplazó a la nobleza en la Corte de los Reyes Católi­cos. Todos en la Cancillería de Vallado­lid, sede de los altos tribunales de justi­cia españoles de la época, conocían su integridad y entereza de ánimo. Por ello el obispo de Badajoz, encargado por Carlos V para instituir la Segunda Audiencia de México pensó en el jurista castellano. De México llegaban nume­rosos informes, sobre todo por parte de su obispo Don Juan de Zumárraga, sobre los desórdenes cometidos por los miembros de la primera Audiencia (Guzmán, Matienzo y Delgadillo) con­tra indios y españoles (incluso habían desposeído y encarcelado a Hernán Cor­tés).
El obispo mexicano pedía al empera­dor nuevos jueces, «una persona -escri­bía- que fuese amigo de Dios y de toda virtud... y que saque de raíz las cizañas y procure hacer justicia». Fue así como a propuesta del obispo de Badajoz fueron nombrados los nuevos jueces: el gran obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal de Santo Domingo como presidente y los licenciados Vasco de Quiroga, Alon­so Maldonado, Francisco Ceynos y Juan Salmerón como oidores. Esta Segunda Audiencia mexicana pasará a la historia por su reforma de la justicia y de la vida ciudadana. Formaban parte de ella dos auténticos santos.

Rumbo a México
Los nuevos jueces zarparon de Sevilla rumbo a México el 16 de septiembre de 1530 y llegaron a la ciudad de México a principios del año siguiente. La empera­triz Isabel, en nombre de su marido, les había dado claras instrucciones: debían informar sobre la tierra mexicana, y sobre las cualidades y méritos de sus moradores, apoyar al obispo Fray Juan de Zumárraga en su oficio de protector de indios, luchar inexorablemente contra la esclavitud de los indios, que ya prohi­bían la leyes del Reino, impedir el amancebamiento de los españoles, ya fuese con españolas o con indias, y favo­recer el poblamiento.
Los nuevos jueces cuya misión era la de administrar la justicia y la de supervisar la gestión y el comporta­miento de las autoridades civiles pro­cesaron a sus antecesores. Todos los habitantes podían acudir a su tribunal para quejarse de los agravios recibi­dos. Cortés fue restituido y los tres jueces tiranos condenados y enviados encadenados a España donde expiarí­an sus culpas.
Don Vasco de Quiroga contaba ya casi 60 años cuando empezó su traba­jo en México. Ya en México, tomó conciencia de las vejaciones que sufrían los indios; y en una carta a Carlos V de agosto de 1531 le expuso con claridad lo que habrían de ser sus famosos pueblos-hospitales. El emperador aprobó su proyecto y el maduro oidor puso manos a la obra fundando el primero, el de Santa Fe, a dos leguas de la ciudad de México en 1531. Cuentan los testigos que desde el primer momento su presen­cia fue como una «cálida presencia de la humanidad de Jesucristo entre los más desvalidos». El magistrado castellano ponía su mano curativa en las llagas sociales que encontraba y lograba crear alrededor de sí lugares humanos de encuentro no contamina­dos por la violencia y donde la gente comenzaba a gustar la vida cristiana. Nacieron así las famosas experien­cias de los pueblos-hospitales que se encuentran en la base de la evangeli­zación del México centro-septentrio­nal.

En las tierras de Michoacán
En 1533 Don Vasco de Quiroga tuvo que enfrentarse con uno de los mayores desastres creados por la arrogancia de sus antecesores de la primera Audiencia en las tierras de Michoacán, donde el rey de los tarascos había sido condenado a muerte. Sus habitantes se habían dis­persado por los montes y rechazaban todo contacto con los recién llegados españoles. El trabajo de los misione­ros franciscanos resultaba inútil. El nuevo oidor llegó a la antigua capital tarasca Tzintzuntzan en compañía de un escribano, un alguacil y un intér­prete. Recorrió montes y cañadas, visitó poblados y campamentos indí­genas. El oidor sin armas ni soldados despedía una atracción irresistible. Invitaba a los indios a reunirse en los pueblos-hospitales que él iba fundan­do garantizándoles defensa y seguri­dad. Quería que aquellos pueblos­ hospitales fueran una visible y atrac­tiva irradiación del Evangelio. «Encarnaban un noble ideal de fraternidad humana y cris­tiana, un ideal de trabajo en común y reparto equitativo de los bienes, de educación humana y cristiana y de for­mación de hábitos de econo­mía y trabajo» (Paulina Cas­tañeda). El oidor se había convertido en administrador de la justicia, defensa del indio, promotor de su progre­so, fundador de pueblos y sobre todo en apóstol laico. Pertenece a esta época su famosa Información en Dere­cho (1535) contra la esclavi­tud y en defensa de los dere­chos de los indios. Don Vasco nos testimonia cómo los indios sacrificaban a sus pri­sioneros de guerra, o los ven­dían como esclavos perpetuos y cómo existía entre ellos una especie de autoventa perpetua desconocida en Europa. Sólo una verdadera experiencia cristiana podía cambiar aque­lla situación y cambiar también los abusos de algunos conquis­tadores.
Por ello el obispo de México, Zumárraga, quería crear una nueva gran diócesis que se encargase de la evangelización de aquellas regiones del centro-norte de México (Michoa­cán). Ésta fue erigida por Paulo III en 1534. Pero no se encontraba un obis­po dispuesto a enfrentarse con tan ardua empresa. Los dos primeros ele­gidos no habían aceptado, ¿quién podía entonces fundarla mejor que aquel reconocido apóstol seglar? Zumárraga lo propuso al Emperador y él lo aceptó. Había sido nombrado en 1536 y será consagrado diácono, sacerdote y obispo en 1538 por el mismo Zumárraga. El laico con cora­zón de apóstol llegaba a convertirse así en sucesor de los apóstoles. Con­taba entre 64 y 67 años.

El «tata-obispo»
Estableció su sede primero en la vieja Tzintzuntzan y más tarde en la encantadora Pátzcuaro. El Señor le concedería todavía 28 años de apos­tolado fecundo. Aquí fundó un cole­gio-seminario en 1542 donde convi­vían españoles e indios que se ense­ñaban mutuamente la propia cultura y lengua.
La enseñanza era gratuita; la vida comunitaria, los resultados excelen­tes. Hacia 1576 más de 200 sacerdo­tes y otros tantos religiosos, ex cole­giales de aquel centro, predicaban el Evangelio en las lenguas indígenas. Fundó también el colegio universita­rio (luego Universidad de San Nico­lás de Hidalgo) de Tiripitio, dirigido por uno de los más ilustres profesores de Salamanca, el agustino Alonso de la Vera Cruz, que nos ha legado numerosas obras escritas en México.
El nuevo obispo tenía dos ideas fijas en su cabeza: «crear poblaciones nuevas de indios» como lugares tan­gibles de una nueva humanidad rege­nerada por Jesucristo, y «plantar un género de cristianos a las derechas (de pies a cabeza), como primitiva Iglesia», como él escribe.
La fundación de los llamados por él pueblos-hospitales respondía a una necesidad inmediata de aquellas poblaciones. Los indios vivían en dispersión y abandono. Era necesario «reducirlos» y congregarlos en pue­blos-comunidades (convocarlos a una comunión fundada en la pertenencia a Cristo y a su Iglesia; de aquí el nombre ya en uso de «reducciones»). Se facilitaría así su educación «en toda buena orden de policía (gobier­no de la población) y con santas y buenas y católicas ordenanzas». El obispo-apóstol se proponía así defen­der su humanidad frecuentemente ultrajada por costumbres ancestrales deprimentes y por la codicia de algu­nos conquistadores. Quería además así evitar la extinción de la estirpe, crear una cadena de comunidades solidarias y demostrar que el Evange­lio no era una vieja utopía. La perte­nencia a Jesucristo tenía que salvar su vida concreta y poder darles así «un tal orden y estado de vivir, escri­be Don Vasco, en que los naturales para sí y para los que han de mante­ner sean bastantes y suficientes (en estos nuevos pueblos-comunidades) ... se conviertan bien como deben, y vivan y no mueran ni perezcan como mueren y perecen».

Los pueblos-hospitales
La primera experiencia de los pueblos-hospita­les creados por Don Vasco como centros de caridad cristiana y de desarrollo huma­no datan de 1531. Los dos primeros los fundó cuando todavía era oidor: el primero en la ciudad de Méxi­co; el segundo en Páztcuaro. Nom­brado obispo pro­moverá su funda­ción en cada población.
«Hospital» sig­nificaba un lugar humano y cristia­no de acogida para sanos y enfermos, donde ninguno se sentía ni inútil ni extranjero. En el centro de un gran patio rectangular se levanta­ba una iglesia abierta por los lados. A los lados se extendían las salas de los enfermos imposibilitados para que pudiesen seguir los oficios divinos. Cada pueblo-hospital contaba con huertos anexos para el cultivo con sus respectivas habitaciones. Se lla­maban «familias» porque albergaban a las familias que acudían al hospital o prestaban en él sus servicios. Ade­más tenía otros campos o «familias rústicas» más grandes para siembras y ganadería, como patrimonio del pueblo-hospital.
Estas repúblicas de los pueblos-hos­pitales, como las bautizó Don Vasco, se regían por unas «Reglas y Orde­nanzas para el buen gobierno de los hospitales» redactadas por él. Preveí­an el casamiento de los jóvenes, el modo de evitar la pereza juvenil, cómo sembrar, reparar los edificios, qué cosa sembrar y criar, «qué manera se tenga para que en años estériles no falte bastimiento»; la fabricación de vestidos para que cuesten poco, sean buenos y sirvan a todos; «cómo se recreen y no se pierda tiempo sin provecho», «cómo se averigüen las quejas y pleitos»; «que haya limpieza espiritual y corporal», etc.
En estos pueblos-hospitales todo era común: trabajo y beneficios. Todos cooperaban al trabajo de cons­trucción de las «familias» particula­res y todos cooperaban a la construc­ción de los edificios comunes. El tra­bajo común era obligatorio y duraba 6 horas al día y los niños estaban obligados a acudir al campo al menos dos veces por semana para que, como rezan las Constituciones de Don Vas­co «a manera de regocijo, juego y pasatiempo», aprendieran a manejar los instrumentos de labranza, mien­tras que las niñas debían ejercitarse en los «oficios mujeriles dados a ellas y adaptados y necesarios al pro y bien suyo y de la república del hos­pital».
En cada pueblo-hospital había dos escuelas de catecismo y dos bautiste­rios. Por ello, como escribió el fiel compañero de Don Vasco, Cristóbal Cabrera, les «conviene perfectamente el título, por demás insigne e ilustre, que él les puso de Santa Fe». Estos pueblos-hospitales fueron el núcleo alrededor de los cuales se fueron con­gregando los indios tarascos y tantos otros, sobre todo menesterosos, para encontrar en ellos no sólo abrigo, medicinas, cuidado y salud, sino tam­bién un lugar humano libre y digno para vivir que nacía de la experiencia de pertenecer a Jesucristo y a su Igle­sia.
El antiguo oidor, el «tata obispo» de los indios michoacanos, murió el 14 de marzo de 1565 en la ciudad­hospital de Uruapan, durante una visita pastoral. Así escribe de él el padre Castañeda, uno de los mejores historiadores del episcopado latinoa­mericano: «el pueblo mejicano aún sigue recordando a aquel hombre bueno, jurista y reformador; pastor y guía; empresario y místico; pacífico y luchador; castellano, indio y criollo; un hombre con corazón de pastor y no encomendero, que no tuvo otra pasión sino liberar a los indios de su ignorancia y miseria; un obispo, a quien nunca llamaron ilustrísimo señor, sino sólo y sencillamente, «Tata Vasco».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página