El mes de noviembre pasado tuvo lugar en Roma el Congreso mundial del laicado católico. Recorriendo el camino desde el Vaticano II hasta el Jubileo de 2000, se habló del bautismo, la nueva criatura y el testimonio de un cambio, y de vocación y misión como desafío de una fe razonable
Promovido por el Pontificio Consejo para los Laicos en el marco del año jubilar, el Congreso del laicado católico sobre el tema “Testigos de Cristo en el nuevo milenio” ha reunido en Roma desde el 25 al 30 de noviembre a 550 personas procedentes de todo el mundo. Se encontraban entre los participantes, además de miembros y consultores del dicasterio, los delegados de las conferencias episcopales de más de 90 países y los representantes de 114 realidades asociativas – asociaciones, movimientos y nuevas comunidades -. También asistieron cardenales, obispos, superiores de congregaciones religiosas, asistentes eclesiásticos de organizaciones internacionales católicas y observadores ecuménicos. El congreso seguía la estela de los grandes encuentros internacionales que han marcado en los últimos cincuenta años algunas de las etapas del camino del laicado. Durante cinco días los participantes – en su gran mayoría laicos con una experiencia de compromiso en la vida de la Iglesia y de testimonio cristiano en el mundo – se interrogaron acerca de la vocación y la misión de los laicos desde el Concilio Vaticano II hasta hoy. El momento culminante del encuentro fue el Jubileo con Juan Pablo II, el domingo 26 de noviembre. Lejos de pretender agotar en estas páginas la complejidad del extenso Congreso, proponemos la síntesis de algunas conferencias y de las intervenciones del Papa, remitiendo a quienes deseen una visión completa de los trabajos a las actas que publicará el Pontificio Consejo para los Laicos.
Seguir a Jesús
Síntesis de la conferencia introductoria del cardenal James Francis Stafford, presidente del Pontificio Consejo para los Laicos (25 de noviembre)
Juan Pablo II ha resumido la identidad del laico en la Iglesia y en el mundo de esta manera: «está caracterizada por la novedad de la vida cristiana y por el carácter secular» que le viene del Bautismo (cfr. CF 15-10). Por tanto, el laico debe llevar esa fresca luz matinal del primer día de la semana, a la familia y al trabajo, la luz de la Encarnación del Hijo de Dios. Más concretamente, ¿qué luz matutina vierte la Encarnación sobre la «radical novedad» del bautizado y sobre su carácter secular? En Dominum et Vivificantem, el Papa es muy claro: «La Encarnación del Hijo de Dios significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es “carne”, toda la humanidad, todo el mundo visible y material» (cfr. 50). La palabra encarnada da a toda la realidad la forma y la lógica del amor. ¿Cómo será el seguimiento de Cristo por parte del bautizado, puesto a prueba en este siglo? Durante nuestro Congreso sugiero que se reflexione al menos sobre cuatro áreas: A-Guerra/paz. La violencia del siglo XX representa el terrible fracaso de los cristianos, la parálisis de la conciencia cristiana frente al mal. El Espíritu del Resucitado llama a los laicos a aventurarse en este mundo cambiante con la gran habilidad del peacemaker (ndt. “hacedor de paz”, en inglés en el original). «Os dejo la paz, mi paz os doy» (Jn 14, 27). Los confesores laicos son aquellos que son guiados por Dios. Dios les hace experimentar realmente la bendición de ser portadores y constructores de paz – peacemakers. B-La genética molecular y la medicina reproductiva. Cuestiones éticas, teológicas, de jurisprudencia en la genética presuponen el significado de humanum. Las decisiones en estas cuestiones no pueden ignorar al hombre como persona. C-Globalización y la denominada new economy (ndt. “nueva economía”, en inglés en el original). D-Relación hombre/mujer. «Uno de los retos más fuertes que debe afrontar el bautizado es la falta de certeza en las relaciones. Es difícil estar seguro de las relaciones, incluso en la familia» (Luigi Giussani). La desconfianza invade las relaciones entre hombres y mujeres, empezando por las parejas, dentro de las familias. Existe una unidad inseparable entre la radical nueva creación que nuestro Bautismo realiza y la vivencia de la vida cristiana. Confrontarse con estas cuatro cuestiones citadas requiere conocimiento y reflexión. Pero no sólo. Todo ello no se resolverá con simples análisis. El nihilismo será vencido no por los análisis, sino por la frescura bautismal que informa vuestra conciencia.
Del Bautismo surge un protagonista nuevo
Síntesis de la intervención de S.E. monseñor Stanislaw Rylko, secretario del Pontificio Consejo para los Laicos (25 de noviembre)
El corazón del cristianismo es una Persona. El cristiano es un discípulo de Cristo. Cristo lo ha llamado por su nombre y esa llamada ha cambiado su existencia. Él ha reconocido en Cristo – Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación – a su único Señor y Maestro. Ser cristianos es una elección que implica una profunda conversión del corazón (metanoia). Seguir a Cristo quiere decir adherirse totalmente a Él y a su palabra. Pablo escribe: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). (...) El Bautismo constituye el igualamiento fundamental de todos los miembros del pueblo de Dios (...). Los bautizados se vuelven así «criaturas nuevas» (cfr. 2 Cor 5,17), insertados en Cristo y animados por el Espíritu Santo. Por eso todos son llamados a dar testimonio en el mundo de la novedad, la belleza y la fascinación de esta vida (...). La Iglesia es una “comunión orgánica”, en la cual existen diversidad y complementariedad de vocaciones, ministerios, servicios, carismas y responsabilidades. No contraposiciones y divisiones, sino reciprocidad y coordinación. Gracias a esta diversidad y complementariedad todo fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su peculiar aportación. El Vaticano II supera así definitivamente una noción que durante mucho tiempo había dominado en la eclesiología y que identificaba de modo unilateral a la Iglesia con la jerarquía, abriendo el camino, no sólo al redescubrimiento de la vocación laical, sino también a un nuevo estilo en las relaciones entre los varios estados de vida en la Iglesia (...). Pero para vivir así la realidad de la Iglesia es necesaria la mirada de la fe y un vivo sensus Ecclesiae. En nuestro tiempo hay una fuerte tendencia, también entre los cristianos, a considerar la Iglesia al nivel de una institución social como tantas otras y esta tendencia se acompaña con la pretensión de poder modificar su estructura según los criterios de la cultura dominante. Pero la Iglesia es una realidad diversa y sus principios constitutivos no son los de las democracias modernas (...). La vida del laico es el punto neurálgico en el que se encuentran la Iglesia y el mundo, por lo que se convierte en la voz de la Iglesia en el mundo y la voz del mundo en la Iglesia. El fiel laico “encarna” el Evangelio en la realidad cotidiana de todos los sectores de la vida (...). Para los fieles laicos el mundo es el lugar y el medio de cumplimiento de la vocación y la misión que le son propias. (...). La llamada a la santidad no es una simple exhortación de orden moral o moralista. La santidad es la exigencia más profunda de la vocación cristiana, de nuestro “ser cristianos”. Y debe expresarse en el obrar de cada uno, es decir, en el seguimiento efectivo y radical de Cristo (...). Todos los fieles laicos son llamados a participar operativamente en la misión evangelizadora de la Iglesia, que hoy resulta tan ardua a causa del extensivo proceso de secularización y descristianización de nuestras sociedades. (...) Deben saber dar un testimonio de vida auténticamente cristiana en la familia, en el puesto de trabajo, en el compromiso social, cultural y político. (...) El diálogo entre fe y cultura implica el diálogo entre la fe y la razón. En la Fides et ratio, Juan Pablo II exhorta con insistencia a la superación definitiva de los planteamientos que contraponen razón y fe (...). Juan Pablo II nos indica el camino: «(...) Una fe que no se vuelve cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida» (...). En el periodo postconciliar se han manifestado en el ámbito del asociacionismo católico fenómenos nuevos de una sorprendente profundidad espiritual y de una presencia cristiana en la sociedad particularmente incisiva. La expresión más significativa de esta novedad es el desarrollo extraordinario de los denominados movimientos eclesiales. Y hoy, en un espíritu de comunión y de recíproca consideración, agregaciones laicales tradicionales, nuevos movimientos y comunidades contribuyen con generosidad en la misión de la Iglesia. (...) Vivimos en un mundo fuertemente secularizado, por no decir descristianizado y en muchos aspectos neopagano, que trata de neutralizar de diversas maneras nuestro ser cristianos y nuestra presencia cristiana. En la actual sociedad pluralista la fe se está convirtiendo cada vez más en un hecho rigurosamente privado, despojado de cualquier valencia socio-cultural; al mismo tiempo, se difunden en todas las formas posibles y se imponen sutilmente modelos de vida sin Dios. Toda forma explícita de presencia cristiana viene etiquetada como fundamentalismo y proselitismo (...). A la vez, entre los mismos cristianos se difunden actitudes de indiferencia y modos de vivir la fe superficiales, selectivos y acomodaticios respecto a la mentalidad dominante, con la cual muchos de ellos se avienen fácilmente a acomodamientos. La divergencia entre la fe y la vida se agranda cada vez más. Ser cristianos se reduce a menudo a un hecho meramente anagramático (...). Debemos volver a la esencia del acontecimiento cristiano, es decir, del encuentro vital con el Señor (...). Hoy, a dos mil años del nacimiento de Cristo, nosotros cristianos somos todavía una minoría. Pero éste no es el problema. El cristianismo no se mide con las cifras estadísticas. (...) El verdadero problema no es el de ser minoritarios, sino el riesgo de volvernos marginales, es decir irrelevantes e inútiles para el mundo (...).
La cuestión del método
Síntesis de la intervención de S.E. monseñor Angelo Scola (25 de noviembre)
1.Vocación y misión de los fieles laicos. «El campo es el mundo». Esta afirmación sintética del evangelio de Mateo puede ayudarnos a dibujar la fisonomía de la misión de la Iglesia al alba del tercer milenio, situando en primer plano a los fieles laicos. La Iglesia está esencialmente entrelazada con el mundo ya que adviene, ante todo, en la persona. La esencia de la Iglesia es misionera porque el Reino crece casi brotando del suelo del mundo. ¿Quién es el cristiano? ¡Ésta es la pregunta que el mundo de los hombres no cesa de plantear a los hombres de la Iglesia desde hace dos mil años! ¿Y cómo darle respuesta si no es a través del testimonio cotidiano (martyrion) de quienes viven como capilares esparcidos en todos los ambientes de la existencia humana, es decir, de los fieles laicos? La centralidad del fiel laico en la misión de la Iglesia deriva por tanto de la centralidad de su pertenencia a la Iglesia. Gracias a la llamada que la fe y el bautismo dirigen a su libertad, el fiel laico tiende a su cumplimiento (santidad) en la comunicación diuturna (misión) de la novedad sorprendente y gratuita del «ser encontrado en Cristo». El binomio vocación-misión ofrece una equilibrada solución práctica a una antigua controversia: la relativa a la relación entre carisma e institución en la Iglesia. Entre carisma e institución subsiste una distinción real en su originario carácter indistinguible. Como ha señalado Juan Pablo II en muchas ocasiones, dimensión institucional y dimensión carismática son coesenciales a la vida de la Iglesia, porque expresan la llamada de sus hijos (vocación) al don total de sí (misión) mediante el ensimismamiento persuasivo (carisma) con la presencia real y objetiva (eucaristía-institución) de Jesucristo en la historia de todo hombre de cualquier época.
2.Una eclesiología “de misión”. El nexo persona-misión en Jesucristo es constitutivo hasta el punto de que un teólogo como Baltasar lo ha propuesto repetidamente como axioma basal de la cristología y, en consecuencia, de la antropología cristiana. El contenido adecuado de la misión cristiana es el evento de Jesucristo mismo, que se transmite físicamente, de persona a persona. Sin solución de continuidad el acontecimiento de Jesucristo ha llegado hasta nosotros, a través de la Madre y un puñado de amigos, los humildes pescadores de Galilea.
3.Misión como método de vida cristiana. La encarnación – y la lógica que deriva de ella – se revela por tanto como el método elegido por la Trinidad para comunicarse. ¡La encarnación es el método de la misión! El cristiano está llamado a ser, en sí mismo y en todos sus actos, en cualquier ámbito de la existencia humana, sacramento del evento de Jesucristo. Un evento sólo puede ser asumido mediante otro evento. Tal vez la objeción más radical que se le pone hoy a Jesucristo, no sólo por parte de los no creyentes, sino a menudo también de los bautizados, es la misma que, a partir del Iluminismo y del Romanticismo, siempre reaparece como un Proteo multiforme. Es la que niega a Jesucristo el carácter de evento, reduciéndole a un mero hecho pasado. Anulando su contemporaneidad lo hace vano y, como mucho, lo relega a la forma evanescente de un mito o a veces de una fábula. En la mejor de las hipótesis, se le reconoce como un grande, tal vez el más grande de la humanidad en quien inspirar la propia vida, pero no se admite que pueda estar vivo, presente aquí y ahora. Un evento puede comunicarse sólo por medio de otro evento. Una realidad viva, para permanecer como tal en el tiempo y en el espacio, tiene necesidad de otra realidad viva, vehículo de una realidad que adviene aquí y ahora para mi libertad. (...)
4.Misión, don y libertad. Una eclesiología de misión testimonia cómo la Iglesia debe vivir sólo del acontecimiento de su Señor para ser convincente en su comunicación al mundo. ¡No todo está en su poder! Es más, su poder es el de obedecer al evento de Jesucristo. A los cristianos se les pide una sola condición: no apartar nunca la mirada de Jesucristo, el único Camino (método), a la Verdad y a la Vida. Éste es el gran suceso: un hecho del pasado, la vida, la muerte y la resurrección del Nazareno, se convierte en un acontecimiento de hoy por la memoria objetiva del sacramento, don siempre nuevo de Jesucristo a mi libertad. ¡Éste es el milagro de la Iglesia!
Los laicos del tercer milenio
Síntesis de la conferencia de Guzmán Carriquiry (30 de noviembre)
Hablar de laicos significa hablar de bautizados, de cristianos, llamados a vivir la novedad cristiana en las más diversas y concretas circunstancias de la existencia y de la convivencia, para dar testimonio de la gloria de Cristo en medio de los hombres. La realidad nos muestra que nosotros los laicos católicos formamos parte de una «pequeña grey» (Lc 12,32) o, como decía Pablo VI, de una «etnia sui generis» entre las naciones. Así pues, estamos lejos de la vanagloria de incluirnos entre los “pocos pero buenos”, los “duros y puros”, los coherentes, los comprometidos. Somos, esto sí, ecclesia, comunidad de elegidos y llamados, convocados y reunidos por el Espíritu de Dios, pobres pecadores reconciliados sólo por medio de Su gracia misericordiosa. Nuestra identidad cristiana, al alba del tercer milenio, sufre los influjos capilares, poderosos, de una cultura mundana cada vez más alejada de la tradición católica, que trata de comprimir y reformular la confesión y la experiencia cristianas según su propia lógica e intereses. Por tanto, no podemos no estar en guardia y vigilantes ante tres formas de reducir el cristianismo muy extendidas. Una es la reducción a preferencia religiosa irracional, confinada entre las diversas e intercambiables ofertas “espirituales” que llenan las vitrinas de la sociedad del consumo y del espectáculo, y que se expresa, bien en un sentimentalismo “light”, bien en las rígidas formas reaccionarias del pietismo, del fundamentalismo. Otra es la reducción exclusivamente moralista, como si el cristianismo fuera tan sólo un símbolo de compasión por nuestros semejantes, un edificante voluntariado social, un mero input ético muy útil para tejidos sociales disgregados por el fetichismo del dinero, de la exclusión y de la violencia, del empobrecimiento del factor humano. Por último, está la reducción clerical, preocupada sobre todo por el poder, por la que los programas y estilos del clero son modelados por la presión mediática. La cuestión capital, primaria e ineludible, que no podemos dar por presupuesta o descontada, es la de nuestra vocación y misión. Laicos, es decir, ante todo cristianos, christifideles, ¡fieles a Cristo! Éste es el título principal que ostenta nuestra dignidad y responsabilidad: cómo acogemos y confesamos, compartimos y celebramos, alimentamos y comunicamos el don de la fe que se nos ha dado gratuitamente. El “corazón” del hombre – su razón y su afectividad – está hecho para la verdad, para la justicia, para la felicidad, para la belleza. Estos son deseos connaturales a la persona que no admiten limitaciones y que no pueden ser desatendidos. Se nos ha concedido el experimentar y creer que sólo Jesucristo puede dar una respuesta más que satisfactoria a estos deseos de verdad, felicidad y justicia, una promesa segura de su plena satisfacción. (...) Las raíces profundas de la fisonomía del cristiano, ayer, hoy y siempre, se hunden en el acontecimiento de Cristo que, en el sacramento de la comunidad cristiana, se da y se propone a la libertad de la persona, llamándola a una decisión para toda su existencia. De los fieles laicos del tercer milenio se puede esperar un testimonio de hombres verdaderos, comprometidos con su vida, que afrontan con realismo y pasión la condición humana, que afirman su libertad en la verdad y en la responsabilidad, apasionados por la vida y el destino de los demás, porque están llenos de gratitud, alegría y esperanza por el don de una vida nueva que experimentan y comparten. La misión, en efecto, no es otra cosa que comunicar el don del encuentro con Cristo que ha dado un gusto distinto, una libertad distinta, una felicidad distinta, una humanidad distinta a nuestra vida, imprimiéndole la capacidad de comprender y amar con la forma de la caridad.
Mensaje final
Conscientes de la tarea real, sacerdotal y profética profundamente ligada a nuestro Bautismo, reafirmamos con vigor nuestra pertenencia cristiana con un compromiso renovado en el seguimiento de la vocación y de nuestra misión, como fieles laicos en la Iglesia y en el mundo.
1.El Santo Padre ha querido recorrer el camino de los laicos desde el Concilio Vaticano II hasta el Gran Jubileo del 2000, mirando a la vez hacia el futuro. Con el gesto simbólico de confiar los documentos del Concilio Vaticano II a los grupos representantes de los fieles laicos, Juan Pablo II ha demostrado su confianza y su solicitud hacia nosotros, christifideles laici.
2.El siglo XX ha asistido al nacimiento y al declive de trágicos regímenes totalitarios, junto a la combinación fatal de desastrosas alianzas y de dos guerras mundiales que han causado la muerte de centenares de millones de personas. El impacto de ideologías pretenciosas nos ha dejado destrucción y desorientación. (...) Aceptamos la responsabilidad de comprometernos en la obra de formación y educación en la fe. Comenzamos por nosotros mismos. El Santo Padre nos lo ha recordado con fuerza citando a nuestro amado Papa Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan... o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio» (Evangelii nuntiandi, n.41). Hombres y mujeres de nuestro tiempo no se ven persuadidos por la repetición verbal o cultural del mensaje cristiano, lo que les toca es un encuentro personal. De ahí que la invitación del Santo Padre a hacer un serio examen de conciencia sea para nosotros un desafío real: «¿Qué significa ser cristianos, hoy, aquí y ahora?» (Homilía, 26 de noviembre 2000, n.4)
3.Hemos vuelto a examinar las raíces bautismales de los christifideles laici, que san Pablo ha definido como «criaturas nuevas» (cfr. Gal 6,15). Reconociendo que pertenecemos a Cristo, le miramos a Él y a Su misión como “enviado” del Padre. El crisitano bautizado descubre su misión a través de las circunstancias históricas de su llamada. Citando la Lumen Gentium, el Santo Padre nos ha recordado que esta misión se caracteriza por «tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (n.31). Por todos estos motivos podemos testimoniar la belleza de ser fieles laicos (que significa cristianos) en la Iglesia y en la sociedad donde el encuentro con Cristo cambia la vida. A pesar de nuestros límites, las dificultades y las resistencias, nuestra vida se ha vuelto más humana desde el amor conyugal, a la educación de los hijos, la amistad, el estudio, el trabajo, la política y toda dimensión y gesto de nuestra existencia. (...)
4.Hemos celebrado la memoria de innumerables mártires cristianos del siglo XX, muchos de los cuales eran laicos... Los mártires del siglo XX nos exhortan y nos recuerdan el mayor desafío, constituido por la santidad, la humanidad auténtica, la plenitud de la vida cristiana: «no tengáis miedo de aceptar este desafío: ¡ser hombres y mujeres santos!» (Homilía, 26 de noviembre 2000, n.5).
5.Las numerosas aportaciones de estos últimos días, expresiones de la riqueza de las asociaciones más tradicionales, y de los movimientos eclesiales y las comunidades más jóvenes, evidencian que la verdad de la experiencia cristiana no se puede nunca medir en cifras o en términos de poder. Se ha dicho que el peligro real no reside en ser una minoría en un país de antigua tradición cristiana, o en aquellos países en los que la evangelización es más reciente, sino que está en volvernos irrelevantes e inútiles para el mundo. «Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13-14). Estamos llamados a ser la sal de la tierra, inmersos por completo en la sociedad, y hacer fecunda en el mundo la realidad característica de nuestra fe. (...) Comprendemos que nuestra vocación y nuestra misión consisten en transformar un mundo en constante cambio según el designio amoroso de Dios.
6.Nuestra misión como laicos está en el mundo. La fundación viva de la Iglesia es parte de la historia de hombres y mujeres tocados en su libertad por el encuentro vital con el Señor. «Si sois lo que debéis ser, si vivís el cristianismo sin acomodamientos, podréis incendiar el mundo» (Homilía, 26 de noviembre 2000, n.5), ha dicho el Santo Padre al final del Jubileo del laicado católico. Este incendio brota de la humilde certeza de la obra del Señor en nuestra vida. Esta se vuelve realmente ecuménica y confiere valor a todo esfuerzo sincero, abierto y atento, que se dirija a la tutela de la dignidad de todos, en particular de los pobres que sufren por las injusticias. Al término de nuestro Congreso, 35 años después del Concilio Vaticano II, tenemos una esperanza renovada en ser enviados al tercer milenio con las palabras de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Quien permanece en mí y yo en él, dará fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
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