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Huellas N.21, Diciembre 1990

PALABRA ENTRE NOSOTROS

Navidad. El misterio está presente

Luigi Giussani

La palabra Adviento indica algo que sucede, que adviene, un acontecimien­to. Se trata, pues, de un hecho que establece una referencia en el tiempo y en el espacio. Pero no de un suceso aislado, árido, sin fecundidad, sino de un aconteci­miento que prosigue en el tiempo y que engendra, en el tiempo, un espacio y un tiempo nuevos, que genera una historia. El Adviento revela una dimensión pedagógica de la vida cristiana cuando se convierte en memoria frecuente. Pues es en la memoria donde el hecho del Adviento adquiere esa dimensión pedagógica.
Para comprender bien esta palabra hay que tener presente un pasaje da la primera carta de San Pablo a los Corintios (2,6-9): «Hablamos, sí, entre los perfectos -entre aquellos que han recibido el don de comprender que es la fe- de sabiduría, pero de una sabiduría que no es de este mundo -no es la sabiduría que nace de la profundización en las cosas que trata de lograr el filósofo, el sociólogo, el politólogo o senci­llamente, el hombre sensato-, ni de los que dominan este mundo -no es la sabiduría que gobierna el mundo-, abocados a la destrucción -la historia demues­tra que no son nada-; hablamos de una sabiduría divina, misterio­sa, que ha permanecido oculta -permaneció oculta, antes por­que nadie podía alcanzarla, aunque al corazón del hombre y, sobre todo al de los hijos de Abrahán se le había hecho palpi­tar en deseos de conocerla; y ahora está oculta porque aunque está entre nosotros, su modo no es el modo de la sabiduría que nace de una consideración mun­dana-, predestinado por Dios antes de los siglos para nuestra gloria -la gloria es la victoria en la historia, en el tiempo y en el espacio. Dios ha trazado su plan sobre el mundo de tal manera que nosotros fuéramos los forjadores de la victoria en la historia: nosotros, que vehicula­mos el sentido de todo lo que hacen los hombres, de la histo­ria-. Ninguno de los que domi­nan este mundo ha podido cono­cerla; pues, si la hubieran conoci­do nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Ya que, según está escrito: "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni entró jamás en la mente, el corazón del hombre: esto es lo que Dios ha preparado para los que le aman" -la gran­deza reside en la gloria eterna, pero es bien grande vencer tam­bién en la historia; los mártires dejaban su vida con esta concien­cia de victoria en la historia-».
Jesús es la clave que corona el plan trazado por Dios, es la clave de la historia, el nombre con el que está marcado el desig­nio de la historia. La conversión (indicando con esta palabra todo el movimiento hacia su finalidad que la historia ha asumido como consecuencia del impulso de Quien la ha proyectado) es pasar de tener la vista puesta en uno mismo a tenerla puesta en Cristo.
Dice una oración de la liturgia ambrosiana del Adviento: «Tú lo envías al mundo con amor indeci­ble hecho uno de nosotros»: la conversión es poner la mirada ya no en nosotros mismos sino en «Uno entre nosotros», en Cristo que se ha hecho uno de nosotros, «Emmanuel».

Cristo, la piedra clave
Cristo es uno de nosotros, aunque esté todavía oculto y sea un misterio, es decir, aunque exceda a nuestras categorías y expectativas. Péguy dice: «la piedra que se levanta desde abajo progresa decidida, fiel y segura, con toda certeza y sin ninguna inquietud, porque al remontarse sabe muy bien que encontrará a la piedra clave en la coronación, en la justa intersección, en el cruce sagrado. Pues la clave de la bóveda es Jesús».
Todo el significado de la historia reside en este paso conti­nuo; si no tiende a la piedra clave la historia se derrumba sobre sí misma. Todo el significa­do de la historia radica en esta conversión: en mirar a Aquel que viene, que está ya manifestándo­se, en lugar de a nosotros mis­mos.
Toda la dinámica de la histo­ria que vivimos en compañía vocacional es conversión. La conversión no es una cantidad de coherencia; deja barrida toda concepción moralista y puesta al desnudo la raíz de la moralidad, que es estar vueltos abiertamente hacia Cristo, hacia Él que viene, y no mirarnos a nosotros mismos. Mirarse a uno mismo quiere decir afirmar el orgullo y la instintivi­dad, quiere decir ponerse en el centro, mientras que tú vales en cuanto miras a Aquel que viene.

Síntomas de conversión
Podemos indicar algunos sín­tomas por los que día tras día, momento a momento, resulta posible juzgar esa tensión, esa moralidad. El primero es la certeza. Uno que viva en tensión hacia Él que viene tiene certeza, pues su pre­sente ya está movido por Él que viene, por Aquel que ya ha co­menzado a venir. Su certeza se basa en algo que posee en el presente. Se espera con certeza a Aquel que viene si ya se le expe­rimenta en el presente. El que viene ya está presente en la resu­rrección y en la continuidad de ésta que es la presencia de la Iglesia, la unidad que Él crea en el mundo.
La certeza en Él que viene se llama esperanza. El segundo síntoma de la moralidad es la alegría. «Estad alegres, os lo repito, estad ale­gres. Que vuestra modestia sea conocida por todos los hombres» (Flp. 4,4-5). La modestia es el sentido de adhesión al desarrollo de las cosas de acuerdo con una medida que supera al hombre, que es la medida de Dios; la modestia, por tanto, es una medi­da que obedece al plan de Dios, sin pretensión, sin presunción y sin pretextos.
La modalidad primera y fun­damental en que se manifiesta el misterio es el instante, la circuns­tancia. A través de las circunstan­cias es como nos adherimos a nuestro Destino, como penetramos en el Misterio, como colaboramos a la acción del Padre en el mun­do. Y, dado que lo que caracteri­za a cada circunstancia y a cada instante es la necesidad, porque el hombre es criatura, cuando toma­mos en serio la necesidad de cada instante estamos colaborando con el plan de Dios.
«Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones -paz es otro modo discreto de indicar la leticia; alegría, leticia, paz: son tres sinónimos, pero también tres momentos-, pues a ella habéis sido llamados al vivir en un sólo cuerpo -la unidad entre los hombres y las cosas es fruto de la leticia, como la fecundidad es fruto sólo de la alegría-. Y estad llenos de gratitud -el florecimiento supremo de la ale­gría, de la leticia y de la paz es la gratitud-» (Col. 3,15). La certeza de la victoria está llena de modestia ante todos los hom­bres, porque sabe con qué cruz está unida; sin sacrificio, lo sabe­mos, no hay nada auténtico.
Muchos pasajes bíblicos ha­blan de esta alegría: Baruc 3,24-35; Baruc 5,1-9; Oseas 6,3-6.
La liturgia ambrosiana dice estas cosas en las oraciones y en los prefa­cios del Adviento: «Ver­daderamente es justo, saludable, es nuestro deber y nuestra salvación, darte gracias, Padre, siempre y especialmente en este tiempo en que celebramos con el corazón desbordante de alegría el misterio de la venida del Señor... así renace la esperanza de reinar con Él». «Dios infinitamente poderoso, Tú donas a la Iglesia de Cris­to el poder celebrar miste­rios inefables en los cuales nuestra exigüidad como criaturas mortales se sublima en una relación eterna y nues­tra existencia en el tiempo co­mienza a florecer en la vida sin fin. Y así, en común alegría, elevamos un himno de alabanza». «Nuestros corazones están llenos del deseo de resplandecer como luces de fiesta. Lleva contigo a la morada eterna, oh Padre, a esta familia tuya, que en el convite de la salvación goza ya de la alegría de tu presencia».
Para el hombre que rema en la barca en medio del mar tem­pestuoso, para el hombre que saca las redes sin peces y luego las saca con ellos, para el hombre que come y bebe, para el hombre que vela y que duerme, para el hombre que vive y que muere, Jesús no es un fantasma. Fantas­mal es lo que está fuera de la realidad y Jesús no lo está. La clave de la bóveda no está fuera de la piedra. Es la fuerza que mantiene alzada a la piedra. Jesús está dentro de la vida del hombre que vela y duerme, que come y bebe, que vive y muere; está dentro del hombre que existe. El hombre que existe -este protago­nista diminuto e insustituible de la historia- es una fuente inago­table de relaciones; porque el hombre no existe más que en relación. No existe un yo que, luego, actúa en la realidad; el yo, en todo momento, es relación con la realidad.
Este es el punto: que la rela­ción con el Infinito prevalezca y determine todas las relaciones con el tiempo y con el espacio, con las personas y con las cosas. Pero la relación con el Infinito es algo enigmático, oscuro, nebuloso, temible, mientras el Infinito no se convierte en uno de nosotros, Cristo. A partir de entonces el problema reside en que Él sea la clave de toda la arquitectura de relaciones en las que consiste mi existencia. De manera que hasta el comer y beber «se sublimen en una relación eterna», se convier­tan en expresión de la piedra clave de toda la vida, que es Cristo. Afirmo y amo a Cristo al comer y beber, al velar y al dormir, de modo que «nuestra existencia (en el tiempo) comien­za a florecer en la vida sin fin y, siguiendo Tu designio de amor, el hombre pasa de una condición de muerte a una salvación prodigiosa».
Todas las relaciones que establecemos basándonos sólo en nosotros mismos están destinadas a pudrir­se, a desaparecer; en cam­bio, todas las relaciones que se conciben y en­gendran con Cristo como clave de bóveda, constituyen una historia que crece para la eternidad y colaboran en afirmar el verdadero sentido del mundo.

Instrumentos para el camino
Hay tres instrumentos principales de los que se sirve el plan misterioso de Dios para realizarse en nosotros, mediante nuestra libertad.
El plan de Dios requiere que nosotros participemos, pobres como somos, en la muerte y resurrección de Cristo. La muerte y la resurrección de Cristo, al hacerse continuamente presentes, toman el nombre de Sacramento: «Haced esto en memoria mía».
El segundo instrumento del que se sirve el plan de Dios es la memoria. La memoria es lo con­trario del sueño, es tensión. No se puede tender hacia Cristo si no es diciendo «Ven». La síntesis de todos los deseos consiste en la expresión de un deseo humildísi­mo y sencillísimo: «Ven, Señor Jesús». Por él la memoria se convierte en petición.
«Jerusalén, mi alegría», Jeru­salén es la compañía vocacional, sin la cual no se puede vivir la Iglesia; compañía que está, por entero, en función de la edifica­ción del cuerpo de Cristo. No tiene otro objeto que la misión, la edificación de la Iglesia, la dilata­ción del Reino de Cristo. La compañía vocacional -que tiene ese objetivo sin fronteras, tan grande como el mundo entero- sólo subsiste a partir de la proxi­midad de aquellos con los que vivimos.
Pero esta compañía vocacio­nal, sin la cual el Sacramento no se viviría bien -sería un acto de pietismo-, la memoria sería devoción a un fantasma y el sueño nos amenazaría conti­nuamente ¿cómo se edifica a su vez? Lo que permite construir Jerusalén, edificar la compañía vocacional, es la fraternidad entre nosotros.
Pero la fraternidad no puede derivar de otra cosa que no sea la paternidad, del ser hijos, es decir, del reconocer que la vida consiste en seguir aquello de lo cual nace nuestra fraternidad.
La relación de paternidad es la afirmación de un destino pleno y feliz y, en consecuen­cia, el sacrificio de la propia vida para que ese destino aparezca en ella. No es una insistencia en los deseos que nos convienen sino una memoria que los atraviesa a todos, quizá transformándolos, y que afirma su fin: Cristo. La paternidad es la imitación del Padre, que ha establecido la feli­cidad para la vida de su criatura y se ha sacrificado a sí mismo hasta la muerte para que esto tenga lugar.

La paradoja de la Navidad
En Navidad la liturgia nos hace decir: «Hoy os ha nacido un Salvador». Si hace falta un salva­dor, es porque nosotros no esta­mos en regla, porque somos pecadores.
No podemos partir más que de la verdad. Y la verdad, que abre de par en par nuestra capaci­dad de comprender, acoger y seguir al Señor, es precisamente que somos pecadores, es decir, que estamos desproporcionados con nuestro destino, que no so­mos capaces de ser lo que debe­mos ser.
Todos los días traen consigo el dolor de esta humillación, aunque normalmente solemos encubrirla y apagarla con la ira sutil de una pretendida justicia nuestra: nos decimos que es justo haber obrado de tal o cual mane­ra. En lugar de ello ¡qué saluda­ble es partir de la conciencia de que somos pecadores! Sólo así nace el estupor, porque el Miste­rio, que hace todas las cosas y que es la perfección última de todo, nos ha perdonado.
Dios se nos revela como perdón. Nosotros jamás sentire­mos a Cristo familiar con noso­tros si no entramos en el recono­cimiento de que somos pecadores. Esta es la paradoja: que cuanto más clara es en nosotros la con­ciencia de ser pecadores más crece el asombro, el estupor por el perdón, que es la respuesta de Dios a nuestro pecado.
Para comprender el misterio de nuestra relación con Jesús debemos mirar a la figura de la Virgen María. Tendría que resul­tamos más claro que a Ella, porque nosotros erramos realmen­te mientras que María es inmacu­lada, pura y sencilla, pobre. Pero no nos resulta fácil porque noso­tros no somos tan humildes, sinceros y claros como ella.
María vivía la conciencia de nuestro ser pecadores como senti­do de la desproporción infinita entre el hombre y Dios. Esto es lo que expresó en su diálogo con el arcángel. «¿Cómo será eso posible?» quiere decir sobre todo «¿Quién soy yo para que el Señor venga a mí?».
El resultado que tiene tomar conciencia de que somos peca­dores, a lo que Dios responde con el perdón, es la destrucción por entero de nuestro concepto de la justicia. Es como si se rompiera toda nuestra organiza­ción mental. Cuando hacía falta, para nuestra mentalidad, una justicia que fulminara, aparece el perdón. La autenticidad, la posibilidad de la leticia, la alegría nacen de la sinceridad con que pensemos estas dos cosas.
La alegría de la Navidad es la alegría del niño; la alegría del niño grande, pues para compren­der que somos pecadores y que Dios es perdón hace falta ser grandes.
Por ello la Navidad nos invita a ser maduros. La consecuencia de esta madurez que permite la alegría es el querer a los demás. Se quiere a cualquiera, se quieren suplir las carencias de todos, se quieren socorrer las necesidades de todos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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