Va al contenido

Huellas N.11/12, Noviembre 1992

SOCIEDAD

Notas sobre la crisis

Alberto Savorana

Una mirada realista debe tener en cuenta las XXX dificultades. Peor desde dentro de una pertenencia divina.

LA TIJERA se agranda, crece el número de pobres y crece «la aprensión utilitarista» por una vida que se espera todavía acomodada y sin riesgos.
Recortes en el empleo y reducción del consumo. Trabajadores que se encuen­tran sin trabajo a los cuarenta o cin­cuenta años, recién licenciados que no saben a qué santo encomendarse para encontrar un trabajo. Familias que deben hacer cuentas con un balance que deja márgenes cada vez más exiguos para los costes que la crisis alza inevi­tablemente (la comida, la salud, la casa, la educación de los hijos).
Tangentópolis (Ndt: es el nombre que la prensa italiana ha dado al mundo de las comisiones ilegales, de la corrup­ción), situación internacional en movi­miento, disminución de las inversiones, lira débil y tasas de interés elevadas. La consecuencia más relevante de la crisis se hace notar en el empleo. Y las dificultades a introducir­se -o a reintegrarse- en el mundo del trabajo tienen un impacto social fortísimo. La reducción de los empleos puede afectar a cualquiera, sin distinción. Méritos o cul­pas personales no tienen nada que ver.
Ciertamente esto tiene una incidencia sobre el consu­mos e impone ciertas reduc­ciones, obliga a replantearse el uso de los ahorros, los gastos familiares o las vacaciones. En resumen: un sacrificio real.

La mentalidad dominante
La billetera en el centro. Los intereses individuales y la disminución generali­zada del bienestar dominan la atención de media Italia. Se dice: si la crisis no me afecta directamente, no afecta a mi cartera, no me interesa. Se reacciona sólo para defender privilegios y posicio­nes alcanzadas, según la peor lógica corporativista. Permanecen los intereses parciales que aúnan a una multitud anó­nima de individuos.
Todos reaccionan como mónadas. Cada uno se mueve según el criterio de defensa del propio grupo: los médicos defienden a los médicos, los maestros a los maestros, cada grupo defiende los privilegios adquiridos, ahora amenaza­dos por otros grupos que se agitan en el mismo espacio social y que son un obs­táculo. Alguno debe ser expulsado fuera para garantizarse una supervivencia.
La crisis se manifiesta como perdida del valor con el que las personas tratan intereses y relaciones. La injusticia social entra en el espacio de las propias preocupaciones sólo cuando amenaza este nuevo orden establecido. El senti­miento de una necesidad o de una difi­cultad no logra abrir este horizonte.
Un directivo conserva el puesto de trabajo, un compañero lo pierde. El pri­mero lo sentirá por el segundo y lo compadecerá. Pero un momento des­pués volverá a concentrarse en sus pro­blemas. «Mors tua vita mea». El des­contento que tiene un amigo desocupado difícilmente favorece una cercanía, sino que profundiza una distancia y en última instancia una soledad. La sensi­bilidad hacia los débiles va disminuyen­do hasta desaparecer. No sólo la de la persona, sino también la del Estado. Cuando hay aire de crisis, ¿por dónde comenzar a recortar?. Por los gastos de ayuda a los más débiles y los menos pudientes: trabajadores dependientes, ancianos, parados, enfermos. Y estu­diantes. Haciendo pagar, por ejemplo, precios brutos (no subvencionados) en comedores y alojamientos universita­rios. Es sólo un ejemplo de la injusticia que azota a grupos enteros de personas. Es fácil sentirse amenazados en aque­llo que se ha alcanzado con esfuerzo en términos de riqueza y de status social. Una política social a favor de los más débiles -se llamen inmigrados, incapaci­tados, ancianos o de cualquier otra manera- desviaría cantidades de dinero de los contribuyentes. Seriamos todos un poco más pobres.
Por tanto: recortes en las cooperativas, en los servicios sociales y en las diver­sas formas de voluntariado. Nueve millones de pobres no representan una fuerza de poder y, por lo tanto, pueden perder incluso las pocas ayudas que reciben del Estado. De todas formas nadie saldrá a la calle a protestar contra una injusticia tan evidente.

Paradojicamente...
O hay algo que conduce a una solida­ridad real, a una caridad concreta, o esta crisis no significará necesaiiamente más sacrificios para todos, sino más bien la autoprotección, la defensa, por parte de algunos en nombre de un bienestar adquirido. Si, por el contrario, existe todavía una pizca de sensibilidad huma­na e ideal, una situación de crisis des­pierta la atención hacia la realidad. Sólo hace unos pocos meses decir que millo­nes de familias por la mañana no tienen en el frigorífico la comida para el almuerzo, habría hecho exclamar: ¡exa­gerados!. Ya se conocen los datos: 9 millones de pobres en Italia. Una injusti­cia de la que antes nadie parecía perca­tarse. Todo estaba un poco enmascara­do.
Ahora la necesidad se mide concreta­mente en términos de elección. Una familia que haya elegido en estos años la enseñanza privada para sus hijos, podría no tener ya la posibilidad de con­tinuar manteniéndolo, a menos que recortase, en la medida de lo posible, otras gastos del presupuesto familiar. La crisis hace emerger más claramente la posición personal frente a la realidad en términos de consecuencias prácticas: gestión y uso del dinero, proyectos, relación con los amigos y los colegas...
Paradójicamente podríamos tener más consumismo ahora, concentrado en un estrato reducidísimo de la población, justamente cuando se nos piden sacrifi­cios y austeridad.
Si el dinero no vale gran cosa, de hecho, alguno podría razonar más o menos así: si ahorro, pierdo. Más vale gozar un poco de la vida. Es una lógica cínica que busca la satisfacción en inte­reses parciales.
Cualquiera puede caer en esta trampa.

¿Y las obras?
Una primera consecuencia de todo esto es que será -ya lo está siendo- mucho más difícil hacer las cosas que podemos sostener: escuelas, obras de caridad, coo­perativas sociales e iniciativas de volunta­riado. Lo que antes costaba cien ahora cuesta mil. Para muchos la suerte está señalada: cerrar. Obras de solidaridad: si las subvenciones estatales se recortan para reducir el déficit del Estado, quien dispone de medios propios sobrevive, el resto desaparece. Cooperación internacional: gastar dinero para los pobres de África o de Brasil representa una inversión que no reporta beneficios. Y quien ha dejado todo para ir a aquellos mundos a trabajar con gente desheredada se encuentra en la calle. Es un mal menor, y de todas formas nin­gún periódico hablará de ello.
Recordar y mostrar el hambre y la pobreza fastidia, especialmente si las imágenes entran en la propia casa a la hora de la cena, cuando uno no quiere ser molestado.
Del mismo modo sucede con las obras de caridad que proporcionan un trabajo, un techo y una comida caliente. Naturalmente no suscitan simpatía porque introducen un juicio diferente sobre la realidad, exigen responsabilidades, sacrificio y abnegación, cosas imposibles si no existe un ideal ade­cuado que rompa el horizonte parcial. Y además porque implican la conciencia de formar parte de un pueblo en el que, desde la raíz, se ha superado la extrañeza hacia cualquier cosa que suceda.

¿Y nosotros?
En las dificultades dramáticas de estos momentos, anticipaciones de las que nos esperan, podemos decir que hemos tenido la suerte de estar entre los que se les ha comunicado un método, el camino para ser hombres y libres. Así, a pesar de los límites, errores e incoherencias, nos con­vertimos en interlocutores de todos aque­llos que -perteneciendo a cualquier posi­ción social o política- no aceptan ser aplastados por el cinismo o el utilitarismo. Nuestra unidad, concreta y alegre, puede ser para quien tenga todavía una pregunta, un lugar de respuesta constructiva ante la crisis. El inicio de pueblo.


Traducido por Maria del Puy Alonso




CONSUMO ERGO SUM
La sociedad de la opulencia programa beneficiarios individuales que permanecen aislados incluso cuando
el bienestar acaba

por Salvatore Abbruzzese
traducido por Maria del Puy Alonso

EL ENTRAMADO entre paz y opulencia constituye el horizonte sobre el que en estos últimos años se han modelado las espectativas de todos. Es la certeza de este horizonte lo que ha permitido el poderoso creci­miento de los consumos respecto a los ahorros, el despegue de la media­ción terciaria, el crecimiento de una red ilimitada de servicios.
Este mito del crecimiento ilimitado ha impedido, durante largo tiempo, la toma de conciencia de la crisis real que desde hace por lo menos veinte años ha interrumpido el desarrollo constante y que hoy impide una clara asunción de responsabilidad por parte de todos. La cultura del bienestar se ha manifestado, sobre todo, a través del mito de su inderogabilidad, donde cada renuncia y toda austeridad parecen faltas de sentido. La sociedad estructurada en torno a las ofertas de consumo genera automáticamente las premisas para una superioridad indis­cutible.
El mito del bienestar ilimitado ha coincidido con el principio de su ino­fensividad social: la sociedad del bie­nestar se ha ido afirmando a través de una lluvia de adornos absolutamente faltos de utilidad (estéticos, tecnológi­cos o económicos), pero no por esto faltos de efecto. El mismo presupues­to de una sociedad de consumo y tiempo libre, constituido por la pre­sencia de potenciales beneficiarios individuales, ha terminado por con­vertirse en el estímulo más eficaz para que el individualismo, de trazo intelectual (entendido como libera­ción del principio de autoridad), pasa­se a constituir un comportamiento social difundido.
El individuo viene manejado según el arbitrio de un mercado cada vez más extenso de objetos. Debe ser, por lo tanto, adula­do en sus inclina­ciones y conquista­do: su cambio de humor, su inclina­ción al pesimismo significan, a gran escala, altibajos tre­mendos en las ven­tas, crisis de secto­res enteros de mer­cado. El individuo, por lo tanto, no es sólo el objeto de un mercado, sino que también es el último que decide, el árbitro definitivo, tanto de una campaña de propaganda como de un espectáculo televisivo, como incluso del éxito de una campa­ña electoral.
Así, la cultura del bienestar ha aca­bado incrementando un individualis­mo cada vez más narcisista y más incapaz de relacionarse. Al poder político, una sociedad de este tipo siempre termina pidiendo, y obtenien­do, mecanismos cada vez más amplios de garantía y seguridad con­tra las diferentes crisis; a la institución religiosa termina pidiendo «bienes de consumo religioso» con miras siem­pre a la gratificación (en este caso simbólica) y al fortalecimiento exis­tencial del individuo. Un individuo adulado por el mercado no siente más que necesidad de continuas gratifica­ciones y evita cuidadosamente los reclamos que traten, por el contrario, de reconducirlo a su finitud y de reve­larle su situación de dependencia.


EN ESPAÑA, CRISIS SUI GENERIS
El aumento del número de parados, durante el pasado mes de octubre, ha dejado pocas dudas sobre la seriedad de la crisis en la que estamos inmersos
por Fernando de Haro

...SI EL BANCO DE ESPAÑA publi­ca en su último informe que nuestro PIB (lo que produce un país) ha creci­do sólo un uno por ciento durante el tercer trimestre del año, todavía pue­de parecernos que son sólo datos abs­tractos para los expertos. Incluso cuando el Gobierno reitera una y otra vez que la actividad descenderá bru­talmente en 1993, no se acaba de pal­par el verdadero drama. Otra cosa es saber que en el último mes más de 70.000 personas se han quedado sin trabajo o no han encontrado el que estaban buscando. Enton­ces sí que la crisis deja de ser un problema de los téc­nicos y se convierte en algo concreto con nombres y apellidos.

Perplejidad
...Esta recesión nos produ­ce más perplejidad que al resto de los países de nues­tro entorno. Hasta hace poco menos de tres años no parábamos de escuchar que nuestra economía iba vien­to en popa. Nuestros veci­nos desarrollados estaban fascinados por el ritmo de crecimiento que comenza­mos a registrar a partir de 1984. La España anquilo­sada emergía, tras los últi­mos coletazos de la segunda crisis del petróleo, al menos apa­rentemente renovada y con incremen­tos del PIB muy superiores a los de la media comunitaria. Cierto es que per­vivían los cuatro estigmas de siempre (alto déficit comercial, alto déficit público, gran presión de la inflación y demasiado desempleo), pero parecían estar relegados a un segundo plano y sus efectos neutralizados. Casi de la noche a la mañana, ese optimismo, que sin duda censuraba muchos facto­res, se ha derrumbado.
...Mientras crecíamos de un modo tan contundente como lo hicimos durante el quinquenio comprendido entre 1984 y 1989, el déficit comercial (más volumen de importaciones que de exportaciones) y la inflación (aumento de precios) no planteaban excesivos problemas. El saldo negativo de nues­tros incrementos comerciales con el exterior, provocado por la falta de capacidad competitiva de las empre­sas españolas, no ocasionaba desastres a corto plazo. Este desequilibrio era compensado en nuestra balanza de pagos por una fuerte entrada de capital extranjero. Todo el mundo quería invertir en España porque resultaba muy atractivo apostar por un país que
empezaba a levantarse. Por otra parte, el alto precio de nuestro dinero hacía muy rentable las inversiones en pesetas. Todo eso ha cambiado, la peseta ha dejado de ser una moneda intere­sante y el capital internacional busca refugios más seguros en estos tiempos de inestabilidad.

Se destapan los estigmas
...En ese mismo período de cinco años se libró una guerra continua con­tra la inflación mediante unos altos tipos de interés (lo que cuesta el dine­ro en el mercado donde se compra). Altos tipos de interés que, aunque retraían la inversión (si el dinero es más caro es más difícil poner en mar­cha negocios), no la paralizaban y al mismo tiempo cumplían la menciona­da labor de atraer el capital exterior. ...Lo malo ha venido después. La eco­nomía internacional comienza a regis­trar un parón entre 1990 y 1991. Las dos «locomotoras» que tiran más de nuestro país empiezan a avanzar más lentamente. En Estados Unidos se registra el agotamiento del modelo inaugurado por Reagan y Alemania registra un importante parón por el esfuerzo que le supone digerir la unión. ...A esta bajada de ritmo internacional se une un descenso de la inversión den­tro de nuestras fronteras y la menciona­da falta de «tirón» del capital exterior. Y, sin embargo, la presión de la infla­ción nos disminuye. El dinero no se canaliza al ahorro sino al consumo (el consumo genera precios más altos). El déficit público también revela su carác­ter nocivo que antes había permanecido
oculto. El Estado ha gastado, durante los últimos años, y sigue haciéndolo, mucho dinero. La estructura de este gasto no ha sido siempre la más conve­niente porque ha primado el gasto corriente (el gasto que genera la propia deuda de la Administración) sobre el gasto de inversión. Al menos ese gasto de inversión sirvió para apoyar el creci­miento. Una vez que se reduce el creci­miento, se opta por aumentar los ingre­sos incrementando la presión fiscal (subida de los tipos del IV A y de las retenciones del IRPF en septiembre), incremento que, a su vez, es un boome­rang que reduce la actividad.
...A finales de 1991 se aprueba el Tra­tado de Maastricht. El Gobierno con­sidera que a nuestro país le interesa mucho alcanzar los mínimos de con­vergencia acordados (el Tratado pre­vé que, para poder acceder a la Unión Monetaria y Política, hay que cum­plir unos determinados requisitos). Y esos mínimos exigen un control de la inflación y una disminución del gas­to público.
...El descenso de actividad, que se comenzó a registrar en 1991 quizás podría haberse corregido con una bajada de los tipos de interés y con un aumento del gasto público. Pero la bajada de los tipos de interés no se produce porque puede disminuir la ya mermada entrada de dinero extranje­ro. Por otra parte, la tormenta moneta­ria de septiembre desaconseja la ope­ración, la peseta podría quedar aún más desprotegida. A esto se añade que, si el precio del dinero baja la inflación puede dispararse y distan­ciarnos de los mínimos de Maastricht. ...La Unión Europea exige también un determinado coeficiente del défi­cit público, un coeficiente mucho más bajo del que ahora tenemos. Por eso parece descartarse el gasto públi­co como «caballo de tiro». Por eso y por que ha demostrado su ineficacia, al menos tal y como se ha gestiona­do, para reanimar la situación. Este año ha sido un año con unos Presu­puestos Generales del Estado muy expansivos, se han celebrado las Olimpíadas y la Expo. Y nada de eso ha servido para apoyar la reactiva­ción, por lo que el Gobierno decide aprobar unos Presupuestos restricti­vos para 1993.
...Junto a esta crisis real se desarrolla una crisis psicológica, todo el mundo se remite a una coyuntura regida por las leyes fatalistas del mercado. ¿Acaso no pueden surgir iniciativas no condicionadas por las opciones políticas y la macroeconomía?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página