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Huellas N.21, Diciembre 1990

PALABRA ENTRE NOSOTROS

Cristo, la esperanza

Luigi Giussani

Apuntes tomados en la jornada de comienzo de curso de los adultos de la diócesis de Milán, el día 30 de Septiembre de 1990.

Esta invitación y el reto que dirigimos al mundo entero están contenidos en la canción que acabamos de cantar: «la salvación está aquí conmigo»; el Verbo se ha hecho carne.
Escribía san Antonio abad: «Se acerca un tiempo en que los hombres caerán en la locura, y cuando encuentren a uno que no está loco se dirigirán a él dicien­do 'tú estás loco', y esto porque no se parece a ellos». Invoque­mos al Espíritu Santo para que nos haga llegar hasta el fondo del camino en que nos ha metido.
Tenemos un motivo particular, además, para invocar al Espíritu: la marcha a Sudamérica en mi­sión de dos sacerdotes nuestros don Cario y don Marcello. Esta­mos agradecidos al Señor porque crea estos signos que nos reclaman a dedicar por entero nuestra vida a Dios, y a los obispos que han tenido la magnanimidad ecle­sial de privarse de su presencia y dejarles marchar.
Todas las veces que nos reu­nimos nos recordamos las mismas cosas; como cuando se llega a casa después del trabajo y se vuelven a ver los mismos rostros por los que uno se ha fatigado durante la jornada, y nos senti­mos contentos al encontrar reposo en la morada que nos acoge. Si no tuviéramos en común las cosas que nos vamos a decir de nuevo, ¿qué tendrías tú que ver conmi­go? Y, sin embargo, somos más que hermanos y hermanas. Lo que nos une es mucho más que consanguineidad. Aún en la expe­riencia tremenda de la impotencia para quitarnos de los hombros y del corazón el esfuerzo, el dolor y el peso del trabajo (impotencia que es lo más terrible cuando nos sentimos una sola cosa, como bien sabe quien es padre o ma­dre, o como sabemos todos, por­que cada cual es padre y madre del otro) no hay nada más con­cretamente admirable que este in­terés total, esta iden­tificación de mi interés último con tu destino. ¡Qué unidad se crea!
Quiero simplemen­te confiaros dos o tres cosas que me han sorprendido en estos últimos meses.
La primera la encontré leyendo el breviario: es una frase del libro de la Sabidu­ría. «Que no fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsis­tiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas vene­no de muerte, ni im­perio del Hades sobre la tierra, porque la justicia es inmortal» (Sb 1,13-15). Sentí de repente como una rebeldía profunda: me dije que estas palabras no eran ciertas. No es cierto que la justicia sea inmortal en un mundo en el que nuestros dos amigos Marco y Andrea, durante una excursión de montaña, podían caerse y morir.
Y, sin embargo, no se podría vivir sin apegarse de alguna ma­nera a esa frase. Para eso la ge­nte tiene dos alternativas. En un caso, un optimismo tan instintivo cuanto infundado. Es el optimis­mo que ha dominado en toda la cultura moderna: su forma la hemos heredado del mundo grie­go y romano, pero sus raíces están en todas las edades. Es un cierto optimismo al pensar en la vida sin el cual no se podría vivir. Pero es un optimismo su­perficial, engañoso: quien preten­da mantenerlo tiene que vivir profundamente distraído de lo que ocurre a su alrededor; por eso es un optimismo cínico.
La otra alternativa es reaccio­nar poniendo la esperanza en nuestra fuerza de voluntad, en nuestra propia capacidad de cons­truir. También esta es característi­ca de nuestro mundo. La solución de la vida se pone en utopías, en proyectos hechos por uno mismo, individualmente o junto con otros. Se identifica la salvación con diversas formas de utopía, con sueños, es decir, con esperanzas limitadas, basadas en algún aspec­to parcial. Cualquier forma de utopía (la mujer, el dinero, la política) que se tome como res­puesta a la sed de positividad que brota del corazón del hombre implica violencia.
Por consiguiente, la alternativa está entre el optimismo engañoso y la utopía violenta.
Pocos días después de haber leído esa frase del libro de la Sabiduría, escuché una canción de un amigo nuestro canadiense. Dice así: «En el misterio del día busco lo real; dime donde se escon­de. Cuanto más inten­samente trabajo, más olvido el porqué; dime: ¿puede bastar esto?». Y al leer en los periódicos las tristes noticias sobre el trágico final de varios jóvenes suicidas, me volvía continuamente a la cabeza esa canción. ¿Puede bastar esto? No, responden esas muertes trágicas. No, responde también el aburrimiento que nos invade en la vida en cuanto deja de distraemos algo que llama nuestra atención momentáneamente. Y esto vale para los jóvenes, pero no sólo para ellos. Una de nuestras primeras canciones decía: «Dios mío, me miro y descubro que no tengo rostro (no tengo significado), me miro al fondo y veo una oscuri­dad sin fin». Este sentido de inconsistencia último es lo que está debajo de todas las tragedias manifiestas u ocultas de la juven­tud actual.
«Aquí el tiempos siempre está ocupado; pero de la mañana a la noche, en el fondo, hay cada vez más espera», escribía Bonhoeffer desde la cárcel. No perdía un minuto, pero, en el fondo, crecía la espera. En pocas palabras, esta frase resume cuanto hemos dicho nosotros en El sentido religioso.
Estas son -y no las que dice el libro de la Sabiduría- las perspectivas que nos reserva la vida apenas nos paramos a pen­sar, en cuanto nos hacemos hom­bres.
A pesar de ello, don Carlo y don Mar­ceno dejan lo que tienen, para marcharse y afrontar una vida totalmente distinta, dedicándose totalmente al servicio a los de­más. ¿Sin razón algu­na? No. Van para dar testimonio de Cristo, para llevar a Cristo. Porque la única res­puesta posible al pasa­je del libro de la Sabiduría es que el Verbo se ha hecho carne.
Es cierto que Dios no ha creado la muer­te, es cierto que no goza de la ruina de los vivientes, es ver­dad que ha creado todo para que exista, que las criaturas del mundo son sanas, que en ellas no hay vene­no de muerte, que no reina el mal sobre ellas; es verdad que la justicia reina inmortal: porque Cristo se nos ha revelado. Nadie ha conocido el misterio de las cosas; es el Hijo Unigénito quien ha venido a comunicárnoslo (cfr. Jn 1,18).
El cardenal Martini dice en su reciente carta pastoral Effatà: «En la raíz de la comunicación está la gratuidad. El suceso comunicativo que rige toda la historia es un evento libre y gratuito: Dios decide comunicarse al hombre entrando en alianza con él. Dicha iniciativa libre y gratuita del Dios vivo pide una respuesta libre y agradecida: la respuesta de la fe» (n. 20).
«Vino a los suyos. Todo se hizo por medio de Él y sin Él nada se ha hecho. Y el Verbo, del que reciben su consistencia todas las cosas, está entre noso­tros» (cfr. Jn 1). Cristo es la verdadera respuesta a la invita­ción a la positividad de la exis­tencia, a la promesa llena de certidumbre, alegría y felicidad. Sin Cristo nos veríamos obligados a caer en un optimismo falso, presuntuoso y cínico, aún cuando esté construido por grandes filó­sofos, o en el utopismo, sea banal o grandioso, pero en todo caso lleno de violencia.
«Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo para que todo aquél que crea en Él ya no muera, sino que tenga la vida» (1 Jn 3,16): éste es todo el valor del mundo, ésta es la única positividad de la existencia, éste es el único significado bueno del tiempo. Todo el resto no sería más que una ilusión engañosa y provisional, destinada a hundirse en la nada. Nosotros estamos llamados a dar testi­monio, allá donde vivamos, de que el Señor está aquí con nosotros. Éste debe ser el contenido apasiona­do de nuestro corazón durante todo este año, suceda lo que suceda y de cualquier modo que transcurran las horas.
El Papa ha dicho a los obispos brasileños que «la respuesta cristiana es la única que puede satisfacer al corazón del hombre. No es un raciocinio, un conjunto de normas o una ideología política. Es el testimonio de la presencia de Cristo aquí y ahora, con la misma realidad y novedad de hace casi dos mil años». «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestra vida. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). El único objetivo de nuestra vida es dar testimonio de Cristo y, por consiguiente, atravesar, la expe­riencia descrita por El en este pasaje. Adriana Mascagni lo había expresado en la canción que recordábamos antes: «sólo cuando caigo en la cuenta de que estás, vuelvo a escuchar mi voz como si fuera un eco, y renazco, como el tiempo del recuerdo».
La respuesta cristiana es el testimonio ofrecido a Jesucristo aquí y ahora.
Lo ha intuido bien un gran filósofo agnóstico, Wittgenstein: «El cris­tianismo no es una doctrina, no es una teoría sobre lo que ha sido o será del alma humana, sino la des­cripción de un suceso real en la vida del hombre». Jesucristo, aquí y ahora.
Otra frase que me ha sorprendido en estos meses es de una que está entre voso­tros: «no basta decir que Cristo es un hecho real; tiene que conver­tirse en un hecho real para mí; de otro modo se queda en un hecho real de hace dos mil años. Tiene que con­vertirse en la razón de mi vida». Y otro de vosotros observaba:
«Sí el motivo de mí comportamiento es una imagen que me cons­truyo yo, entonces puedo cambiarla por otra imagen. En cam­bio, si el motivo es una razón, entonces las imágenes son como una oleada de tentacio­nes que, aunque sea inmensa, choca contra un escollo que no puede derribar». Todos nosotros tendemos a vivir de imágenes; nuestras moti­vaciones son imágenes que se suceden eliminando cada una a la anterior. Una razón es algo que toda la vida en su misma natura­leza, en su esencia, es decir, algo que toca la vida en su relación con el destino.
Cristo tiene que convertirse para mí en un suceso real, y entonces es cuando se convierte en razón de la vida. Sí esto me sucede de verdad, entonces cual­quier oleada de imágenes, de estados de ánimo o de sensaciones, podrá representar para mí un desbarajuste de tentaciones, pero no podrá quitarme ya la seguridad de que Cristo es la razón del vivir, la respuesta real a la frase del libro de la Sabiduría, el único fundamento de la positividad de la vida, lo que asegura una rela­ción entre cada instante efímero y el destino inevitable. Cuando la razón revela esta verdad suya, mueve el afecto e impulsa a actuar: que Cristo se convierta en un hechor real para mí, significa que me cambia la vida. El Señor está aquí conmigo; por eso cambia mi vida, y el tiempo va registran­do ese cambio y des­cribiendo la manera en que la vida camina hacia su destino. Con la experiencia que voy teniendo de Él, ese cambio de mi vida descubre cada vez con mayor seguridad, hu­milde pero inconteni­ble, la positividad de todo lo que sucede.
¿En qué debe consis­tir este cambio? Sí no queremos caer en la actitud moralista con que habitualmente nos sentimos tentados a responder a esta pre­gunta, estamos obliga­dos a volver al Evan­gelio: «Jesús llamó consigo a los Doce y les envió a anunciar el Reino de Dios y a curar a los enfermos» (Lc 9,1-2). La vida tiene objeto por esto: si anuncia el Reino de Dios y cura a los enfermos. Escribe también el cardenal Martini en su carta: «No hay nada que sane tanto el corazón como la contemplación de cómo se comunica lo divino en diversas formas» (n. 19).
Cristo envió a los discípulos a gritar por todas partes que hay un motivo para vivir, que hay una razón para sufrir, para trabajar, para gozar, para mirar hacía el futuro; que hay una razón por la que una madre es madre y un padre es padre; les envió a anun­ciar esta positividad por todo el mundo y a curar a los enfermos.
La frase subraya un nexo interesante: el que haya una razón para vivir está documentado por el hecho de que Cristo curaba a los enfermos; por esto se comprendía que tenía razón. Cristo se convierte en un hecho real para mí si se opera un cambio en mi vida; entonces ésta acepta como supremo objetivo suyo dar testi­monio de Él, es decir, hablar claro a todos los hombres de la positividad última de la vida y esto se muestra en que se cura el que está enfermo.
Una oración escrita por don Luigi Verzé expresa de manera admirable qué quiere decir el cambio que se indica en el «curar a los enfermos»: «Noso­tros te reconocemos, hombre-Dios, vivo y sufriente en todos los seres humanos que penan. Y nos asocia­mos al laborioso y transfigurador rescate, que tu inserción en nuestra carne va produciendo irresistiblemente, del pecado, de la ignorancia, de la enfermedad y la muerte». Pues es por el pecado por lo que se ha extendido la ignorancia, por lo que el hombre ha enfermado y ha venido la muerte. Nosotros nos identificamos con esta gratui­dad, Cristo, que has venido al mundo para comenzar a rescatar la pobreza de nuestra carne y de nuestra persona de la ignorancia, la enfermedad y la muerte.
El cambio al que estamos continuamente siendo reclamados es a participar en el rescate que Cristo, al hacerse hombre, ha comenzado a llevar a cabo. Res­cate que comienza por el pecado: el pecado es la humillación más aguda, el dolor más profundo; la ignorancia deriva de él y la en­fermedad y la muerte son sus consecuencias en la historia.
Este cambio, esta colabora­ción con Cristo encarnado, co­mienza por nosotros mismos. Nosotros somos los primeros enfermos de pecado, de ignoran­cia, de enfermedad, de terror a la muerte. En primer lugar debemos curarnos a nosotros mismos. El fundamento de este cambio en nosotros mismos es la renovación cotidiana de la memoria de Cristo.
Una chica me ha escri­to: «en estos años he pedido siempre muchas cosas, algunas incluso buenas, pero nunca he pedido lo que ya me había sucedido, es decir, que viviera en mi carne aquello a lo que Dios me ha llama­do». No hemos pedido nunca lo que ya nos ha sucedido; nos ha ocurrido que Dios se ha hecho partícipe de nuestra vida camal y nos ha llamado a vivir con Él y en Él todas las cosas, para que todo adquiriera más verdad al caminar, el mal no tuviera la última palabra y el pecado ya no nos
determinara en adelan­te. No hemos pedido nunca que Cristo retor­ne a nosotros, aquí y ahora.
El cambio, cuyo pri­mer objetivo somos nosotros mismos, se opera en la vida coti­diana; los días se nos dan para operar este cambio. ¡Qué valor tiene la mañana de cada día! El proyecto depende precisamente de la mañana: «El Señor -dice san Benito- espera de nosotros que res­pondamos día tras día con nues­tros actos a los santos consejos que él nos da, porque no deja que nos falten las inspiraciones». Efectivamente, cada uno de los días de esta vida es un don; Cristo no quiere que nos ahogue­mos en las tinieblas del mal y la ignorancia. Esto tiene un profun­do significado incluso físico: da a la vida un apoyo confortante y de alegría que, en caso contrario, no tendría; se lleva mejor el peso del vivir.
El cambio tiene, además de nosotros mismos, todo el inmenso horizonte de las necesidades ajenas, la ayuda que podemos prestar para afrontar las necesi­dades de los demás. Desde la colaboración en el trabajo, que es la primera forma de piedad inme­diata y cotidiana, al ejemplo grande y estupendo de la acogida. El cardenal Martini nos dijo, cuando hicimos en Enero pasado la reunión de las obras de caridad, que «este es un mar de caridad, pero este mar es como una gota dentro del océano de la necesidad del mundo».
Si este esfuerzo por ayudar a los demás no se apoya, escalón tras escalón, en todo lo que he­mos dicho anteriormente, se tam­balea, se rompe, se fragmenta, se hace equívoco, se parcializa y se estropea; adquiere una forma parcial y llena de pretensión de obtener reconocimiento. Para que nuestra ayuda a las necesidades de los demás sea justa, tiene que apoyarse en todo lo que hemos dicho, hasta en lo primero de todo, el pasaje del libro de la Sabiduría, que es la descripción de la aspiración que constituye el corazón del hombre, de esa espe­ra en la que hemos señalado que consiste la esencia del sentido religioso.
De otro modo se produce la incertidumbre: «Incluso la comu­nicación de la fe -prosigue en su carta el cardenal Martini- que es, en todo caso, una tarea pri­mordial de la comunidad cristia­na, parece a menudo titubeante e incierta. Y este es uno de los problemas más dramáticos de nuestra cultura occidental, que parece haber entrado en un «mutismo de fe» que raya en la pará­lisis» (n. 10).
Existe una gran ayuda para que el cambio siga toda esta dinámica descrita que el Señor apoya continuamente (pues sin Él no podríamos hacer nada): es la ayuda que nos presta la compañía guiada hacia el destino, según la definición que damos de nuestra amistad. Esta compañía apretada, que te mantiene en una confronta­ción constante, que te mantiene en la memoria, que no da tregua a la distracción que de otro modo buscarías continuamente, que no cede a tu superficialidad. Decía Juan de Fécamp en sus oraciones: «Beata plane charitas, quae unit disiuncta, absentia facit presen­tía»; «bienaventurada sea esta amistad que une lo que sería extraño y hace presente cosas y realidades que de otro modo estarían totalmente ausentes». El carácter precioso de nuestra com­pañía es ciertamente la cosa de la que más debemos responder al Señor.
La ayuda que se nos da, en su misteriosa totalidad, se llama Iglesia; pero ésta vive en el codo a codo que yo experimento en una compañía apretada y exigen­te. Como escribíamos precisamen­te en 1957, en el librito de GS (Juventud estudiantil) Apuntes de método cristiano: «La Iglesia no es ante todo una institución o una asociación: es sobre todo una vida, una vida nueva y sorpren­dente para el mundo ... El cristia­nismo es un modo nuevo de vivir este mundo. Es un tipo de vida nuevo: no representa ante todo algunas experiencias particulares, algunas formas, algunos gestos además de los habituales, algunas expresiones o palabras que añadir al vocabulario corriente. Igual que el encuentro, la propuesta cristia­na se identifica para nosotros, hoy, con el reclamo que nos llega de una realidad humana que nos rodea; y es magnífico que esta propuesta, única entre todas las demás, tenga un rostro tan con­creto, tan existencial: que sea una comunidad en el mundo, un mun­do dentro del mundo, una reali­dad distinta dentro de la realidad, y no distinta porque tenga intere­ses distintos, sino por la manera distinta de abordar los intereses comunes a todos».
Ayudémonos para que resulte verdadero hoy lo que hace treinta años escribíamos, lo que comen­zábamos a tratar de vivir. Ahora es más grande lo que hacéis, es verdaderamente un mar de bien. Pero no podemos pararnos ni un instante. Cada día debemos desear ese cambio mediante el cual se dilata en el mundo la esperanza. Porque los hombres, jóvenes o no, tienen necesidad en última instancia de una cosa: de la certi­dumbre del carácter positivo de su tiempo, de su vida, de la certeza de su destino. Que conozcan a través de nosotros el nom­bre y la presencia de este destino: el Señor está con nosotros, Cristo está con nosotros, Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
¡Qué grande es lo que esta­mos llamados a vivir y a realizar juntos (pues uno no puede apar­tarse de los demás)!
Pedir cada día las mismas cosas, pedirlas muchas veces al día, crea una mentalidad, crea una personalidad y nos prepara conti­nuamente, de manera que ya nada nos parece repentido o extraño, ni siquiera la muerte de alguno de entre nosotros. Dolor, pero miedo ya no. Ayudémonos, pues, a dilatar en el mundo esta esperan­za, que no puede borrar el dolor -el mismo Dios, al hacerse hijo de una mujer, lo vivió- pero que arranca, de raíz, cualquier clase de miedo.

Las ilustraciones están tomadas de los frescos del Masaccio, en la capilla Brancacci de Florencia.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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