Giorgio Vittadini es el presidente de la Compagnia delle Opere. Este es su testimonio, ofrecido en el Congreso de todas las obras de la caridad nacidas de la experiencia del movimiento, que tuvo lugar en Milán a finales de Enero de este año.
Hace algunos años, en la revista Epoca (semanario laicista italiano de amplia difusión, n.d.t.), el periodista Ricciardetto, al contar un encuentro que había tenido con Madre Teresa de Calcuta, escribía textualmente: «He encontrado a una santa, pero yo tengo que ocuparme de política. Por tanto, ¿qué me importa?».
Este es precisamente el modo con que normalmente se afronta el tema de la caridad; ésos son santos -decimos- pero luego en la vida pasamos, porque tenemos que vivir, tenemos que ir tirando. Y esta mentalidad es tan fuerte que va convirtiendo la caridad en una estructura social; la caridad llega a ser un sector del que se ocupan algunos, hasta el punto de que se está pensando en una especie de censo de voluntariado; así, para poder asistir a la abuela enferma, tendremos que preguntarnos si estamos inscritos en este censo, si no tendremos que renunciar. Hace falta afirmar, en cambio, que la caridad afecta a la vida cotidiana.
Para vivir un gesto de caridad con una razón adecuada, hace falta que ese gesto «valga la pena», es decir, que responda a la pregunta que más veces plantea el Evangelio: «¿De qué te sirve?» Don Giussani escribía hace treinta años, en El sentido de la caritativa, el panfleto que ha formado a todo el movimiento en la dimensión de la caridad: «Cuando sucede algo grande en nosotros, nos sentimos empujados a comunicarlo a los demás. Cuando vemos a otros que está peor que nosotros nos sentimos impulsados a ayudarles con algo nuestro. Esta experiencia es tan original, tan natural, que está en nosotros antes incluso de que seamos conscientes de ella y que nosotros la llamamos, justamente, ley de la existencia».
Algo grande
Quiero contar cómo «algo grande» se ha revelado en mi vida y en la de muchos amigos míos. Hace quince años, en la Universidad, hasta nosotros, que participábamos en la experiencia del movimiento, hacíamos discursos sobre un proyecto de Universidad: la medicina nueva, la filosofía nueva, la caridad nueva..., libros, volúmenes, enciclopedias. Hablábamos y estábamos tan comprometidos que ni siquiera teníamos tiempo para seguir los cursos de Don Giussani. Nosotros ya conocíamos la fe y aquellos cursos eran un poco como la clase de religión que, como sucede siempre, todos dicen que es útil pero luego nadie va. Hasta que sucedió, en nuestra comunidad, que alguien quedó literalmente fascinado por el modo que se hablaba de Cristo en aquellos cursos: así nació un grupito de personas que miraban y aprendían de aquella relación.
Parecía algo insignificante y sin embargo, aquellas personas empezaron a descubrir «algo grande», volvieron a descubrir algo que nosotros ya no veíamos: nuestras necesidades. La necesidad de quien no tenía piso, de quien no tenía dinero para comprar los libros, de quien no entendía las clases. Empezamos a responder naturalmente a nuestras necesidades y a vivir la caridad entre nosotros: recogíamos los apuntes, vendíamos los libros a mitad de precio, íbamos a buscar los pisos para los que venían de fuera. Empezó una caridad cotidiana y normal, que paulatinamente se amplió, porque no éramos sólo nosotros los que necesitábamos de los apuntes. Sin así quererlo nació una cooperativa universitaria, la CUSL (Cooperativa Universitaria Studio e Lavoro), que trabajaba no porque se hubiera planteado el tema de la caridad, sino sencillamente porque tenía algo que comunicar: el encuentro hecho y la vida que había engendrado. Hoy esta cooperativa tiene 120 mil socios en toda Italia y cada día, sólo en Milán, hay 800 universitarios que gratuitamente dan horas de su tiempo para ayudar a los demás.
El punto de partida ha sido aquello que cada uno había recibido. Y aquello que cada uno ha recibido «vale la pena» darlo a los otros.
El sujeto
Todo esto uno lo descubre haciendo; se descubre que el sujeto que actúa va creciendo y llega a ser más el mismo. Una persona que ha aprendido este modo de actuar, no necesariamente hace cosas distintas de las que hacen los demás, sino que es distinta en todo lo que hace. Un ejemplo para entender: un obrero amigo nuestro se encontró sin trabajo; normalmente, cuando uno está sin trabajo, se queja o está enfadado. Este amigo comprendió, por el contrario, que lo más importante que tenía era el encuentro que había hecho y que, a la hora de afrontar su necesidad, no podía hacerlo sin dar testimonio de aquél encuentro. Fue así como nacieron los Centros de solidaridad, un modo de afrontar juntos la demanda y la oferta de trabajo. Quien tenía posibilidades de trabajo las ofrecía a otros. Hoy estos Centros son 120; se han convertido en estructuras que trabajan también con asociaciones, empresariales. Pero el origen fue éste: cuando un hombre descubre su necesidad, en lugar de quejarse o desesperarse, pone en juego el encuentro que ha hecho y, esto produce una inteligencia capaz de crear estructuras.
Hoy se acostumbra a decir que hay trabajo para todos. No es verdad. Porque si uno es minusválido nadie le da trabajo. Y hay muchísimas personas así: las hay que tienen problemas mentales, pero no tan graves como para tener que ser asistidas; las hay que acaban de salir de la cárcel o que han salido del túnel de la droga. Estas personas o encuentran un puesto de trabajo donde se las acoja y donde haya alguien dispuesto a perder el tiempo con ellas, o se convertirán en marginados.
La estructura fundamental de la vida es el trabajo y si uno no trabaja por más que se le asista seguirá siendo un pobre hombre. Y la respuesta no es la asunción obligatoria: a menudo esto significa asumir a unas personas y luego dejarlas en un rincón, delante de una pared, hasta que se le dice: «quédate en casa, pues el dinero te lo vamos a seguir dando». Al contrario, hace falta que alguien, mientras lleva a cabo una empresa, tenga el coraje de asumir personas y de enseñarles un oficio y que pierda tiempo y dinero para esto. Quien ha estado en la cárcel diez años ya no sabe trabajar. Lo mismo quien tiene un problema mental. Estas personas deben tener la posibilidad de trabajar en un lugar donde haya gente que acepte perder tiempo con ellas. De otro modo, la marginación llegará a ser total y continua. He aquí lo que se necesita: empresarios que acojan al «último» deseando que se convierta en «penúltimo», que estén a su lado. Es un problema de conversión: que uno que haya empezado una empresa para ganar dinero llegue a descubrir que la caridad es la verdadera dimensión por la que merece la pena llevar a cabo una empresa. No se puede separar la caridad del trabajo y de la empresa.
Los negocios.
Otro ejemplo significativo. Durante muchos meses hemos asistido a los violentos ataques en contra de obras ligadas al Movimento Popolare. Un caso emblemático ha sido el de La Cascina de Roma (una empresa de restauración que sirve muchos comedores universitarios y escolares de la ciudad de Roma, n.d.t.). Han acusado a esta empresa de hacer negocios. Pero vamos a dejar las cosas claras. La Cascina ha dado trabajo a quinientos jóvenes que eran todos marginados potenciales. ¿Es esto un negocio o una obra de caridad? ¿Es un negocio -como han hecho algunos empresarios del Norte de Italia- invertir dinero en el Sur (notoriamente subdesarrollado, n.d.t.) construyendo empresas y consiguiendo que muchos jóvenes no tengan que emigrar y puedan aprender un trabajo, cuando habrían podido llevar tranquilamente su dinero a los bancos suizos?
Sólo una cultura maniquea puede confundir obras de caridad y negocios. El problema es el encuentro que se hace y cómo este encuentro se vive en lo cotidiano, construyendo obras de caridad.
Por descontado, ninguno de nosotros carece de pecado original ni está exento del peligro de transformar una obra, incluso la que ha nacido de la caridad, en un negocio para el provecho propio. Por eso hace falta tener una compañía que pueda contestarnos, recordarnos el sentido de una obra empezada. La Compañía de las obras ha nacido para esto: para que sea posible construir una compañía en la construcción de una obra.
El Estado debe...
¿Qué es lo que quisiéramos del Estado? Uno, si está convencido, hace las obras sea como sea, aun sin tener un duro. Es tradición del mundo católico construir obras sin las subvenciones estatales ni cargos al presupuesto general, sino independiente y libremente. Pero hay un principío que debe respetarse: si yo llevo a cabo un servicio que libera al Estado de construir una estructura costosa e ineficiente, no pido al Estado que me dé dinero, pero por lo menos pretendo no tener que pagar dos veces los impuestos.
He leído la vida de San Vicente de Paúl. Su historia es parecida a la nuestra: al principio, era un sacerdote al que le gustaba la carrera, estaba junto a los nobles de entonces. Hasta que, al visitar las posesiones de la gran dama a la que asistía, se topó con la necesidad, con la pobreza absoluta. Y entendió que su experiencia cristiana tenía que pasar a través de aquella necesidad. Así empezó su obra. En la Guerra de los Cien Años, el Cardenal Richelieu -esto es, el poder de entonces- le confió a él toda la gestión de la asistencia a los pobres. El modo mejor para solucionar el problema era -y es hoy- confiarlo a las manos de quien es capaz de hacerlo. Que el Estado reconozca a quien es capaz. Es inútil inventar cosas cuando ya hay alguien que las está haciendo. Es una aplicación inmediata del principio de subsidiaridad, fundamento de la doctrina social de la Iglesia.
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