La relación con los alumnos y con sus colegas en un ambiente polarizado. Ante el chantaje de una cultura que impone bandos a priori, ¿qué significa ser libres? Un testimonio desde Oxford
Desde hace año y medio soy profesor asociado de latín en la Universidad de Oxford, un ambiente muy vivo donde trabajan estudiosos procedentes de todos los rincones del mundo, con bagajes culturales muy diferentes. Entre ellos hay un movimiento cultural liberal conocido también como movimiento woke, procedente de Estados Unidos. Esta visión –que nace de instancias como la justicia racial pero no solo– es propia de una minoría que ha hecho oír mucho su voz en los últimos años. En realidad, en este ateneo hay una mayoría silenciosa que no comparte estas posturas extremas, pero en los últimos años los ánimos se han caldeado y la polarización se está exacerbando. El malestar por estas posiciones tan radicales va en aumento y se están engrosando las filas de una oposición que también supone una aguerrida minoría. En enero, la Oxford Union organizó un encuentro público titulado “¿Ha llegado el movimiento woke demasiado lejos?”, que tuvo un éxito enorme e inesperado. Entre estos culture warriors de signo opuesto, hay también una parte del mundo católico no demasiado implicada en la vida universitaria. Por lo que a mí respecta, me basta con que se sepa que estoy casado y que tengo cuatro hijos para que me reconozcan fácilmente como «católico». Al margen de mis ideas, mi vida habla por mí antes de que yo abra la boca. No tengo muchas posibilidades de esconderme.
Estas divisiones se reflejan también en mi ámbito de trabajo. Mi campo, la literatura clásica, está de hecho entre los más amenazados porque se cree que en la cultura latina y griega arraigan las peores culpas de la sociedad occidental: racismo, colonialismo, machismo y patriarcado. Incluso para algunos de mis colegas, nuestras materias deberían quedar abandonadas, o al menos actualizarse, alineándose con instancias sociales y culturales más relevantes. Por otra parte, hay un grupo de “tradicionalistas” que pretenden seguir haciendo lo que siempre han hecho con una exaltación del pasado un tanto mitológica y poca disponibilidad para salir de esquemas obsoletos. Mi perfil, por naturaleza pero sobre todo por educación («examinadlo todo y quedaos con lo bueno»), va más allá de esta dicotomía, y creo que si me han aceptado también ha sido por eso: una formación tradicional (filología, crítica textual, atención a los textos) complementaria con un interés por cuestiones más amplias, de relevancia contemporánea, con una red de relaciones personales en ambos campos.
No es fácil mantener esta postura de libertad cultural. Ambas posiciones suelen ser vistas de forma maniquea, agresiva, identitaria, en el sentido de que la identidad de cada uno queda definida por un a priori, del que descienden automáticamente los valores que se defienden. Si no se comparte uno de esos valores, te acusan de pertenecer al bando enemigo. El problema es que en ambas posiciones hay una dosis de error (la verdad enloquecida de Chesterton), pero también de verdad. En efecto, es cierto que la cultura clásica es un patrimonio que merece ser preservado, por su valor estético y filosófico, y también porque el cristianismo (y por tanto una raíz importante de la cultura europea) ha nacido en ese contexto cultural concreto, algo que –como decía Benedicto XVI– seguro que no es casual. Pero también es cierto que esta tradición es mucho más compleja y problemática de lo que suele pensarse, y que si no entra en diálogo con los desafíos del presente queda reducida a puro fetiche. También es verdad que hay valores humanos universales presentes en cualquier latitud histórica y geográfica, igual de cierto que hay que reconocerlos en la unicidad e imperfección de sus diversas manifestaciones, lo que exige un gran esfuerzo de apertura, identificación y reflexión. Por último, es cierto que existe una verdad objetiva, “científica”, que hay que defender con rigor y coraje, pero también es verdad que tolerancia y libertad son valores importantes y que la verdad nunca coincide con una postura particular porque en el fondo, como decía Benedicto XVI, «nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella». Hace falta, por tanto, un trabajo continuo de juicio, no ideológico, que sepa seleccionar e integrar los fragmentos de verdad presentes en las diversas posiciones. No se trata de intentar contentar a todos, sino de no conformarse con ninguna reducción. La defensa de la verdad no es de hecho una resistencia ni una reacción, sino un camino, un desarrollo (como decía Newman). A menudo este trabajo exige un auténtico esfuerzo cultural y lingüístico, al que me siento especialmente llamado tras el encuentro con el Papa, para recomponer más que para destruir. Para mí, el desafío consiste en no perderse nada por el camino, no seleccionar ciertos valores (y descuidar otros), y tener el coraje de dejarse corregir por cualquiera. Hoy me parece que la postura más subversiva y contracultural pasa por superar las lógicas identitarias y de poder que expresan los diversos bandos.
Al oír al papa Francisco pidiéndonos que le acompañemos en la «profecía por la paz», creo que su invitación vale también para la guerra cultural en la que me encuentro. ¿Pero cómo hacerlo? Para mí supone ante todo mantener una relación personal con todos, intentando no identificar a las personas con (algunas de) sus posiciones. Eso es lo más importante y lo más difícil. Una relación que sea sincera y leal, nunca agresiva, de tal manera que las dos partes puedan llegar a hablarse y colaborar. A veces intento rebajar la tensión con un poco de ironía. Cuando puedo, invito a mis colegas a cenar a casa. Si es posible, voy con ellos a los congresos. No tanto por una estrategia política, sino porque les tengo en gran estima, puedo aprender mucho de ellos y no quiero perder la ocasión. Creo que este nivel humano puede favorecer un clima que permita hablar de manera sincera, sin alimentar la sospecha ni las murmuraciones, que solo sirven para levantar muros. También intento valorar la verdad que está presente en todas las posturas. Si una propuesta que viene de los liberales es verdadera, lo digo. Si llega de los tradicionalistas y es adecuada, lo digo. Si me equivoco, trato de no defender mi postura y reconocer el error. No es fácil, se trata de una auténtica ascesis, solo posible con la certeza de que soy más que la suma de mis errores – otra postura contracultural en medio de la creciente mentalidad neopuritana.
Una de mis tareas en el college donde trabajo consiste en seguir personalmente a un grupo de alumnos. Significa que me ocupo de lo que se llama dimensión “pastoral” o “humana”. Me encuentro ante una generación de jóvenes marcados por una fragilidad emotiva y psicológica muy fuerte. Muchos de ellos sufren depresión a un nivel más o menos patológico. Casi todos tienen problemas de autoestima. Tienen que soportar la presión de los estándares sociales. Casi ninguno está en paz con su vida. Viven en un contexto muy favorable a la convivencia, donde se facilita la relación con nosotros, los profesores. Podrían vivir como una comunidad, pero normalmente viven como extraños. Hace tiempo, uno de estos alumnos tuvo una gran crisis. Apliqué los protocolos establecidos para estos casos (informar al médico competente, etcétera), pero durante dos meses no pude hacer frente al drama que estaba viviendo. No era capaz, tenía pesadillas por la noche. Al final me tocó comunicar a este alumno que en nuestra opinión lo mejor era que se fuera porque Oxford no le iba bien. Fue una conversación larga y dramática. Pero, en un momento dado, recordé unas palabras que había leído en la Escuela de comunidad: «Dios es todo en todo». A partir de ese momento la discusión cambió. Esa conciencia se transformó en oración y, por tanto, en la decisión de responder a una llamada para mirarlo y hablar con más verdad. Al cabo de una semana recibí un mensaje suyo donde me daba las gracias. Pero esta historia me hizo entender que, si bien es justo ser prudente para no dejarme arrastrar por la onda de dolor a la que estoy sometido –no soy psicólogo ni debo serlo–, por otro lado esa prudencia no puede justificar una falta de implicación con el drama humano de estos jóvenes. Pero para eso, hay que vivir este drama y no censurarlo en mí. De otro modo, nunca encontraré las palabras adecuadas ni un lenguaje nuevo para encontrarme con estos jóvenes, tan privilegiados como heridos.
El otro gran desafío con el que me topo es la cuestión del género. Tengo que decidir a qué colegio mando a mi hija mayor y el que tengo al lado de mi casa está muy influenciado por esta doctrina. Es algo que me preocupa. Pero antes que la ideología, todos los días me encuentro con personas que encarnan este drama. Algunos de ellos son estrechos colaboradores míos, sobre todo uno. Aunque quisiera, no podría quedarme al margen. Sin embargo, estos meses he descubierto que es un profesor estupendo. Atentísimo a sus alumnos, con gran sensibilidad, tal vez por la herida que lleva dentro. Me he dado cuenta de que en varias ocasiones su manera de ser me ha corregido. Se puede aprender de todos. Valorar la verdad que hay no solo te permite entrar en relación y caminar juntos, sino también expresar con la propia vida una forma nueva de concebir las relaciones, el trabajo y la cultura. Si no aceptáramos este desafío, sería imposible estar presentes en ciertos contextos de forma misionera.
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