Apuntes de la Asamblea Nacional de Responsables de Comunión y Liberación. Milán, 22 de abril de 1990.
Espero que no sea indecoroso, o casi blasfemo, aplicar analógicamente a nosotros aquello que Jesús dijo a los apóstoles: «Bienaventurados vosotros a quienes les ha sido dado a conocer los misterios del Reino de Dios. A los otros no les ha sido dado» (cfr. Mt 13,11); y «¡Cuánto han deseado los profetas y los padres ver lo que vosotros veis y oír lo que vosotros oís, y no les ha sido dado» (cfr. Le 10,23).
Nuestra responsabilidad es grandísima porque lo que nos ha sido dado es para que lo comuniquemos. Hemos sido hechos partícipes del Misterio de Cristo, es decir, de su misión. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único y verdadero Dios, y a Aquél que has enviado» (Jn 17,3).
Es impresionante, en la historia bíblica, el caso de Gedeón (cfr. Jc 7); a él, Dios, para asaltar la ciudad más fuerte de la región, le ordenó tomar el menor número posible de gente, un puñado de algunos centenares de hombres; así resultaría evidente -como diría san Pablo- que el poder es de Dios, no del hombre.
Es necesario sentirse parte de este pequeño grupo, sentirse elegidos así. Y es evidente que tal elección no ha tenido lugar porque nosotros seamos más capaces que los demás; lo dijo Dios al pueblo de Israel: «Te he elegido no porque seas una nación poderosa, sino porque te he amado» (cfr. Dt 7,7-8).
CONCIENCIA DE SER PECADORES
No podemos pensar en Cristo sino partiendo de la conciencia de ser pecadores.
Si uno no tiene conciencia de ser pecador, no es verdad que ruegue a Cristo, que piense en Cristo, que esté delante de Cristo; no cree verdaderamente.
Por algo la Iglesia, cuando se reúne para celebrar el gran gesto en el que la presencia de Cristo se renueva enteramente, nos hace partir precisamente de esta conciencia.
La samaritana sintió -sin pensarlo- la disparidad de su vida, de su persona, cuando fue golpeada por la presencia de Uno más grande.
La conciencia de ser pecadores, justamente porque brota en el encuentro con una humanidad más grande, es un dolor positivo, es la apertura a una certeza. Un reconocimiento simple de la propia incapacidad -o de la propia torpeza- que está invadido por una certeza que le da su forma, es decir, por la esperanza.
No existen, en efecto, más que dos actitudes de las cuales parta el hombre. O se parte de la conciencia de ser pecadores, suscitada por una presencia más grande (y entonces esta presencia más grande me da esperanza: yo soy así, pero Tú eres grande, y por eso soy como un niño que tiene vergüenza, miedo o remordimiento por haber roto algo, pero está determinado por la presencia del padre y de la madre que le dan ánimo, positividad). O bien, la conciencia de ser pecadores está obstruida por la presunción (ésta es la actitud normal que tenemos al actuar: superficialidad suprema, olvido de lo que somos; y, por eso, presunción pura. Una superficialidad presuntuosa; pero cuando desde la superficie se entra un milímetro dentro de la propia carne, la conciencia de ser pecadores coincide con los psicologismos más tétricos y negros: asco de sí, vergüenza de uno mismo, desesperación «yo no soy capaz de hacer nada»; una posición debilitante).
La conciencia de ser pecadores se genera siempre como petición, petición de ser, petición de ser como Él, de ser «perfectos como es perfecto el Padre que está en los cielos» (Mt 5,48).
Es cierto: se necesita tiempo.
El tiempo es instrumento de Dios, exactamente igual que el primer golpe de la Gracia. El primer encuentro es gracia de Dios y requiere un desarrollo en el tiempo, una historia. El que es fiel a este primer impacto, es decir, a su memoria, crece. El movimiento es el sostén de esta memoria, es el lugar de la memoria y del primer encuentro y, por lo tanto, es el lugar donde se valora el tiempo, donde el tiempo se traduce en madurez, donde el tiempo se traduce en «ser» cada vez más donde el tiempo se convierte en una «humanidad» cada vez mayor, en la amistad con la que Cristo ha unido nuestras vidas.
Este es otro dato importante: la vocación y la modalidad última con la que nuestra vida es llamada no la decidimos nosotros, la decide Dios. Y la decide a través de los hechos y las circunstancias. Un hecho es que ha querido que nos encontráramos en este camino. No hay posibilidad de adherirse al requerimiento de Cristo, «sed perfectos como vuestro Padre que está en los ciclos», si no es atravesando la condición en la cual se nos ha puesto.
Los contenidos de la fe pueden vivirse siguiendo encuentros y caminos muy diversos; pero, si hemos sido llevados a un camino determinado, el método para vivir los contenidos de la fe es seguir ese camino.
«En la amistad con la que Cristo ha unido nuestras vidas -escribía en la reciente carta a la Fraternidad- ¿qué otra cosa deseamos, qué otra cosa buscamos, sino estas cosas y sostenernos mutuamente en ellas?» «Estas cosas» se resumen en una frase: «todo es Gracia».
Nosotros somos pecadores, somos incapaces en última instancia de entender y de hacer sin la Gracia; la coherencia de la conciencia que reconoce y la coherencia de la energía afectiva y volitiva que actúa, son un milagro, son una Gracia de Dios.
Y por esto la expresión totalizadora de nuestra persona, la expresión más verdadera de nuestra persona es la petición de Cristo, la petición de que venga, porque «yo no soy» si Él no viene.
«¿Qué otra cosa buscamos -es la definición del movimiento como amistad- sino recordamos estas cosas y sostenemos mutuamente en ellas, a través del cansancio y las desilusiones (cansancio de las circunstancias y desilusiones que vienen de uno mismo o de los demás), a través de todas las extrañezas (el modo desafecto y superficial en el que otros pueden vivir), a través de las duras antipatías que experimentamos (quien no es consciente de esto se miente a sí mismo) o las simpatías áridas de verdadero bien (áridas en el deseo del bien del otro y, por lo tanto, mentirosas)?»
Esta tarea de nuestra amistad tiene como dos coordenadas que definen su carisma y aseguran su autenticidad histórica. Ya que son dos coordenadas determinantes de nuestra experiencia, debe ser cotidiano el recordarlas y el reclamárnoslas.
LIBERTAD
La primera coordenada del tejido de nuestro carisma es una «inmensa estima» de nuestra libertad.
Nacimos como libertad: libertad frente al consenso de los profesores del colegio, libertad frente a lo instituido, libertad frente a la mentalidad común, libertad frente a lo que dicen los diarios. Hemos nacido como libertad. Decir en clase que Jesucristo es el centro de la cultura y de la historia, era libertad.
Hemos nacido como libertad y debemos ayudarnos a no permitir que tratemos lo que debe ser colaboración amistosa para recordar la presencia, sin libertad.
Debemos ayudarnos a no convertir nuestra amistad en atentado a la libertad del otro. La libertad es esa relación con el Ideal que constituye a nuestra persona.
El movimiento no puede realizarse más que como ayuda para la libertad, y la libertad es la relación directa entre tu miseria, tu pobreza como criatura y Dios; es capacidad del fin, capacidad de Dios.
Pero, si la libertad es esta relación directa que tú tienes con Dios, con el Misterio que te hace, con el Padre que te engendra en todo instante, con el Destino al que debes ser funcional en todo momento, entonces la modalidad con la que tú estás llamado a vivir esa relación no puede ser imaginada o decidida por otros.
Puesto que el movimiento es apoyo para la libertad, la cuestión principal es que el movimiento ayude continuamente a establecer el nexo con el origen, con el hecho originario del carisma que te ha movido o conmovido. Es decir, que ayude a la autenticidad de la experiencia.
Por eso es necesario que nos ayudemos a salvaguardar la libertad de la vida que nace; y la vida que nace con independencia de todo cálculo, independientemente de mí.
No se puede obstaculizar una vida que se enciende y que crece en determinado lugar.
Igual que no establezco yo la Gracia que te alcanza, tampoco establezco yo la modalidad con la que la gracia te conduce.
No hay que sentir la vida que crece como una acusación a uno mismo. Por el contrario, ¡es un reclamo! Si alguien encuentra en otra parte un acento que no encontraba antes conmigo, este hecho me compele a mí.
La actitud contraria al uso del movimiento como ayuda para la libertad es el uso del movimiento como personalismo: el nexo con el origen debe pasar por mí o coincide conmigo, soy yo.
De ese modo, la vida del movimiento, en lugar de un seguir (estar dentro de un cauce en el que la desembocadura última, el último destino, el ideal último, actúa como un músculo que te conduce, que no te deja estancarte, de muy diversos modos), se convierte en un ejecutar.
La libertad se salva sólo en la obediencia, que es la virtud del seguir, la virtud filial de la prole; mientras que la ejecución, como la repetición o la aplicación, puede consistir sólo en la habilidad o la astucia de un árido discipulado (una actitud discipular, si no es árida, se vuelve filial, llega a convertirse en afecto, afecto al origen y al destino, al contenido y al corazón de la experiencia).
Mientras que el personalismo nos cierra, el amor a la libertad abre de par en par. Y el objeto de la pasión histórica es entonces la totalidad del movimiento, haga uno lo que haga y no lo que lleve entre manos. En una relación personalista lo que importa es lo que cada uno está haciendo, y hasta la vida del movimiento se traduce en función de lo que uno está haciendo.
La obediencia, en cambio, es, en definitiva, obediencia a Otro, del cual nos reconocemos hijos, estableciendo una relación que -más allá de las incomprensiones, reticencias y reservas- uno reconoce pedagógica para sí, porque le hace ser más uno mismo.
El contenido de la fe puede vivirse de muchos modos; el que Dios nos haya puesto en el cauce de esta compañía no es porque tal cauce sea más verdadero que otros; es la pedagogía, el instrumento pedagógico que el Señor ha elegido para nosotros, para que vivamos más intensamente y más completamente el contenido de la fe.
El valor de nuestra compañía es totalmente provisional, provisional en el sentido de que no es metafísico, no pertenece al contenido de la fe católica; pero pertenece al contenido de la historia a la que Dios me llama. Y yo no puedo eximirme de eso.
En esta compañía la cuestión principal es el respeto activo de la libertad.
¡Cuántas implicaciones! No una posesión personalista sino propuesta fraterna, amistoso ofrecimiento de ayuda, reclamo un poco tímido aunque también enérgico, sacrificio de la corrección sin la pretensión de tener respuestas.
Igual que el hijo vive la naturaleza de sus padres también, en la obediencia, queda determinada la génesis del pensamiento y de la acción, el enfoque y las respuestas que hay que dar a las propias necesidades.
Cuando la libertad es respetada, sentimos que se dilata en nosotros el aliento, con dolor y alegría según que Dios nos conceda la Gracia de un resultado o la crucifixión de una espera y una petición paciente.
Por el contrario, cuando la libertad no es respetada y, por lo tanto, hay posesión o método personalista, triunfa la opinión y se ve favorecida la huida de las responsabilidades; se defiende encarnizadamente lo propio y se es irresponsable frente a la totalidad del movimiento; no se siente lo propio en función del movimiento.
UNIDAD
La segunda coordenada que caracteriza a la experiencia del movimiento es la unidad, el ideal de la comunionalidad.
En todas las ocasiones, si se ama la unidad, se adopta una actitud positiva.
Supongamos que en una hoja hay escritas diez cosas bellas y una equivocada, y uno dice: «En esta hoja hay una cosa equivocada». Es alguien que no ama la unidad. En cambio, si entre once frases hay una frase justa, y uno dice «¡Qué bella es esta frase!», es algo positivo, su observación es orgánica a la totalidad. Decir «Esto es justo», aun cuando todo el resto esté equivocado, traza una senda, marca un camino.
El amor a la unidad es lo que más sirve para barrer todos los personalismos. La unidad es sólo resultado del milagro del valor, de Su presencia.
El síntoma del amor a la unidad en la libertad es la exigencia de confrontación y la exigencia de confluencia entre los varios instrumentos del movimiento. La pasión por la unidad, el amor a la unidad, hace resonar en cualquier cosa que hagamos, aun en el secar los platos, el testimonio total del movimiento. En efecto, uno seca los platos por el mismo amor por el que el movimiento existe y camina, por el contenido grande de la Presencia por la que el movimiento existe y camina.
La ayuda de la corrección recíproca es una parte de la historia que vivimos, es parte viviente de una vida consciente y responsable.
El amor a la unidad de nuestra experiencia es totalizante, subraya la exigencia y la inevitabilidad de que nuestra experiencia sea totalizante. Totalizante significa que determina la génesis del modo de pensar, del modo de juzgar, del modo de decidir y de obrar en todos los ámbitos.
Del mismo modo que nuestra experiencia no es necesaria sino para aquél a quien Dios llama en ella como pedagogía, igualmente, en su función pedagógica, es totalizante: desde la manera en que se mira a la mujer y al marido, pasando por el modo en que hacemos nuestra tarea, hasta la vida política.
Puesto que el respeto y el amor a la libertad pueden implicar muchísimas cosas, hay una sola forma de actuar excepcionalmente ante una orientación concreta que el movimiento indique: que la otra razón, el otro modo de comportamiento sea evaluado a conciencia, extremadamente confrontado y dolorosamente asumido en cuanto dictado precisamente como lo mejor para el movimiento.
El valor de la libertad está en función de la unidad. Si Dios te ha llamado por este camino, ha llamado a tu libertad para que se ponga al servicio de una construcción cuya forma es sugerida por las circunstancias concretas por las que Dios te ha hecho pasar, es decir, que es formulada y creada por la compañía y por la amistad en la que Dios te ha concedido benévolamente poder vivir.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón