No HA Y DUDA: el contexto histórico en el que nos encontramos está cambiando rápidamente. La « crisis» económica (a la que dedicamos un servicio en este número) es, probablemente, el fenómeno en el que tal cambio resulta más evidente y más concretamente envolvente en la existencia cotidiana: el trabajo, la salud, el dinero, la educación de los hijos. Implica hasta producir un malestar que se difunde, una pregunta a menudo inquietante respecto del futuro, un dolor más grave en el presente.
Una experiencia cristiana no puede «hacer como si nada» o como mucho contentarse con enfatizar evasivamente las propias connotaciones «espirituales». Cristo ha venido para acompañar el camino histórico del hombre hacia su felicidad; y el pueblo que de Él ha nacido y con Él recorre la historia no puede dejar de desear y pedir afrontar adecuadamente la circunstancia -cualquier circunstancia- que el Misterio nos dé en la vida. Con la certeza de que ninguna circunstancia es objeción, sino posibilidad -quizás paradójica para nuestras medidas- para que continúe el camino hacia nuestra felicidad.
Entonces nos interesan las cosas que están sucediendo, los cambios que se suceden, las dificultades que aumentan y las penas para el hombre que de ellas se derivan. Estemos atentos a todo esto. Pero no por una competencia jactanciosa, no por la presunción de una repuesta intelectualmente más «justa». Estemos atentos a implicarnos sintiendo la vida de un pueblo que sufre penalidades. Estemos atentos porque nos interesa el bien del hombre. Nos interesa más cuando más incumbe la dificultad y más nos reclama a un incremento de la responsabilidad.
Y sabemos que lo único que podemos ofrecer es nuestra propia experiencia de pueblo que afronta la crisis y los cambios no definiendo un espacio individualista donde seguir poseyendo lo que se quiere, sino abriéndose a las exigencias que la pertenencia expresa y a los sacrificios que la unidad pide.
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