Primera parte de la relación que expuso en la última edición del Meeting para la Amistad entre los Pueblos el gran teólogo belga. La proponemos sobre todo por su extraordinaria consonancia con la Escuela de Comunidad de C.L. sobre Los orígenes de la pretensión cristiana. La pretensión paradójica del cristianismo es su misma verdad central: el Misterio ha entrado en la historia, se ha hecho «uno entre nosotros». Este es el punto culturalmente más discriminante respecto a las concepciones dominantes en nuestro tiempo.
Intentemos ante todo comprender el tema de la paradoja en lo específico de encuentro entre las religiones. Queremos mostrar que para nosotros, cristianos, en la búsqueda del Infinito, la paradoja mayor es la de la encarnación, pero que debe igualmente desembocar en el misterio.
Partamos del Meeting del 83 y del diálogo de las religiones. Señalemos primeramente que la iniciativa de ir al encuentro de las otras religiones vino de la misma Iglesia Católica, como fruto del nuevo clima que se difundió en ella después del Concilio Vaticano II.
Otros hechos recientes manifiestan el mismo espíritu: el encuentro de Asís, el 27 de Octubre de 1987, donde todas las religiones se encontraron con el Papa para rezar juntas; y en Mayo de este año (1989) el encuentro ecuménico de Basilea en el que, por primera vez desde la Reforma, se reunieron todos los cristianos de Europa (protestantes, anglicanos, ortodoxos, católicos), también en esta ocasión para rezar juntos, pero además para tomar conciencia de todo lo que significa hoy «ser cristianos todos juntos».
Este diálogo ecuménico entre todos los cristianos y, a nivel aún más universal, el encuentro de las religiones del mundo, constituyen indudablemente un hecho positivo. Pero tienen también su lado negativo: podrían hacer pensar -y de hecho no pocos hoy lo piensan y lo dicen- que todas las religiones son equivalentes y, en el fondo, iguales. ¿Qué razón habría entonces para ir en misión a predicar el Evangelio? Esta opinión genera una gran confusión, provoca perturbación y conduce fácilmente al relativismo o a la indiferencia. Es una gran equivocación que debe aclararse por completo. Ahora bien, afortunadamente aquí, en Rímini, la premisa al debate sobre el encuentro de las religiones ha sido muy clara: «el encuentro entre religiones es posible en la medida en que cada religión descubre su propia especificidad y, a través de ésta, intenta construir un mundo nuevo».
Llegamos así directamente a nuestro tema: ¿cuál es, en la búsqueda de Dios, la especificidad del Cristianismo entre las diversas religiones del mundo? El elemento más específico constituye a la fuerza el elemento más paradójico. La especificidad cristiana, la paradoja cristiana fundamental es un hecho histórico: la encarnación del Hijo de Dios. Nosotros cristianos creemos y profesamos que el Verbo de Dios se ha hecho carne en un hombre concreto de nuestra historia: Jesús de Nazareth, del que «se creía que era hijo de José», dice el Evangelio (Lc, 3,23), pero que en realidad había sido concebido y dado a luz por una virgen, María, precisamente para que se pudiese comprender que era el Hijo de Dios y no el hijo de un hombre. Este hecho de la encarnación es tan sorprendente y único en la historia de las religiones que constituye lo específico del Cristianismo. Pero ahora tenemos que intentar comprender mejor en qué sentido este misterio constituye verdaderamente la paradoja cristiana fundamental.
Las otras religiones experimentan lo que Mircea Eliade ha llamado «el terror de la historia»; buscan, por tanto, la salvación en la evasión del devenir histórico recurriendo por ejemplo al mito del eterno retomo al tiempo primordial (cf. le mythe de l' «Eternel Retour»). Otro tipo de evasión de la concreción histórica se encuentra en el panteísmo: el hombre tiende a la liberación no mediante la elevación al Dios trascendente, sino adhiriéndose a la unidad del mundo que adquiere conciencia de sí. Un tercer ejemplo: el hinduismo, con su gran tradición de misticismo. En él, para encontrar la salvación, el hombre busca liberarse de cuanto es empírico, histórico, temporal, para encontrar la pura esencia de sí en la propia reintegración en lo divino. Pero esta huida de la historia y esta doctrina de la «no-dualidad» (adváita), que es por tanto un monismo, difícilmente pueden ser integrados en el Cristianismo, que es la religión de la alianza, es decir, de la diferencia entre el hombre y Dios, del diálogo de Dios con el hombre.
Sólo el judeo-cristianismo sitúa el evento salvífica en el tiempo, dentro de la historia; es más, presenta una historia de la salvación que apunta al evento escatológico, al final de los tiempos. Frente a las religiones tradicionales, escribe Mircea Eliade, la novedad de la religión judaica consiste en el hecho de que «el acontecimiento histórico se convierte en teofanía, en la que se manifiesta tanto la voluntad de Dios como las relaciones personales entre El y el pueblo elegido» (Le mythe de l' «Eternel Retour», p. 166). Pero una diferencia esencial distingue sucesivamente el Cristianismo del Judaísmo. Para los judíos, la teofanía histórica esencial es la ley del Sinaí. Para los cristianos, el acontecimiento central de la historia de la salvación es la venida histórica de Jesucristo; Juan escribe en su prólogo: «La Ley vino por medio de Moisés; la gracia de la verdad vino en Jesucristo» (Jn 1, 17). Y Pablo, en la carta a los Gálatas (Gal 4,4-5): «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios mandó a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el don de ser hijos por adopción». En la historia de la salvación, por tanto, Jesús no era sólo el Mesías esperado por Israel: lo es, pero de un modo totalmente nuevo, porque en la línea horizontal de la historia de Israel se implanta verticalmente la venida y la manifestación del Dios trascendente en el mundo, en Jesús, «el Hijo unigénito venido del Padre» (Jn 1,14); como dice Pablo: «En él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). La tradición dogmática de la Iglesia explicará que en Cristo existen dos naturalezas (la humana y la divina) pero una sola persona, la persona divina del Hijo de Dios. Frente a Jesús, al que llamamos Señor, nuestro culto no es idolátrico, como a veces nos reprochan los judíos, porque no es un culto a un simple hombre, sino a uno en el que reconocemos al Hijo de Dios venido entre nosotros.
La importancia y el significado de la paradoja de la encarnación han sido subrayados por diversos autores. M. Eliade ha escrito: «La hierofanía suprema para un cristiano es la encarnación de Dios en Jesucristo» (le sacré et le profane, p.5). Y el profesor J. Ries decía el año pasado aquí, en Rímini: «Encarnándose, el Verbo eterno de Dios no sólo se manifiesta en la historia, sino que entra en la historia (...). Con él, la historia se convierte en teofanía» (Meeting 88, p. 159). En otro de sus libros, M. Eliade volvía a subrayar el carácter totalmente inaudito, la novedad absoluta de este misterio central del Cristianismo: «Ha sido una gran revolución religiosa; demasiado grande para que pueda ser asimilada en dos mil años de vida cristiana» (Mythes, reves et mysteres, p. 254).
Pero esto no quiere decir que no podamos intentar dar un poco de luz a algunos de los aspectos más importantes de esta paradoja. Distinguiremos tres: será además la ocasión para individualizar alguna posible interpretación errónea.
El primer aspecto -obviamente- es que, para nosotros cristianos, es posible encontrar una persona divina en la historia, en un ser humano, en el hombre de Nazareth llamado Jesús. Pero sería equivocado concluir que en la encarnación tenemos la base teológica para la total secularización del mundo, para la edificación de la «ciudad secular» (H. Cox). El mismo Dios ha entrado en el mundo y se ha hecho hombre, pero de esto no se sigue -como pretenden algunos teólogos de la secularización- que la tarea del cristiano se reduzca a hacer más humano el mundo y a realizar la autonomía del hombre. Razonando así se olvida que Cristo, que ha venido entre nosotros, no es sólo hombre; es además Hijo de Dios y ha venido precisamente para hacernos participar de su vida filial. Ignorar la presencia de lo divino en Jesús significa reducir el Cristianismo a un humanismo, al horizontalismo. Se suprime el misterio de Jesucristo que es «Dios-con-nosotros».
El segundo aspecto de la paradoja de la encarnación es que ésta implica también una profunda transfiguración del tiempo y de la historia y permite hacer presente y actual un acontecimiento del pasado. Como ha dicho J. Guitton, si el Hijo de Dios se ha encarnado «en un solo tiempo, en un solo punto, Cristo ha dado a aquel tiempo, a aquel lugar y a aquel punto un valor infinito» (L' absurde et le mystere, p. 43). Si la encarnación es la hierofanía suprema, la vida de Jesús no es tan sólo un evento histórico particular, transitorio; muy al contrario, adquiere un significado universal y permanente para todos los hombres de todos los tiempos. Así se supera la objeción racionalista de Lessing, en la Ilustración, y que algunos comparten todavía hoy. Lessing decía: «Verdades históricas, de carácter contingente, nunca podrán hacerse pruebas de verdades racionales de carácter necesario». No lo podrán nunca, decía Lessing. Esto ya no es verdad, ya que en un momento de la historia, en la vida contingente de Jesús se ha manifestado el Absoluto, la trascendencia de Dios. Es falsa, pues, otra afirmación de Lessing, según la cual entre el momento histórico de Jesús y nosotros el tiempo y el espacio han abierto un abismo intraspasable: no es así, porque el Jesús real no es sólo el del pasado, el hombre de Nazareth; para comprender al verdadero Jesús, el de los Evangelios, debemos, como diría san Gregorio Magno, «elevamos de la historia al misterio» (In Ezech. 1,6-3), porque la sagrada escritura «cuando narra una historia, manifiesta un misterio» (Mor., XX, 1,1); debemos, por lo tanto, elevarnos de la historia de Jesús al misterio de Cristo: él supera el tiempo y el espacio; el Jesús de la historia está efectivamente lejano de nosotros, no así el Cristo en la plenitud de su misterio: él está más allá de los límites de la historia, está cerca de nosotros, permanece presente a cada uno de nosotros. Junto a Soren Kierkegaard, el filósofo del existencialismo, podemos y debemos decir que nosotros cristianos somos verdaderamente contemporáneos de Cristo. Lo escribía recientemente también mons. Giussani: «Que Cristo esté verdaderamente presente en nuestra existencia es propiamente la esencia, el contenido impresionante, la excepcionalidad del Cristianismo». Y por esto nos dirigía la invitación a hacer «la experiencia del Misterio presente. Misterio, que quiere decir el corazón último de las cosas; presente, hecho hombre» (Il Sabato, 22.4.1989). Esta teofanía, realizada una vez en la vida de Jesús, pero que por medio de él se actualiza en el presente de nuestra vida, es el segundo aspecto de la paradoja de la encarnación.
El tercer aspecto se encuentra en el motivo mismo de la encarnación. En las otras religiones, la búsqueda del Infinito es una búsqueda humana, por tanto un esfuerzo ascensional, una subida del hombre hacia lo divino. El Cristianismo ha invertido completamente este movimiento: es Dios quien busca al hombre; la iniciativa parte de Dios; la revelación, que se hace a través de Cristo que entra en la historia, sigue un movimiento radicalmente nuevo, un movimiento de descenso; Jesús es «aquél que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,13); «los judíos murmuraban de él porque había dicho: Y o soy el pan que ha bajado del cielo» (Jn 6,41).
El movimiento de la revelación y de la salvación parte, pues, de Dios y va hacia el hombre. Según Juan, la gracia de la verdad nos a llegado en Jesucristo (cf. Jn 1,17), esta revelación es perfectamente gratuita; esta «gracia de la verdad», como decía Clemente de Alejandría, es «una gracia del Padre» (Paedag. I, 7,60,2). Y, ¿cómo explicar esta gracia? La única explicación según el Cristianismo es que «Dios es amor» (1Jn 4,8-16), que «el amor procede de Dios» (1Jn 4,7). Esta revelación es, posiblemente, la novedad más radical del Cristianismo en el mundo: «El (Dios) nos amó primero» (1Jn n 4, 19), escribe Juan.
Este amor es la explicación más profunda de la encarnación del Hijo de Dios: «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16); «El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que nosotros vivamos por El» (1Jn 4,9). Esta convicción profunda de ser amado por Cristo era también el centro de la fe de Pablo: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). Que Dios, infinitamente perfecto y trascendente, se haya interesado por los hombres, incluso haya amado a los hombres hasta el punto de hacerse hombre él mismo para darles la posibilidad de participar en su propia vida divina, es ciertamente una de las afirmaciones más audaces y más desconcertantes del Cristianismo; la razón humana, con sus propias fuerzas, jamás hubiera podido imaginarla, ni soñarla siquiera.
Y esto es lo que querríamos ahora ilustrar más atentamente con algunos ejemplos históricos de los ataques contra el Cristianismo.
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