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Huellas N.19, Abril 1990

PALABRA ENTRE NOSOTROS

El secreto de la oración cristiana

Luigi Giussani

La Congregación para la Doctrina de la Fe envió, el pasado 14 de Diciembre, una carta a todos los obispos y dirigida en particular a asociaciones y movimientos, sobre «algunos aspectos de la medita­ción cristiana». «La oración -explicó el cardenal Ratzinger al presentar la carta- ha adquirido de repente un notable interés para la existencia moderna, incluso más allá del ámbito de los creyentes». Sin embargo, no hay que olvidar que «la meditación cristiana no es la sumersión en una impersonal atmósfera de lo divino. Ella es, por su naturaleza, un encuentro entre dos libertades: la libertad de Dios que se encuentra con mi libertad, por Él creada e interpelada».
La carta de la Congregación está editada en la colección
Materiales de Comunión y Liberación y se puede pedir directamente a la Secretaría del movimiento.
Desde esta revista nosotros queremos contribuir al tema, proponiendo una meditación de Don Luígi Giussani sobre la oración, titulada
El abandono y lo cotidiano.

El abandono y lo cotidiano
Leemos en el Génesis: «No temas, Abraham. Yo soy tu escudo; tu recompensa será muy grande» (Gén 15,1). «No temas»: desde el primer momento en que la Divinidad dirigió su palabra al hombre tras el pecado original, lo hizo para confortarle. Pues el sentimiento más enraizado en el ánimo humano, el más connatural, es el temor, la aprensión, el mie­do, la incertidumbre.
La vida del hombre es un gran interrogante.
Nosotros, por nosotros mis­mos, no tenemos nada, no pode­mos nada, no tenemos certeza ni seguridad sobre cosa alguna: ni siquiera el próximo momento nos pertenece. Incluso en el orden simplemente natural, nuestro porvenir es un gran interrogante, aun el porvenir inmediato: el mismo techo que ahora nos cubre y nos cobija puede transformarse dentro de nada en nuestra tumba; la misma tierra que nos sostiene puede convertirse en un instante en el abismo que nos traga. «Así, el que cree estar en pie, mire no caiga» (1 Cor 10, 12).
Todo hombre, también un no cristiano o que viva la religión y la fe que sea, si es un hombre que piensa, comprende esta reali­dad tremenda y simple; sobre todo, la siente sin demasiados esfuerzos ni razonamientos.
«Yo soy tu escudo». Cuando decimos que Dios es nuestro Padre, muchos entienden esta verdad de un modo muy limitado, referido a un momento cronológi­co del pasado, al momento en el cual hemos sido hechos. Pocos son los que comprenden toda la realidad de esta verdad, esto es, que Dios es nuestro Padre porque nos crea continuamente Dios no «nos ha hecho», nos hace. Él no sólo está en el origen de nuestra vida, sino que es el Principio de nuestro mismo ser actual, de cada acción nuestra, aun la simplemen­te humana; sin Él no podríamos subsistir. Él nos crea y nos vuel­ve a crear continuamente, nos da la vida a cada instante; tan cierto es que, si por un instante dejase de comunicarnos el ser, nosotros volveríamos a caer en la nada, porque sólo en Él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28).
De esta verdad humana surge lógicamente la conciencia de nuestra dependencia del Ser su­premo, del misterio original.
No nos hemos hecho a noso­tros mismos -verdad evidente y sencilla-, pero tampoco nos vamos haciendo a nosotros mis­mos únicamente con nuestros esfuerzos, por heroicos que sean. Nosotros, pues, no tenemos nada: nos hallamos frente al Ser absolu­to del que dependemos totalmente en esta pobreza interior, continua e incesante.
Los maestros de ascesis la llaman humildad. Pero hay que dec.ir que la humildad es la ver­dad.
En esta pobreza y dependencia total, en esta incertidumbre del porvenir, ¿qué hacer? La apren­sión, el sentido de profundo des­concierto en que el alma se en­cuentra hasta que se encierra en sí misma o intenta apoyarse en las criaturas, desemboca, debe desembocar de modo natural en el abandono. El «depender de» exige un «encomendarse a». Es el abandono: encomendarse a Aquél del cual se depende.

«No temas». Siempre es la misma palabra de Dios a la hu­manidad. A Zacarías, a la Virgen, a san José, a las mujeres que habían ido al sepulcro de Jesús, a los Apóstoles después de la Resu­rrección. El Señor sabe cuánta necesidad tiene el hombre de ser confortado. Sí, porque este aban­dono en Dios, incluso cuando al hombre recto le parece algo justo y razonable, requiere no obstante un coraje renovado continuamente. Es como un salto en el vacío, pues decimos -y es verdad­- que nos entregamos en los brazos de Dios, pero estos brazos, huma­namente hablando, no se ven.
Ésta es la verdadera prueba para el hombre en la tierra, por la cual «tu recompensa será muy grande» (Gén 15,1).

¿Recompensa? ¿ Y por qué? Por este acto de fe, por este abandono: «Creyó Abraham a Yavé y le fue reputado por justi­cia» (Gén 15,6).
He aquí el secreto de toda vida cristiana y de toda santidad. Cualquier otro sistema que no busque esto es mentira o es una inútil complicación que aleja de la sencillez evangélica.
Sentido profundo, conciencia plena del propio no ser nada, de la propia dependencia absoluta de Aquél que -sólo Él- es el Ser, incertidumbre continua de la propia vida y del propio porvenir, que desemboca en ese acto supre­mo de abandono filial: de aquí brota para el alma la paz plena e inmutable. ¿No es ella la tranqui­lidad en el orden? ¿No es ella la serena certeza que brota espontá­nea, que vive en la auténtica posición que le corresponde frente a sí misma y frente a Dios?
Paz también en la lucha: lucha en contra de todo aquello que podría hacerla desviarse de esa posición de verdad, de pobreza, de limpieza interior, en contra de las pasiones y de las tendencias menos buenas.
Porque «paz» no es exacta­mente lo contrario de «guerra». Paz es lo contrario de temor, de miedo. En efecto, si uno, al irse a la guerra supiera con certeza total -por absurdo que parezca- ­que volvería sano y salvo, iría feliz y tranquilo. Lo contrario de la paz, pues, es el temor, la in­certidumbre y el miedo.
Y, en nosotros, todo esto es vencido por el acto de abandono cada vez más consciente y pleno. «Sé de quién me he fiado» (2 Tim 1,12).
Sin embargo, no hay que creer que ese abandono coincide con una actitud pasiva del alma: re­quiere toda su energía interior y, a menudo, también exterior; por tanto, es fruto de la auténtica y completa libertad.
Abandonarse significa darse. No es un acto de egoísmo: al contrario, es suma generosidad; es -esencialmente- un acto de amor. Amar, encomendarse, es darse; sin embargo, nosotros no conseguiremos nunca amar per­fectamente y, por tanto, darnos totalmente hasta que no nos po­seamos por completo. Sólo quien se posee por completo puede darse por completo. Y quien no se posea a sí mismo por entero no es libre, o al menos no del todo.
Abandono -paz- libertad brotan como frutos vivos de aquella actitud inicial del alma en la verdad. En su luz, los momen­tos de nuestra jornada se mani­fiestan como pruebas sucesivas y renovadas de nuestra fe en Aquél que nos ha llamado y de cuyas manos dependemos totalmente.
Abandonarse a Dios, a este poder que nos hace. Pero, ¿cómo? «No temas, Abraham». La vida es buena. Toda criatura es buena. Abandónate sin límites. «Señor, Yavé, ¿qué vas a darme? No me has dado descendencia y será mi criado quien me herede» (Gén 15,3).
El deseo de Abraham es una síntesis de todo aquello que un hombre puede desear desde el punto de vista humano.
Él habla en términos humanos y Dios le responde en esos mis­mos términos.
Abraham pide algo muy hu­mano y Dios responde con una promesa a ese deseo tan humano. «Mira al cielo y cuenta, si pue­des, las estrellas; así de numerosa será tu descendencia» (Gén 15,5). Abraham se fio de Dios.
El abandono se inserta en lo «ordinario». La palabra «ordina­rio», en el sentido de cotidiano es, bajo un cierto aspecto, la palabra más divina que existe.
A menudo, cuando buscamos lo extraordinario, lo inusual, no buscamos al Ser, sino algo que es ambiguo: en esa búsqueda de algo que está más allá de lo «ordinario» es muy fácil que se insinúe la búsqueda de nosotros mismos, el intento de imponer a Dios nuestro criterio y nuestro propio querer; y esto ya no es abandono. «Muéstranos una señal del cielo» (Mt 12,38). «Baja ahora de la cruz... » (Mt 27,42).
Cuando esperamos lo extraor­dinario es muy fácil que estemos introduciendo una resistencia, una reserva, un límite en el abandono, mientras que lo cotidiano, lo ordinario, evidentemente viene ofrecido por completo por Otro, viene impuesto por Otro. Rara­mente hallamos satisfacción a nuestros criterios personales en eso que es cotidiano y usual. El auténtico abandono, por tanto, el abandono en este Misterio que nos hace a cada instante, se rea­liza allí.
El vértigo, el riesgo que hay que superar está precisamente en lo ordinario, en lo cotidiano: que este momento «ordinario», que pasa, tenga un sentido eterno.
«Y creyó Abraham a Yavé...» El abandono de Abraham está justamente en lo cotidiano. La fe empieza, crece, vive y se afirma en los días «ordinarios»; no es un acto extraordinario, sino el entramado de nuestras acciones ordina­rias.
Lo extraordinario está en los dos términos: Dios - Abraham.
¿Podía Abraham, al salir de Ur de los Caldeos, imaginar que su cambio de residencia -algo habitual para un nómada- estu­viera tan lleno de significado para la historia de la humanidad? Y, sin embargo, era un Misterio. Así, el gesto contractual entre el hombre y Dios, el gesto de la Alianza, era un gesto ordinario, pero es un Misterio. Un hombre y una mujer, Abraham y Sara: términos tan humanos y, sin embargo, hay en ellos un profun­do misterio.

La grandeza excepcional de cada instante
La fe puede parecer una locu­ra, pero cada momento, cada acción tiene su significado. No hay nada sobre lo cual no gravite el peso de lo eterno.
No es algo nimio considerar las cosas pequeñas, como un pobre o un niño, relacionadas con lo eterno: «¡Ay de aquél que escandalice a uno de estos peque­ños...» (Mt 18,6); «El que diera de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso de agua fresca... en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mt 10,42).
Dar valor a lo ordinario, a lo usual, es de una grandeza desco­nocida; sólo la palabra de Dios en la fe, en la Escritura, en la Liturgia puede educar al hombre en esta grandeza excepcional.
La civilización más perfecta que ha habido, la de la Edad Media -de Tomás de Aquino, de Dante-, es el resultado de la educación que durante 700 años desarrolló la Iglesia en medio de los pueblos bárbaros que poblaban Europa. Sólo la Iglesia y la Litur­gia pudieron, lenta pero realmen­te, transformar a aquellos bárba­ros en hombres civilizados, que construyeron esas maravillosas catedrales, donde su espíritu era empujado a elevarse hacia subli­mes alturas. Y la grandeza con­siste en la valoración del sentido infinito que hay en cualquier cosa. Toda criatura es buena. Es la civilización de Francisco de Asís.
No hay nada más extraordina­rio que lo extraordinario presente en lo «ordinario» vivido con fe. He aquí la lección que nos da Abraham: haber vivido consciente de un fin que le trascendía, en perfecta obediencia.
Dios, a través del gesto efíme­ro de cada hora, de cada momen­to, construye un destino inmenso.
Lo extraordinario. Lo extraordina­rio en nosotros es el abandono sencillo y pleno en lo ordinario: «Loado seas, mi Señor, por toda criatura...»
Y, en fin, no deja de ser verdad también otra cosa: al aceptar este abandono, nosotros empezamos a sentir lo extraordi­nario en todo. El Misterio se nos revela, entramos en consonancia, en intimidad con Dios y los crite­rios de Dios llegan a ser nuestros. Cuanto más vivimos el trabajo de abandonarnos en lo ordinario, tanto más familiar se hace nuestro espíritu con el Espíritu de Dios, intuimos los designios de Dios y así estamos preparados para sentir lo extraordinario presente en la vida.
¿Qué diferencia hay entre esta mirada de fe y la mística más elevada?



Nuevo protagonista de la historia
Proponemos este texto sintético de L. Giussani como punto de referencia para todos aquéllos que participan en los cursos de Doctrina Social de la Iglesia y para los que están comprometidos en la construcción de obras e iniciativas sociales. En efecto, no se puede hablar de Doctrina Social o de obras sin definir con claridad el sujeto que las genera y que las lleva a cabo.

1. El sujeto nuevo es el bautizado.
No se puede hablar de Doctri­na Social de la Iglesia si no se parte de un sujeto. Es la aporta­ción que el movimiento puede ofrecer a la mentalidad común que nos rodea. La obra es el producto de un sujeto.
Existe un solo caso en el que podemos hablar de sujeto adecua­damente: Cristo resucitado. Ya no podemos pensar en el hombre sin pensar en Cristo muerto y resuci­tado. Cualquier otro pensamiento es una abstracción que repercute sobre el sentido realista que ca­racteriza al hombre sano.
Cristo resucitado se identifica, en un cierto modo, con el hombre bautizado, llamándole a participar en la vida de su Cuerpo en el mundo; con el bautismo, el hom­bre participa en el misterio de Cristo resucitado.

2. Anticipo de la manifestación total.
La acción del hombre llamado y de los hombres llamados, es decir, de toda la vida de la Igle­sia, es el anticipo de la manifes­tación de Cristo resucitado que se dará al final de los tiempos; nos levantamos por la mañana para esto y, hagamos lo que hagamos, lo hacemos para esto. ¿Puede el hombre llevar a cabo una acción que no sea «opus Dei»? ¡Sería un delito! Hace falta tener presente en cada actividad la conciencia de la propia redención.
El hecho de que un fontanero, al trabajar como fontanero, esté apasionado por realizar bien su obra de fontanero y que un pin­tor, al pintar un cuadro, esté apasionado por su pintura, depen­de de la conciencia que cada uno tiene de su nuevo ser en el Resucitado, de su ser bautizado, de su nuevo yo y de la conciencia que tiene de los demás, a los que debe servir, realizando así una obra que anticipa el final.

3. Aproximación misteriosa. Humildad y perdón.
Esta profecía del último día donde se manifestará claramente que Cristo es el Resucitado, este anticipo del último día que es la vida cristiana, es una aproxima­ción misteriosa. Es una aproxima­ción que depende de la voluntad del Padre y de la libertad del hombre. Esa historia de aproxi­mación puede llegar a ser impre­sionante, como en la vida y obra de un santo. En este camino de aproxima­ción el hombre vive la humildad esto es, tiene la conciencia de su total desproporción y, al mismo tiempo, tiene nostalgia de estar disponible para que el Otro actúe, la nostalgia del «fiat» de la Vir­gen.
Humildad: sentido del propio no ser nada y cerleza de que el Otro «cumple»: «Aquél que ha empezado en vosotros esta obra buena, Él mismo la llevará a término en el día de Cristo». La conciencia de la aproximación llevaría a la desesperación si no fuera humilde, esto es, llena de confianza; como dice el salmo 130: «Mi corazón no es ambicio­so ni mis ojos altaneros; no pre­tendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre».
La conciencia de la propia impotencia abre a la conciencia de la impotencia de los demás y, por tanto, a la dimensión del perdón. El perdón está en el principio de cualquier acción y de cualquier obra.
No hay nada perfecto. Más aún, normalmente nuestro actuar es tan imperfeclo que incluye el pecado y, sin embargo, uno lleva a cabo una acción por la certeza que tiene en Otro que está presente, por el Otro que obra en el mundo y en uno mismo.
Esta aproximación sería igual a cero si no se convirtiese en una tensión moral. La característica del sujeto salvado, que debe expresar en lodas las cosas y de cualquier modo posible la resu­rrección que ya se halla en él como una semilla, es una lensión. Se expresa en cualquier cosa; por lo tanto, cualquier cosa es obra, hasta la acción de poner una cacerola al fuego.
Aproximación y humildad afectan a todo: a Duccio di Bo­ninsegna (pintor italiano renacen­tista, n.d.t.) que pinta su Maestá y a una madre que barre y limpia el sucio de su casa.

4. Comunionalidad como dimensión.
El hombre, en el Resucitado, existe individualmente sólo en cuanto miembro de un cuerpo. San Pablo dice: «¿No sabéis que sois miembros los unos de los otros?». Este hombre es un sujeto eminentemente comunional y el lugar de la comunionalidad es la libertad del individuo, la libertad de la persona, el insustituible e irreductible «yo».
Esta dinámica exalta lo que ya es naturalmente evidente: el hom­bre no puede comer ni beber sin una conexión social. Todo gesto humano que no sea sólo animal tiene una dimensión social; sin embargo, no existe acción «huma­na» que pueda ser reducida al nivel sólo animal.
La comunionalidad exalta tanto esa dinámica natural que aun el sentimiento de ofrecimien­to que uno casi sufre, atado al lecho de su enfermedad, es tan comunional como un Consejo de Ministros y tiene un valor social no menor que aquél.
La comunionalidad convierte el tiempo en historia, conviene la acción en humildad y perdón, hace que todo lo que se realiza se convierta en sociedad nueva.

5. En el movimiento, una analogía.
Estos cuatro puntos pueden ser profundizados y explicados poste­riormente si los leemos a la luz de la experiencia del movimiento según la a menudo recordada analogía entre vida de la Iglesia y vida del movimiento.
Con respecto al primer punto, recordamos la inmanencia perso­nal, la pertenencia al movimiento.
En segundo lugar: todo lo que uno hace debe partir de la conciencia de pertenencia al movi­miento y así crea historia.
En tercer lugar: en la relación con uno mismo («Ama a tu próji­mo como a ti mismo») y con los otros, la conciencia del perdón debe determinar el modo más adecuado para expresar y para poner en acción la pertenencia que se vive y, por tanto, para hacer crecer la historia. La perte­nencia al movimiento es el per­dón hacia los demás, donde per­dón quiere decir un modo positi­vo de volver a construir.
En cuarto lugar: la pertenencia al movimiento debe romper el modo de concebir a la persona entendida de forma individual.
Todo esto se realiza en el ambiente. La palabra ambiente describe el último horizonte físico hacia el cual confluye la fidelidad a la pertenencia a Cristo y al movimiento propias. Y ambiente es también mi habitación cuando me despierto por la mañana.
El ambiente es un término que indica la capilaridad última hacia la cual la conciencia de mi perte­nencia, que constituye mi sujeto, me obliga a estar atento, avispa­do, testigo, capaz de sacrificio y de perdón conmigo mismo y con los demás, creativo. El ambiente es el hombre allí donde está y tal como es.
Nuestras obras deben demos­trar el origen que las cualifica. Y esto sólo puede suceder aumen­tando la conciencia de pertenen­cia, comprometiéndose cada vez más en el sacrificio, en la cruz y en la imitación de Cristo (¿qué haría Cristo en esa situación?), valorando más lo positivo respec­to a lo negativo, perdonando. La capacidad de perdón es algo fundamental para construir la catedral de Milán y para llevar a cabo cualquier obra, por pequeña que sea.
Por último, hace falta aquella experiencia fantástica que es la pérdida de la afirmación de uno mismo frente a la afirmación de «nosotros», a la afirmación de la pertenencia en todas sus implica­ciones.
Pero lo más grande, en suma, es que el contenido de la auto­conciencia sea la pertenencia. Uno no puede decir «yo» fuera de una pertenencia, porque el «yo» es criatura. Si un hombre es consciente de pertenecer, queda definido por aquello a lo que pertenece.
La sorpresa de un hecho como que a partir de cuatro chavales de bachillerato haya nacido un movi­miento es el signo de que el contenido de nuestra autoconcien­cia es grandísimo. Además, es el mismo que ha empujado a unos pobres pescadores de Judea a ir a Corinto y a Roma.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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