El autobús que hace el recorrido Precotto-Universitá degli Studi Bicocca es tan puntual como siempre: se retrasa 35 minutos, pero hoy estoy demasiado absorta en mi móvil como para perder el tiempo en murmuraciones contra el servicio. Soy un miembro de CL “de pura cepa”, es decir: mis padres son de CL, fui bautizada por don Giussani, me eduqué en los colegios Zola y Tomás Moro, y después fui al Liceo Berchet. La conmoción que experimenté al subir aquellos tres escalones fue la primera verdadera conmoción de mi vida. Pero es necesario entender y que me entendáis. El principio es sencillo: la vida de un miembro del movimiento “de pura cepa” está plagada de miríadas de gestos que se repiten anualmente (no se han previsto premios para los que los realicen más veces en un solo año), pero hay uno que es el más frecuentado de todos: se trata del fin de semana en Rímini, en temporada baja, que registra un lleno total y en el que podemos tener una vista sugestiva de los distintos capitostes del movimiento. Está todo incluido. Y perdonadme por el atrevimiento y por la casi irreverencia. Hablar de esta manera no es fruto de la acidez, sino de haber pasado muchos años repitiendo los gestos de mi vida contentándome con una fuerte conmoción que en el viaje de vuelta de Rímini comenzaba ya a menguar, aplastada por mil pensamientos distintos. Yo estaba allí, hilvanaba reflexiones capaces de conmover a un integrista islámico, y devolvía grandes sonrisas de complicidad a todos mis amigos, los verdaderos conmovidos, casi como si ir a los Ejercicios espirituales obrara un lifting facial capaz de concretar las expresiones más usadas por estos últimos. «Tienes una mirada distinta, te ha cambiado la cara... se te ve en los ojos». Yo estaba siempre allí, y sin embargo estaba a años luz de la autenticidad de lo que estaba viviendo, y mi carrera de “ultra del Papa”, como decía mi novio, no valía ni un solo segundo pasado en los Ejercicios por una persona cualquiera que acabara de llegar por primera vez. Esta era yo hasta hace una semana, concentrada sobre miles de sentimientos de culpa generados por no sentirme nunca tan conmovida y entusiasmada como mis amigos... una imbécil sentimental, en pocas palabras. Pero en mi imbecilidad, siempre volvía. No lo definiría como un gran sentido de la tradición, sino sobre todo como la sinceridad de querer ver explotar aquella pequeña mecha que siempre tuve en el corazón y que en estos encuentros volvía a encenderse, pero que nunca había estallado. Es inútil decir que Aquel que hace todo allá en lo alto, conociéndome desde Dios (¿puede decirse así?), ha estado bombardeando los meses precedentes a los Ejercicios con pequeños acontecimientos ilusorios y dolorosos, pocos en mi brillante existencia, pero lo suficientemente significativos como para sacar provecho de ellos y para y darme cuenta de mi incapacidad de dar un juicio sobre tales imprevistos. Así es como he vuelto.
Y esto ha sucedido, sucede.
En el salón
Viernes por la noche: el auditorio resulta siempre altamente sugestivo. Miro a mi alrededor; en el silencio acompañado por las dulcísimas notas de los maestros de la música clásica el salón va llenándose. Estudiantes de la Politécnica se encargan de que se ocupen todos los asientos, dirigiendo el tráfico con orden y paciencia. Los que están ya sentados sacan cuadernitos de mochilas y bolsas. Aquellos que permanecen todavía de pie están viviendo seguramente el típico síndrome de la dispersión, que nos asalta un poco a todos, y que nos hace agudizar la vista a la salida del auditorio, cuando nos debatimos entre el respeto al silencio sugerido por don Pino y la tentación del grito «¡Ayuda, me he perdido entre tres mil autobuses idénticos y mi comunidad, que hasta hace dos segundos estaba ante mí, ha desaparecido!». En resumen, hasta el más pequeño gesto de cada uno dentro del salón evoca de nuevo la imagen de un gran corazón palpitante en cada una de sus minúsculas partes. Con todos los líos que un corazón herido y siempre un poco ambiguo lleva dentro de sí y con toda la esperanza y el valor que un corazón que late saca adelante. Estamos aquí (esto es un hecho, lo repito, un hecho), provenientes de toda Italia y de cuarenta países del mundo (y es un hecho que está en continua expansión), atentos y fieles a ese antiguo grito de felicidad, a esa antigua tristeza frente a la desproporción suscitada por tal grito, a esa antigua e inexorable pregunta que constituye lo humano, la misma que condujo a Pedro, Juan y Andrés a reconocer y a seguir a Jesús, la misma que nos ha traído a Carlo, “Carlone”, del grupo adulto, que por primera vez irrumpe en la escena y dice cosas que ni siquiera nosotros, pobres, sí, pobres miembros de “pura cepa”, nos esperábamos. Esto no, no me lo habían dicho todavía. Hay algo nuevo, algo asombrase, y el pensamiento y la iniciativa de quien (de Quien) nos ha querido aquí es siempre verdaderamente sorprendente. La misma iniciativa y la misma pregunta que ha llevado a muchos antes que a mí a amar y a seguir a don Giussani, la misma, precisamente la misma, que han seguido mis padres y que ahora me conduce a los Ejercicios del año jubilar.
La historia sucede de nuevo
La historia del movimiento reproduce la historia de los apóstoles, y también esto es un hecho. Vuelve a suceder, vuelve a suceder un Hecho que se manifestó hace dos mil años. Es asombroso para mí sentirme parte de esta historia y vivir los tres días con esta conciencia de la que hablaba antes, que es ya razón para fiarse y seguir sin miedo a la desilusión un camino muy distinto. Miedo... no sabría dar otro nombre a todas las objeciones que formulaba gustando el arte de la contestación. Era un término genérico, una excusa para eludir el empeño de disfrutar de mi libertad originaria y tomar posición frente a una sola pregunta: ¿Ha sucedido algo o no? (No puedes negar nada de este hecho, no puedes negar nada de tu origen, no puedes negar el atractivo y la belleza que siempre has deseado). ¿Por qué te has contentado siempre con mucho menos? (Preguntas estúpidas, pensaba, preguntas ante las que no merece la pena romperse la cabeza). Pero frente a la experiencia de Cesana y de muchos otros amigos de los que he escuchado cartas y testimonios no hay objeción que valga. Frente a los cantos y al recuerdo de aquellos de nosotros que han vivido como héroes y nos reclaman a hacer lo mismo no hay posibilidad rechazo. Frente a la humanidad de Zaqueo y de la Samaritana no hay dudas. Solo la correspondencia que un rostro provoca garantiza una certeza en la que se disuelve cualquier duda. ¿Hay algo más concreto que el rostro de mis padres, de Ceci, de Pigi y de todos los demás? Basta ya de esta moda a lo “joven rico”, vuelto hacia Cristo, pero centrado en sí mismo. Se abre camino en nuestro corazón la voluntad de imitar aquel famosísimo “sí” de Pedro, tan sencillo y libre a pesar de la traición, sin miedo del límite. Don Pino parece un león, se conmueve, grita, se entusiasma. Estamos hablando de la vida, estamos hablando del hombre, y como tales reivindicamos su naturaleza, su origen, su fin y su grandeza, conscientes de la reducción de nuestro deseo introducida por el pecado original, por el que el atractivo tiende a degenerar en mezquindad. Algo antitético a la naturaleza humana influye sobre el dinamismo original («Sígueme», el “tú” se ha concebido a sí mismo hacia el “yo”, ha creado una humanidad encarnándose, y se ha concebido como el salvador), inspirando rebelión o afirmación prioritaria del “yo”, instrumentalizando la fragilidad y proponiendo la renuncia a mi deseo natural de felicidad. La grandeza del hombre se convierte en su condena. Es paradójico, enfocar este juicio sobre la realidad, no es ningún descubrimiento, pero jamás me había sentido interpelada como en este momento. Y espantada al escuchar a don Pino: dice que es facilísimo que la conciencia del hombre renazca con la sencillez de los niños (niños inexpertos, pero fieles, niños atentos y con los ojos abiertos, niños que saben amar porque saben conmoverse y reconocer la mano que les lleva, y la túnica en la que esconden el rostro es aquella túnica, y sólo ella).
En la asamblea final del sábado por la tarde hablaron un amigo protestante de Lugano y el dirigente del colectivo de Ciencias Políticas de la universidad estatal. ¿Por qué han venido aquí? El suizo por curiosidad y por amistad, el otro porque le habían invitado y ya está. Y son suficientes dos preguntas. El primero agradece y pide: mi tradición es distinta, ¿cómo podemos reconocernos? El segundo cita a Montale: no siento el ímpetu de ir más allá, pero lo percibo en vuestros rostros. El encuentro se ha dado, está en la materia de estas caras. Lo demás, “cuestión de libertad”. Y no es distinto para nosotros, los de “pura cepa”. Es siempre cuestión de libertad.
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