Una crítica dura, incomprensión o simplemente silencio han sido los frutos recogidos por la película Francesco, dirigida por la italiana Liliana Cavani. Tanto los que buscaban encontrar a un santo sin problemas, amigo de las flores y los lobos como los que esperaban un Francesco estandarte, ya en el pasado, del cristianismo politizado del presente parecen haber quedado decepcionados ante el Santo de Asís que nos presenta esta película. Aunque hayamos sido una minoría, también ha existido el espectador profundamente conmovido por el testimonio de este santo que nos reclama a volver al origen de la exigencia cristiana: la verdad no es un conjunto de ideas y valores que forman una doctrina coherente o incluso bella. La verdad es una persona.
En una entrevista realizada a Liliana Cavani sobre la película, ella misma afirmaba: «El punto central de su experiencia es éste: la verdad no son palabras, sino que es una persona. Cristo es su verdad, su "manifiesto", su texto, su paz, su todo. La verdad para un cristiano es una persona. No soy muy estudiosa de las religiones, pero por lo que sé, para ninguna otra religión es así».
Francesco se nos presenta como un joven ambicioso, amigo de la diversión y de todo lo que pueda proporcionar algún placer. No resignado a ser únicamente rico se lanza a la guerra en busca del titulo nobiliario y del prestigio social que éste conlleva. Sin embargo, todas estas aspiraciones en las que habrá fundado su vida parecen tambalearse cuando cae prisionero en batalla. En ese año de prisión va a haber un hecho que le marca profundamente: cae en sus manos un Evangelio traducido al italiano en el momento en que acaban de ahorcar al joven al que pertenecía. A pesar de los consejos de sus compañeros de que se deshaga de este libro prohibido Francesco lo agarra con fuerza y se resiste a tirarlo, pues por aquel libro un hombre acaba de dar su vida. Leerá este Evangelio por las noches a escondidas y, aunque una vez terminada la guerra quiera borrar todo esto de su vida, ya no podrá ser el mismo de antes. Tarda tiempo en decidirse y sólo meses después, en una noche, vuelve a desenterrar el Evangelio que había dejado olvidado, entre otros tantos trastos, en un baúl.
Su reclamo continuo a la sencillez de la palabra del Evangelio nace del cambio que él sufrió a través del relato de estos cuatro hombres que se encontraron con Cristo. Esta es también la razón por la que la cruz está siempre presente como imagen en la película. Es el símbolo de una Presencia que siempre acompaña a Francesco. En estos términos hay que leer también la escena en que Francesco descuelga el Cristo de San Damián y lo abraza, o la escena en que, ante la burla del pueblo por la predicación de uno de sus compañeros, Francesco descuelga el crucifijo y lo pone en medio de la Catedral diciendo: «Es fácil amar a esta imagen de madera. No habla, no tiene hambre... Pero vosotros, ¿queréis verdaderamente impedir a este hombre que se convierta en santo? ¿Lo queréis verdaderamente? ¿Queréis impedir a este hombre que se convierta en santo?»
Pero si resulta impresionante comprobar cómo la vida de San Francisco es transformada por la persona de Cristo, quizás resulta aún más bello cómo toda la vida de Francesco es contada a través del encuentro que cada uno de sus amigos hizo con él: «El me habló de fraternidad» -contará uno de ellos-«y yo me di cuenta de que era lo que mi corazón pedía». Va a ser el encuentro con Francesco lo que en un primer momento les va a importar y, a la vez, les va a suscitar la intuición de que es posible una vida distinta, más verdadera, más plenamente feliz. Esto es lo que empuja a dos de sus amigos de la infancia a seguirle. Son gente rica y acomodada que empieza en un principio a seguirle con el fin de informar al padre de Francesco de lo que éste estaba haciendo. Pero llega un punto en que se sorprenden a sí mismos espiándole, siguiéndole por una curiosidad propia. Hablando con su padre no saben explicar qué es lo que le pasaba. Comprenden que no es simplemente la decisión de una entrega radical a tal religión o doctrina, es «como si hubiese encontrado un gran tesoro». No les es fácil definirlo, pero sin embargo no lo pueden censurar porque está allí presente. Es preciosa la escena en que uno de ellos, por la noche, solo en su casa, coge un pedazo de pan duro que Francesco había compartido con él y lo mira. Luego mira todo lo demás que le rodea y comprende, ante ese trozo de pan que es la propuesta de Francesco, que debe optar por lo que ya tiene o por aquella persona que le fascina y que había despertado en él unos deseo nuevos que sólo siguiéndole podían encontrar respuesta.
Es sólo, además, de este encuentro de donde brota casi espontáneamente la dura regla de vida, la pobreza que juntos van a llevar. No se plantea la caridad como un deber moral ante los más pobres, sino como la consecuencia del que está profundamente agradecido y conmovido por lo que ha encontrado y empieza a amar la realidad y a las personas por lo que realmente son. Sólo así se entiende la escena en que Francesco y uno de sus amigos empiezan a repartir sus bienes y se encuentran con el escándalo y la injusticia de gente adinerada llevándose cosas y, aún más, en vez de agradecerlo, las tiran a un pilón de agua. A pesar de todo, Francesco se ríe a carcajadas, está contento. Y es que él hace todo esto por agradecimiento, con la más pura gratuidad. Ni su gratitud, ni la entrega radical de su vida a Cristo van a evitar que su experiencia religiosa sea en todo momento dramática, hasta el punto de poder ser malinterpretada como una postura desesperanzada. No brota de una falta de fe ese grito desgarrador y continuo: «¡Háblame!» Es la actitud de uno que ama con todo su corazón a una Persona que no deja, sin embargo, de seguir siendo inabarcable, distinta a él y, por lo tanto, en cierto modo, extraña. Su vida es una lucha incansable por hacer suyo a ese Otro que le define, pero que es infinitamente distinto a lo que uno puede alcanzar a imaginar y que, a la vez, es el único capaz de llenar su propio corazón. Francesco no cae en la tentación de eliminar esta extrañeza, de poner a ese Otro distinto a su propio nivel, sino que mantendrá siempre el deseo de acabar siendo una misma cosa, de identificarse con Él hasta el punto de tomar sus propios estigmas. «Lo ha amado tanto que su amado ha querido donarle su propio cuerpo. No sé si yo Le amaré tanto» (Santa Clara).
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