En apariencia las cosas han cambiado. Las tenazas de una asfixiante hegemonía se han aflojado levemente; el voto parece ahora más fluido, como si algunos sectores sociales hubiesen recuperado cierta capacidad de reacción. La adhesión popular al socialismo gobernante -mantenida contra viento y marea- comienza a quebrarse lentamente. ¿Es todo esto un espejismo, o el inicio de un verdadero cambio? Y, en todo caso, ¿un cambio de aritmética parlamentaria o algo más?
Una primera evidencia incontestable ha sido la victoria del PSOE, que después de siete años de desgaste gubernamental, renueva una amplia mayoría. Aunque el reconocido carisma personal de Felipe González y la bonanza económica de los últimos años han tenido algo que ver con esta victoria, existen razones más profundas que apenas nos limitaremos a considerar.
Desde el ya histórico Congreso de Suresnes -aún en la clandestinidad-, el PSOE inició un proceso de evolución hacia la socialdemocracia, que se ha hecho patente a partir de su llegada al poder en 1982. Este proceso no ha consistido -como se afirma superficialmente- en una simple moderación ideológica, sino que tiene un significado más profundo. Podría sintetizarse como una convergencia del tradicional estatalismo burocratizador con el pensamiento burgués. De este modo, sin dejar de capitalizar durante estos años el «voto útil» de la izquierda -aprovechando la grave crisis del PCE-, ha conseguido identificarse culturalmente con los sectores emergentes radical-burgueses -la «nueva España»- mediante su triple programa de laicismo, tecnocracia y estatalización, que el propio Felipe González ha resumido tantas veces con el mítico ideal de la «modernización».
El PSOE, imbuido de la convicción de ser una vanguardia llamada a guiar el tránsito histórico de España en los umbrales del siglo XXI, ha desplegado unos modos de gobierno prepotentes y sectarios al amparo de su amplísima mayoría parlamentaria. Todo ello nos da la imagen de un PSOE heredero político-cultural del despotismo ilustrado, sin perjuicio de disponer -a diferencia de los Barbones del dieciocho- de un importante consenso social para desarrollar su programa.
También es cierto que tras sus recientes tormentas internas, el centro-derecha «refundado» en el PP, ha conseguido un leve crecimiento cuyo valor radica más en el aspecto psicológico que en el aritmético. Aznar ha conseguido afianzar su incipiente liderazgo, y romper la inercia pesimista que desde hace años acompañaba a los conservadores como una maldición. Hay datos como las victorias en Madrid capital y en seis comunidades autónomas, que avalan la tesis de que los socialistas ya no son imbatibles. Sin embargo, hay limitaciones evidentes para que prospere una alternativa de gobierno a corto plazo. Los regionalismos -crecientes en Valencia, Canarias y Aragón- que arañan una importante cuota del voto liberal-conservador, y los nacionalismos históricos de CiU en Cataluña y del PNV en el País Vasco, que apenas le dejan espacio en sendas Comunidades, constituyen un importante límite.
Pero el problema más radical del centro-derecha español no es el de su fractura regional -aun siendo ésta muy grave-, sino la ausencia de una verdadera alternativa cultural. Para ganar nuevos espacios, el PP trata de adecuarse progresivamente a los esquemas culturales dominantes, precisamente los mismos que el PSOE representa hoy. Como botón de muestra sirve el tema del aborto: Aznar repitió durante la campaña que su partido no propugnaba la retirada de la actual ley despenalizadora, argumentando que, si bien era personalmente contrario al aborto, no podía entrar en la conciencia de cada persona. No es sólo la superficialidad del argumento -basado en una separación absoluta entre conciencia personal y tarea política- lo que preocupa, sino la creciente sospecha de que el líder del PP sea un rehén de las encuestas -lo que se conoce en el argot de la sociología como un «político-Gallup»-, que somete sus criterios al imperio de la opinión pública, sin más referente que el de los réditos electorales que se esperan alcanzar. Pero sería injusto cargar sobre Aznar toda la responsabilidad; hoy todos, o casi todos, parecen plegarse a esta nueva tiranía.
El ascenso del joven político ha supuesto una solución «limpia» para el difícil problema del relevo generacional dentro del centro-derecha, y una inyección de optimismo para quienes estaban ya casi resignados a perder. Pero más en el fondo, significa también otras importantes cosas: el PP se decanta por una opción de talante neoliberal, frente a la potenciación del componente democristiano que pareció perfilarse durante el reciente proceso de refundación del partido. De ahora en adelante es previsible que se quemen etapas en el camino hacia una creciente uniformidad en el terreno cultural. No es casualidad que, por primera vez, El País haya glosado con tonos positivos la figura de un líder conservador.
Para muchos comentaristas, el principal foco de atención de estas elecciones ha sido el crecimiento -espectacular dentro de la limitación de las cifras globales- de la coalición izquierdista IU. Ha pasado de 7 a 17 escaños, duplicando sobradamente el número de sus votos: es lo que ha permitido a muchos hablar de un «giro a la izquierda». Pero es preciso considerar con cuidado esta afirmación. Es cierto que IU ha crecido considerablemente, castigando el flanco izquierdo del PSOE, pero no lo es menos que no podía sino crecer, después de haber llegado a un verdadero mínimo histórico en las elecciones del 86. Además era inevitable que los resultados de la famosa huelga general del 14-D tuviesen una repercusión electoral, propiciando el trasvase de votos descontentos con la política económico-social del gobierno hacia IU, que además ha contado con el apoyo más o menos explícito de los sindicatos protagonistas de aquella huelga. Además, es preciso examinar algunas características de la coalición para comprender su auge; en su seno se dan cita desde sectores «ecopacifistas» hasta socialistas históricos desgajados del PSOE y personalidades independientes, todos ellos ensamblados alrededor de un PCE que provisionalmente ha conseguido suturar sus fisuras internas gracias al liderazgo de Julio Anguila.
El resultado, no cabe duda, ha sido un éxito para IU, pero su significación no es tan trascendente como se quiere hacer ver. Con todo, no alcanza el obtenido por el PCE en solitario en las primeras elecciones democráticas de 1976; consigue el 9% de los votos, pero no vence en ninguna circunscripción electoral y, lo que es más importante, ha pagado previamente el precio de una progresiva desideologización. En un alarde de optimismo, Anguita ha profetizado que el próximo futuro, IU desempeñará en España el mismo papel que el del PCI en Italia; tal vez el subconsciente le haya jugado una mala pasada, pero da la impresión de que también esta izquierda busca salvarse de la quema, a pesar de todas sus furias verbales.
El llamado «centro progresista» del expresidente Adolfo Suárez, se ha desinflado, tal vez definitivamente. Sus veleidades y ambigüedades calculadas, y una campaña basada en promesas difícilmente creíbles, han dado al traste con sus aspiraciones de convertirse en alternativa de gobierno. Ni siquiera el acostumbrado papel de bisagra entre las fuerzas mayoritarias le será muy fácil a partir de ahora, con tan sólo catorce diputados, cinco menos de los que tenía.
En definitiva, ¿qué puede esperarse de esta nueva legislatura? Para los amantes de la política «topográfica» -siempre atentos a descubrir las variaciones milimétricas hacia la izquierda, la derecha o el centro- hay posibilidades de ilusionarse. Seguramente habrá un desbloqueo institucional, se atemperarán las prepotencias del PSOE, y el control por el nuevo Parlamento de la labor gubernamental será más efectivo. Habrá que esperar a las próximas elecciones autonómicas y municipales para comprobar si el voto socialista prosigue su descenso y el todavía enorme poder central se ve contrapesado por los diversos poderes territoriales. Así pues, desde el punto de vista de la técnica política, algunas cosas cambiarán, y ciertamente a mejor.
Pero la política sólo es subsidiariamente una cuestión técnica. Fundamentalmente -en su fundamento- es una tarea de naturaleza ético-cultural. Y en este sentido, mucho nos tememos que los problemas de fondo seguirán pendientes: la separación entre política y vida real, la inhibición de las personas y los grupos en favor de estructuras abstractas de gestión, el despotismo de la opinión general -cada día más esclava de los dictados del poder económico, manifestados en la inmensa mayoría de los medios de comunicación de masas-, y la destrucción de los rastros de tradición cultural que aún perviven -especialmente la católica, pero no sólo-.
La esperanza no puede ponerse en unos partidos cuyo único empeño parece ser gestionar más eficazmente el statu quo. La esperanza tiene que surgir, aquí y allá, de otras matrices más libres, de realidades en las que el empeño ideal de construir historia y civilización no esté de antemano viciado por el escepticismo y la idolatría del dinero y del poder.
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