Una mirada realista debe tener en cuenta las XXX dificultades. Peor desde dentro de una pertenencia divina.
LA TIJERA se agranda, crece el número de pobres y crece «la aprensión utilitarista» por una vida que se espera todavía acomodada y sin riesgos.
Recortes en el empleo y reducción del consumo. Trabajadores que se encuentran sin trabajo a los cuarenta o cincuenta años, recién licenciados que no saben a qué santo encomendarse para encontrar un trabajo. Familias que deben hacer cuentas con un balance que deja márgenes cada vez más exiguos para los costes que la crisis alza inevitablemente (la comida, la salud, la casa, la educación de los hijos).
Tangentópolis (Ndt: es el nombre que la prensa italiana ha dado al mundo de las comisiones ilegales, de la corrupción), situación internacional en movimiento, disminución de las inversiones, lira débil y tasas de interés elevadas. La consecuencia más relevante de la crisis se hace notar en el empleo. Y las dificultades a introducirse -o a reintegrarse- en el mundo del trabajo tienen un impacto social fortísimo. La reducción de los empleos puede afectar a cualquiera, sin distinción. Méritos o culpas personales no tienen nada que ver.
Ciertamente esto tiene una incidencia sobre el consumos e impone ciertas reducciones, obliga a replantearse el uso de los ahorros, los gastos familiares o las vacaciones. En resumen: un sacrificio real.
La mentalidad dominante
La billetera en el centro. Los intereses individuales y la disminución generalizada del bienestar dominan la atención de media Italia. Se dice: si la crisis no me afecta directamente, no afecta a mi cartera, no me interesa. Se reacciona sólo para defender privilegios y posiciones alcanzadas, según la peor lógica corporativista. Permanecen los intereses parciales que aúnan a una multitud anónima de individuos.
Todos reaccionan como mónadas. Cada uno se mueve según el criterio de defensa del propio grupo: los médicos defienden a los médicos, los maestros a los maestros, cada grupo defiende los privilegios adquiridos, ahora amenazados por otros grupos que se agitan en el mismo espacio social y que son un obstáculo. Alguno debe ser expulsado fuera para garantizarse una supervivencia.
La crisis se manifiesta como perdida del valor con el que las personas tratan intereses y relaciones. La injusticia social entra en el espacio de las propias preocupaciones sólo cuando amenaza este nuevo orden establecido. El sentimiento de una necesidad o de una dificultad no logra abrir este horizonte.
Un directivo conserva el puesto de trabajo, un compañero lo pierde. El primero lo sentirá por el segundo y lo compadecerá. Pero un momento después volverá a concentrarse en sus problemas. «Mors tua vita mea». El descontento que tiene un amigo desocupado difícilmente favorece una cercanía, sino que profundiza una distancia y en última instancia una soledad. La sensibilidad hacia los débiles va disminuyendo hasta desaparecer. No sólo la de la persona, sino también la del Estado. Cuando hay aire de crisis, ¿por dónde comenzar a recortar?. Por los gastos de ayuda a los más débiles y los menos pudientes: trabajadores dependientes, ancianos, parados, enfermos. Y estudiantes. Haciendo pagar, por ejemplo, precios brutos (no subvencionados) en comedores y alojamientos universitarios. Es sólo un ejemplo de la injusticia que azota a grupos enteros de personas. Es fácil sentirse amenazados en aquello que se ha alcanzado con esfuerzo en términos de riqueza y de status social. Una política social a favor de los más débiles -se llamen inmigrados, incapacitados, ancianos o de cualquier otra manera- desviaría cantidades de dinero de los contribuyentes. Seriamos todos un poco más pobres.
Por tanto: recortes en las cooperativas, en los servicios sociales y en las diversas formas de voluntariado. Nueve millones de pobres no representan una fuerza de poder y, por lo tanto, pueden perder incluso las pocas ayudas que reciben del Estado. De todas formas nadie saldrá a la calle a protestar contra una injusticia tan evidente.
Paradojicamente...
O hay algo que conduce a una solidaridad real, a una caridad concreta, o esta crisis no significará necesaiiamente más sacrificios para todos, sino más bien la autoprotección, la defensa, por parte de algunos en nombre de un bienestar adquirido. Si, por el contrario, existe todavía una pizca de sensibilidad humana e ideal, una situación de crisis despierta la atención hacia la realidad. Sólo hace unos pocos meses decir que millones de familias por la mañana no tienen en el frigorífico la comida para el almuerzo, habría hecho exclamar: ¡exagerados!. Ya se conocen los datos: 9 millones de pobres en Italia. Una injusticia de la que antes nadie parecía percatarse. Todo estaba un poco enmascarado.
Ahora la necesidad se mide concretamente en términos de elección. Una familia que haya elegido en estos años la enseñanza privada para sus hijos, podría no tener ya la posibilidad de continuar manteniéndolo, a menos que recortase, en la medida de lo posible, otras gastos del presupuesto familiar. La crisis hace emerger más claramente la posición personal frente a la realidad en términos de consecuencias prácticas: gestión y uso del dinero, proyectos, relación con los amigos y los colegas...
Paradójicamente podríamos tener más consumismo ahora, concentrado en un estrato reducidísimo de la población, justamente cuando se nos piden sacrificios y austeridad.
Si el dinero no vale gran cosa, de hecho, alguno podría razonar más o menos así: si ahorro, pierdo. Más vale gozar un poco de la vida. Es una lógica cínica que busca la satisfacción en intereses parciales.
Cualquiera puede caer en esta trampa.
¿Y las obras?
Una primera consecuencia de todo esto es que será -ya lo está siendo- mucho más difícil hacer las cosas que podemos sostener: escuelas, obras de caridad, cooperativas sociales e iniciativas de voluntariado. Lo que antes costaba cien ahora cuesta mil. Para muchos la suerte está señalada: cerrar. Obras de solidaridad: si las subvenciones estatales se recortan para reducir el déficit del Estado, quien dispone de medios propios sobrevive, el resto desaparece. Cooperación internacional: gastar dinero para los pobres de África o de Brasil representa una inversión que no reporta beneficios. Y quien ha dejado todo para ir a aquellos mundos a trabajar con gente desheredada se encuentra en la calle. Es un mal menor, y de todas formas ningún periódico hablará de ello.
Recordar y mostrar el hambre y la pobreza fastidia, especialmente si las imágenes entran en la propia casa a la hora de la cena, cuando uno no quiere ser molestado.
Del mismo modo sucede con las obras de caridad que proporcionan un trabajo, un techo y una comida caliente. Naturalmente no suscitan simpatía porque introducen un juicio diferente sobre la realidad, exigen responsabilidades, sacrificio y abnegación, cosas imposibles si no existe un ideal adecuado que rompa el horizonte parcial. Y además porque implican la conciencia de formar parte de un pueblo en el que, desde la raíz, se ha superado la extrañeza hacia cualquier cosa que suceda.
¿Y nosotros?
En las dificultades dramáticas de estos momentos, anticipaciones de las que nos esperan, podemos decir que hemos tenido la suerte de estar entre los que se les ha comunicado un método, el camino para ser hombres y libres. Así, a pesar de los límites, errores e incoherencias, nos convertimos en interlocutores de todos aquellos que -perteneciendo a cualquier posición social o política- no aceptan ser aplastados por el cinismo o el utilitarismo. Nuestra unidad, concreta y alegre, puede ser para quien tenga todavía una pregunta, un lugar de respuesta constructiva ante la crisis. El inicio de pueblo.
Traducido por Maria del Puy Alonso
CONSUMO ERGO SUM
La sociedad de la opulencia programa beneficiarios individuales que permanecen aislados incluso cuando
el bienestar acaba
por Salvatore Abbruzzese
traducido por Maria del Puy Alonso
EL ENTRAMADO entre paz y opulencia constituye el horizonte sobre el que en estos últimos años se han modelado las espectativas de todos. Es la certeza de este horizonte lo que ha permitido el poderoso crecimiento de los consumos respecto a los ahorros, el despegue de la mediación terciaria, el crecimiento de una red ilimitada de servicios.
Este mito del crecimiento ilimitado ha impedido, durante largo tiempo, la toma de conciencia de la crisis real que desde hace por lo menos veinte años ha interrumpido el desarrollo constante y que hoy impide una clara asunción de responsabilidad por parte de todos. La cultura del bienestar se ha manifestado, sobre todo, a través del mito de su inderogabilidad, donde cada renuncia y toda austeridad parecen faltas de sentido. La sociedad estructurada en torno a las ofertas de consumo genera automáticamente las premisas para una superioridad indiscutible.
El mito del bienestar ilimitado ha coincidido con el principio de su inofensividad social: la sociedad del bienestar se ha ido afirmando a través de una lluvia de adornos absolutamente faltos de utilidad (estéticos, tecnológicos o económicos), pero no por esto faltos de efecto. El mismo presupuesto de una sociedad de consumo y tiempo libre, constituido por la presencia de potenciales beneficiarios individuales, ha terminado por convertirse en el estímulo más eficaz para que el individualismo, de trazo intelectual (entendido como liberación del principio de autoridad), pasase a constituir un comportamiento social difundido.
El individuo viene manejado según el arbitrio de un mercado cada vez más extenso de objetos. Debe ser, por lo tanto, adulado en sus inclinaciones y conquistado: su cambio de humor, su inclinación al pesimismo significan, a gran escala, altibajos tremendos en las ventas, crisis de sectores enteros de mercado. El individuo, por lo tanto, no es sólo el objeto de un mercado, sino que también es el último que decide, el árbitro definitivo, tanto de una campaña de propaganda como de un espectáculo televisivo, como incluso del éxito de una campaña electoral.
Así, la cultura del bienestar ha acabado incrementando un individualismo cada vez más narcisista y más incapaz de relacionarse. Al poder político, una sociedad de este tipo siempre termina pidiendo, y obteniendo, mecanismos cada vez más amplios de garantía y seguridad contra las diferentes crisis; a la institución religiosa termina pidiendo «bienes de consumo religioso» con miras siempre a la gratificación (en este caso simbólica) y al fortalecimiento existencial del individuo. Un individuo adulado por el mercado no siente más que necesidad de continuas gratificaciones y evita cuidadosamente los reclamos que traten, por el contrario, de reconducirlo a su finitud y de revelarle su situación de dependencia.
EN ESPAÑA, CRISIS SUI GENERIS
El aumento del número de parados, durante el pasado mes de octubre, ha dejado pocas dudas sobre la seriedad de la crisis en la que estamos inmersos
por Fernando de Haro
...SI EL BANCO DE ESPAÑA publica en su último informe que nuestro PIB (lo que produce un país) ha crecido sólo un uno por ciento durante el tercer trimestre del año, todavía puede parecernos que son sólo datos abstractos para los expertos. Incluso cuando el Gobierno reitera una y otra vez que la actividad descenderá brutalmente en 1993, no se acaba de palpar el verdadero drama. Otra cosa es saber que en el último mes más de 70.000 personas se han quedado sin trabajo o no han encontrado el que estaban buscando. Entonces sí que la crisis deja de ser un problema de los técnicos y se convierte en algo concreto con nombres y apellidos.
Perplejidad
...Esta recesión nos produce más perplejidad que al resto de los países de nuestro entorno. Hasta hace poco menos de tres años no parábamos de escuchar que nuestra economía iba viento en popa. Nuestros vecinos desarrollados estaban fascinados por el ritmo de crecimiento que comenzamos a registrar a partir de 1984. La España anquilosada emergía, tras los últimos coletazos de la segunda crisis del petróleo, al menos aparentemente renovada y con incrementos del PIB muy superiores a los de la media comunitaria. Cierto es que pervivían los cuatro estigmas de siempre (alto déficit comercial, alto déficit público, gran presión de la inflación y demasiado desempleo), pero parecían estar relegados a un segundo plano y sus efectos neutralizados. Casi de la noche a la mañana, ese optimismo, que sin duda censuraba muchos factores, se ha derrumbado.
...Mientras crecíamos de un modo tan contundente como lo hicimos durante el quinquenio comprendido entre 1984 y 1989, el déficit comercial (más volumen de importaciones que de exportaciones) y la inflación (aumento de precios) no planteaban excesivos problemas. El saldo negativo de nuestros incrementos comerciales con el exterior, provocado por la falta de capacidad competitiva de las empresas españolas, no ocasionaba desastres a corto plazo. Este desequilibrio era compensado en nuestra balanza de pagos por una fuerte entrada de capital extranjero. Todo el mundo quería invertir en España porque resultaba muy atractivo apostar por un país que
empezaba a levantarse. Por otra parte, el alto precio de nuestro dinero hacía muy rentable las inversiones en pesetas. Todo eso ha cambiado, la peseta ha dejado de ser una moneda interesante y el capital internacional busca refugios más seguros en estos tiempos de inestabilidad.
Se destapan los estigmas
...En ese mismo período de cinco años se libró una guerra continua contra la inflación mediante unos altos tipos de interés (lo que cuesta el dinero en el mercado donde se compra). Altos tipos de interés que, aunque retraían la inversión (si el dinero es más caro es más difícil poner en marcha negocios), no la paralizaban y al mismo tiempo cumplían la mencionada labor de atraer el capital exterior. ...Lo malo ha venido después. La economía internacional comienza a registrar un parón entre 1990 y 1991. Las dos «locomotoras» que tiran más de nuestro país empiezan a avanzar más lentamente. En Estados Unidos se registra el agotamiento del modelo inaugurado por Reagan y Alemania registra un importante parón por el esfuerzo que le supone digerir la unión. ...A esta bajada de ritmo internacional se une un descenso de la inversión dentro de nuestras fronteras y la mencionada falta de «tirón» del capital exterior. Y, sin embargo, la presión de la inflación nos disminuye. El dinero no se canaliza al ahorro sino al consumo (el consumo genera precios más altos). El déficit público también revela su carácter nocivo que antes había permanecido
oculto. El Estado ha gastado, durante los últimos años, y sigue haciéndolo, mucho dinero. La estructura de este gasto no ha sido siempre la más conveniente porque ha primado el gasto corriente (el gasto que genera la propia deuda de la Administración) sobre el gasto de inversión. Al menos ese gasto de inversión sirvió para apoyar el crecimiento. Una vez que se reduce el crecimiento, se opta por aumentar los ingresos incrementando la presión fiscal (subida de los tipos del IV A y de las retenciones del IRPF en septiembre), incremento que, a su vez, es un boomerang que reduce la actividad.
...A finales de 1991 se aprueba el Tratado de Maastricht. El Gobierno considera que a nuestro país le interesa mucho alcanzar los mínimos de convergencia acordados (el Tratado prevé que, para poder acceder a la Unión Monetaria y Política, hay que cumplir unos determinados requisitos). Y esos mínimos exigen un control de la inflación y una disminución del gasto público.
...El descenso de actividad, que se comenzó a registrar en 1991 quizás podría haberse corregido con una bajada de los tipos de interés y con un aumento del gasto público. Pero la bajada de los tipos de interés no se produce porque puede disminuir la ya mermada entrada de dinero extranjero. Por otra parte, la tormenta monetaria de septiembre desaconseja la operación, la peseta podría quedar aún más desprotegida. A esto se añade que, si el precio del dinero baja la inflación puede dispararse y distanciarnos de los mínimos de Maastricht. ...La Unión Europea exige también un determinado coeficiente del déficit público, un coeficiente mucho más bajo del que ahora tenemos. Por eso parece descartarse el gasto público como «caballo de tiro». Por eso y por que ha demostrado su ineficacia, al menos tal y como se ha gestionado, para reanimar la situación. Este año ha sido un año con unos Presupuestos Generales del Estado muy expansivos, se han celebrado las Olimpíadas y la Expo. Y nada de eso ha servido para apoyar la reactivación, por lo que el Gobierno decide aprobar unos Presupuestos restrictivos para 1993.
...Junto a esta crisis real se desarrolla una crisis psicológica, todo el mundo se remite a una coyuntura regida por las leyes fatalistas del mercado. ¿Acaso no pueden surgir iniciativas no condicionadas por las opciones políticas y la macroeconomía?
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